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A la muerte de Alejandro
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Libro electrónico273 páginas3 horas

A la muerte de Alejandro

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Información de este libro electrónico

Desvelado el misterio de la tumba de Alejandro Magno.

"La muerte de Alejandro Magno es inminente. Los que eran sus camaradas se convierten en rivales. Dice la tradición que quien entierre al rey legitima su derecho al trono. Todos quieren hacerse con su cadáver pero Alejandro ya ha decidido su destino.
Una reconstrucción fiel de un momento histórico fascinante donde se dan cita las pasiones y los crímenes más abyectos. Pero también el amor y el humor, la realidad y la fantasía.
Viajarás al pasado y convivirás con sus protagonistas, conocerás sus anhelos y vicios, sus rencillas y virtudes. Recorrerás la mítica Babilonia y asistirás en primera fila a todos los entresijos que envuelven un misterio, o varios.Una visita que difícilmente te dejará indiferente y que ya está al alcance de tu mano."

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento21 dic 2016
ISBN9788491128793
A la muerte de Alejandro
Autor

J. F. P. R. Tales

J.F.P.R. Tales, nació en Ciempozuelos, Madrid, 1966. Es licenciado en Geografía e Historia, profesor de enseñanza secundaria, ilustrador y humorista gráfico, (El Juan Pérez). Le gusta la antigüedad, la literatura y los cómics. Disfruta especialmente con la lecturade los textos clásicos de Grecia y Roma, donde busca islas remotas en las que se refugia a ratos. Si le prestas oídos podrá señalarte algunas para que las visites.

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    A la muerte de Alejandro - J. F. P. R. Tales

    Prólogo

    para un lector cazado que eres tú

    Este libro es una novela, no un libro de Historia.

    Una novela es una creación, una invención de un escritor. Y a su vez, es una recreación de un lector.

    Existen novelas que se acompañan del adjetivo histórica. Eso no quiere decir que sean obras científicas sino que reconstruyen un periodo de la antigüedad.

    Esta novela narra una serie de acontecimientos del pasado. Y para hacerlo, he buscado documentación en libros antiguos y modernos, pero especialmente en los primeros. Es decir, para escribirla me he apoyado en las fuentes clásicas, con toda la problemática que esto puede acarrear.

    Los libros antiguos, textos del pasado que poseemos relativos al tema que nos ocupa, aunque narran la vida de Alejandro, fueron escritos en realidad varios siglos después de la muerte de éste. En principio, se supone que para construir sus biografías del personaje, los historiadores a los que nos referimos consultaron unos documentos más antiguos, escritos por contemporáneos del rey de Macedonia. Pese a ello, no pudieron evitar añadir datos, juicios y anécdotas de hechos posteriores quizás para hacer más comprensible lo que contaban a sus lectores. Estos documentos que nos han llegado presentan variaciones y contradicciones si se comparan unos con otros. La mayoría están incompletos, hay fragmentos que se han perdido tal vez para siempre. Y todos poseen añadidos de otros autores desconocidos que quisieron mejorar el original.

    La mayor parte de los textos clásicos sobre la figura de Alejandro que han sobrevivido hasta nuestros días son obra de escritores del periodo romano y especialmente de la etapa imperial. Entre los más antiguos destacan los de Diodoro Sículo y Trogo Pompeyo. Ulteriores son los de Arriano, Plutarco y Quinto Curcio Rufo, que proporcionaron las biografías más exhaustivas. Y luego hay una serie de libros más tardíos como La Vida y Hazañas de Alejandro de Macedonia, del siglo III y otros como el Libro de Alexandre ya del siglo XIII, cargados de simbología cristiana y ricos en sucesos extraordinarios.

    En el pasado la objetividad y la verosimilitud no iban reñidas con la fantasía. Por eso los historiadores actuales leen con prudencia los textos antiguos pues comprueban con frecuencia su falsedad, o su media mentira, bajo la luz de la arqueología u otras ciencias exactas.

    Hoy en día existen muchos libros científicos por no decir académicos sobre Alejandro y su época. Pero incluso en éstos, allí donde faltan los datos o son confusos, se hacen conjeturas y se sostienen tesis discutibles. Si he de ser sincero, a la hora de escribir esta novela, he preferido pasarlos por alto, salvo alguna caprichosa excepción como La Historia de Grecia de H. Bengtson, o el manual que utilicé estudiando la carrera de Geografía e Historia, el de Pierre Grimal, por mera deformación profesional.

    Tampoco escasean las novelas más o menos actuales que narran la vida del héroe. Alejandro es un personaje recurrente. Ahí están las series de Mary Renault, Valerio Massimo Manfredi y Gisbert Haefs entre otros. En ellos también se hace un significativo ejercicio de recreación no exento de fabulación, cuando a sus autores les parece necesario, aunque bien es cierto que lo fantástico se evita en cierta medida. Las leí hace muchos años y en cada una de ellas hallé algo que se ganó un espacio en mi memoria.

    Esta novela que tienes entre tus manos pretende reconstruir un mundo perdido en el tiempo. Hay partes basadas en episodios y personajes que pudieron ser reales, si decidimos creer ciegamente en todo lo que nos cuentan los romanos, y otras que son ficticias. Del mismo modo, si nos referimos a la cronología, hay sucesos que acontecieron separados por días o semanas y sin embargo aquí coinciden en una misma fecha. Y por supuesto, algunos no ocurrieron nunca.

    He preferido al componerla recuperar el espíritu mágico y fantástico con el que los antiguos dotaban a sus textos, incluso la contradicción, hacerlo con total libertad pero sin renunciar a la veracidad.

    Los personajes inventados, lo reconozco, se inspiran en los creados por el guionista Víctor Mora en sus cómics. Mi generación nunca estará lo suficientemente agradecida a su encomiable labor como autor de aventuras.

    Y por último, he de comentarte que si lees con atención las fuentes clásicas citadas, cuando tengas tiempo o te aburras, y otras más antiguas que aparentemente no tienen nada que ver con esta historia, como son las de Homero o la Biblia, y alguna más, descubrirás que todo lo que aparece en este libro fue escrito con antelación hace muchísimos siglos. Lo único novedoso de un relato es la forma en que se cuenta una vieja historia.

    J.F.P.R. Tales, (Agosto 2016).

    DRAMATIS PERSONAE

    Alejandro. Conquistador de Persia apodado Magno.

    Anaxarco. Filósofo escéptico.

    Antígono. Veterano militar compañero de Filipo, el padre de Alejandro.

    Apeles. Célebre pintor.

    Arrideo. Hermano de Alejandro.

    Bagoas. Eunuco de Alejandro.

    Barbitas. Cabrito.

    Barsine. Hija del rey persa Darío y esposa de Alejandro.

    Benjamín. Camellero al que descubrieron una valiosa copa.

    Carias. Ingeniero.

    Casandro. Hijo de Antípatro y hermano de Yolas.

    Casta. Jovencita de familia humilde que aún no ha cumplido con sus obligaciones con la diosa Afrodita de su ciudad natal, Babilonia.

    Demetrio. Hijo de Antígono.

    Diades. Ingeniero.

    Dripetis. Hermana de Barsine.

    Estatira. Esposa de Darío.

    Eumenes. Administrador del Imperio de Alejandro.

    Ibero. Esclavo de Marcelo.

    Jinete negro. Capitán de la guardia secreta de Bagoas.

    José. Camellero que cayó a un pozo.

    Judá. Camellero y poeta.

    Leonato. Jefe de la caballería.

    Lisímaco. General y miembro de la hermandad órfica.

    Lisipo. Célebre escultor.

    Marcelo. Embajador romano, antepasado de un tal Claudio.

    Meleagro. Jefe de la infantería.

    Mentes. Artesano de Siracusa que simpatizaba poco con Aristóteles por cuestión de una vieja leyenda sobre una isla que se hundió en el océano.

    Mudo. Criado de Roxana.

    Nectanebo. Sacerdote de Serapis.

    Oco. Hijo de Darío.

    Otis. Impredecible egipcio.

    Paris. Joven de origen desconocido diestro en el manejo del arco y la cítara.

    Pérdicas. Primer ministro y aspirante a la regencia del Imperio de Alejandro.

    Perenikos. Caballo de Tolomeo.

    Pitón. Oficial y comediógrafo.

    Roxana. Esposa de Alejandro.

    Sara. Criada de Sisigambis.

    Seleuco. Gobernador de Babilonia.

    Sisigambis. Madre de Darío.

    Tolomeo. Hermanastro de Alejandro, según algunos, y futuro faraón de Egipto.

    Yolas. Copero del rey.

    Al final del libro se incluye otra lista de nombres mencionados en la obra.

    Libro I

    —¿Qué vas a hacer con ella?

    El anciano se sobresaltó y retiró inmediatamente su mirada del vidrio donde había estado contemplando reflejado su propio rostro. En su soledad, se había olvidado del resto del mundo.

    —¿Eh?

    Tardó un instante en reconocer al muchacho que tenía al lado.

    —Ah, eres tú... Pues, no sé...

    —Podías enviársela a Aristóteles —dijo con determinación.

    Una oleada de cólera incendió las sienes del viejo.

    —¡Aristóteles! ¡Aristóteles no es un técnico!

    La rabia le hacía escupir las palabras.

    —Quizás le fuese útil para estudiar animales marinos —puntualizó Paris con mucha calma.

    Por un momento Mentes pareció sentir el suelo bajo sus pies y se tranquilizó. Lo quisiera o no, estaba despertando de su ensimismamiento. Los celos le habían traicionado. El juicio regresaba cojeando.

    —Por supuesto. Visto así... Aunque no me imagino a Aristóteles navegando en nuestro artefacto. Bueno, ni a Aristóteles ni a Platón. Tal vez a Sócrates, que era como nosotros, porque usaba sus manos, o al menos eso cuentan. Pero seguro que si lo hiciese, no pararía de buscarle defectos hasta que le diésemos la razón.

    —A Aristóteles le hubiese gustado ver la hidra.

    —Ya lo creo —dijo Mentes—. Es una pena que ese sacerdote de Baal convenciese a Alejandro de que fuese incinerada.

    Ambos estaban recordando el singular parto que una mujer tuvo hacía apenas unas semanas. Un extraño feto humano sin extremidades de cuyo tronco surgían los cuellos de varias culebras. El pequeño estaba muerto pero las serpientes se agitaban y se atacaban unas a otras. Una pitonisa interpretó que el fin de Alejandro era inminente y que sus generales lucharían entre sí por hacerse con su Imperio.

    —Gracias maestro —volvió a romper el silencio Paris.

    —¿Por?

    —Has dicho nuestro artefacto.

    Mentes se quedó mudo y clavó su mirada en el muchacho. Lo contempló detenidamente, como si quisiese reconocerlo. Ya no era el niño de los recados. A sus dieciséis años mostraba la buena planta que todos los jóvenes poseen y que sólo los viejos saben apreciar porque descubren en ellos la juventud que han perdido. Los feos pelos de la barba empezaban a oscurecer su rostro y en sus miembros se marcaban los músculos bajo la piel tensa. Se fijó en sus delicados dedos, los había visto trabajar en las más difíciles tareas que todo buen artesano del metal conoce. Y clavó la mirada en los suyos, retorcidos, aplastados y con bultos. Doloridos.

    —¡Qué menos! —esa mañana se sentía especialmente viejo—, sin tu ayuda pocas cosas hubiese podido hacer.

    Repentinamente recordó algo.

    —¿Qué era ese tumulto?

    —Los macedonios. Quieren desfilar delante de Alejandro. Conocen su mal y desean hacerlo antes de que muera. Se han presentado en la puerta del palacio exigiendo ver a su rey.

    —Una edad se acaba —sentenció Mentes. Se giró a su alrededor—, mira este extraordinario lugar.

    Paris alzó su mirada por encima de la figura de su maestro.

    —Esta estructura la construyeron hace siglos unos seres humanos como nosotros. Ladrillo a ladrillo levantaron esta imponente bóveda. Sin duda dedicaron horas y horas de su vida a esa tarea. Debe de haber tantas historias alrededor de esta obra como piezas de barro y paja ves ordenadas en hileras. ¿Te has fijado en la enorme torre inacabada que se enseñorea sobre el resto de la ciudad? ¿Quién ordenó hacer tal construcción? Hoy nadie recuerda su nombre. ¿A quién le importa?

    Hizo una pausa y continuó.

    —Incluso Alejandro, admirado por la mole, ha ordenado que se retomen los trabajos. Ya hay una multitud de albañiles de toda Asia en sus alrededores. Será difícil guiar a tantos hombres que hablan lenguas distintas.... Claro que ahora...

    Se detuvo en su reflexión. Despertaba de nuevo.

    —Alejandro ha sido como un meteoro que en su carrera ilumina un instante la noche. Y repentinamente, nuestro futuro se ha vuelto incierto.

    Después de un breve silencio, Paris volvió al origen de la conversación.

    —¿Qué vamos a hacer con ella?

    —No lo sé. Realmente no sé qué podemos hacer. Esta máquina fue fruto de un capricho de Alejandro. Se construyó para él. Supongo que deberá permanecer con él allá donde vaya, vivo o muerto.

    —Venderla no podemos venderla, está claro.

    —No es nuestra, aunque la hayamos fabricado nosotros. Nos han convertido en su cerbero. Debemos esperar a ver cómo se desarrollan los acontecimientos. Esperar y escoger el mejor partido. Se avecinan días de furia. Además, ¿cómo íbamos nosotros a mover esta mole? Necesitaríamos caballos, animales de tiro, algún ingenio hidráulico, una grúa, no sé. ¿Y para qué?

    —Podíamos huir. Aprovechar el desconcierto que ya se mastica en el ambiente. Nadie nos echará de menos cuando empiecen a matarse entre sí. Estoy seguro de que en vuestra tierra, Siracusa, os recibirían con los brazos abiertos. Es un pueblo sensible a los inventos mecánicos. Allí podríamos ofrecer nuestras ideas a los gobernantes y conseguir los medios para construir un nuevo artefacto. Sería muy útil para defender la ciudad de un ataque por mar.

    —La guerra, siempre la guerra. ¿Llegará algún día en que la técnica no se utilice para matar? —Mentes llenó sus pulmones de aire—. Hablas como un joven Alejandro. Sería mejor que no frecuentases a Demetrio, je, je, je. Un muchacho ambicioso. No parece ser una buena compañía. Y tal vez hable yo como un viejo Príamo. Sí. Quizás tengas razón, pero ése no es mi futuro. Estoy cansado de recorrer mundo. Preferiría quedarme aquí y aprender de estas gentes. ¿Has visto la cantidad de documentos escritos que atesoran en los sótanos de sus pirámides de escalones o en los palacios de sus reyes? ¿No te sorprende el conocimiento que tienen de los astros? Sólo en Egipto puede encontrarse algo así. Estamos destruyendo un mundo viejo que nos hace falta para construir uno nuevo.

    —Espero que nuestro futuro sea unidos maestro.

    —Bueno. El futuro es impreciso. Realmente no sabemos dónde nos va a conducir. En las estrellas está escrito cuál ha de ser nuestro próximo viaje, si es que éstas son algo más que meras bolas de fuego.

    Se instaló de nuevo el silencio. Y ambos, de forma espontánea, fijaron su mirada en la gran copa ovoide de vidrio, encastrada en una compleja estructura metálica de forma cúbica, de siete pies de altura, situada en mitad del almacén.

    Libro II

    Desde la terraza se podía contemplar la curva que el río trazaba para rodear la ciudad como si fuese una isla. Una notable obra de ingeniería, no un capricho de la naturaleza. Eran numerosas las barcazas de todo tamaño y condición que navegaban de una orilla a otra, remontaban o seguían el curso del Éufrates. Tantas como las manchas de asfalto que cubrían la superficie y que algunos barqueros se afanaban por concentrar en un punto y recoger. También se apreciaba a la muchedumbre anónima caminar sobre el enorme pontón de vigas de madera, con una anchura del tamaño de tres carros, que comunicaba las dos riberas, y que estaba construido sobre el túnel por el que se podía cruzar el gran canal bajo tierra. El puente estaba diseñado para desmontarse en su parte central en caso de invasión militar y evitar que la ciudad en su totalidad fuese ocupada. Pero esta opción no parecía contemplarse desde que Alejandro hizo de Babilonia capital de su Imperio. El túnel subterráneo podía ser fácilmente inundado por el mismo motivo.

    Al sur, se alzaban desafiantes los mástiles de los barcos de la flota que Alejandro había ordenado construir para conquistar las costas de Arabia y África. Más de mil largas naves de guerra, fabricadas con madera de ciprés de Asiria, se concentraban próximas a los astilleros. Había sido necesario dragar el río con el objetivo de darles cabida en el puerto.

    Apenas bastaba girar la cabeza unos grados para apreciar en toda su grandeza la gran avenida de las procesiones, rematada por la azulada puerta de la diosa Isthar, que a esa hora deslumbraba gracias a los azulejos que la cubrían. Y a su derecha se adivinaban los célebres jardines, cuya fama había llegado hasta los confines de la Tierra y probablemente se iría acrecentando con el paso de los siglos.

    Una mujer ricamente ataviada se cubría el rostro con un velo de seda mientras el color verde del agua del río se reflejaba en sus pupilas. Estaba sentada cómodamente, con las piernas recogidas, sobre un diván. Con su mano izquierda sostenía un libro enrollado. En la otra apoyaba su mejilla. Desde su privilegiada posición parecía destinada a gobernar la ciudad que disfrutaba con la vista. Y sin duda ella, en su fuero interno, lo deseaba.

    Un hombre, incómodo con las elegantes ropas que vestía, hizo su entrada de forma subrepticia en el espacio abierto donde la mujer reposaba. Sus movimientos no parecían los de un cortesano, sino más bien los de un pastor o un mulero. Pese a las joyas y collares que colgaban sobre su pecho, y a las sortijas y brazaletes dorados que adornaban sus manos y brazos, la piel de su rostro delataba a un individuo criado entre las inclemencias del tiempo, al aire libre, castigado por el Sol, el viento y la lluvia. En su mirada se resumía un pasado de privaciones y enfermedades. Sin embargo, su complexión era la de un tipo fornido. Se detuvo un instante y agarró con fuerza el mango de una vieja y castigada espada que llevaba al cinto, como si quisiese asegurarse de quién era en realidad.

    —Salud mi reina. ¿Cómo has pasado la noche? ¿Ha sido Hipnos benigno contigo?

    La mujer hizo un rápido movimiento con sus ojos hacia el lugar de donde provenía la voz, sin perder su compostura. Acostumbrada a un rígido protocolo de formas y códigos perfectamente definidos, no terminaba de asimilar la desenvoltura y falta de tacto de esta raza venida del oeste. ¿Cómo podía aquel sujeto invadir su intimidad así? ¿Cómo osaba dirigirse a ella sin arrodillarse y llevarse la mano a la boca? Sí, era el hombre de confianza de su marido. Pero no era el rey, eso parecía olvidarlo, y ella no era suya.

    Pero incluso entre los iguales, pensaba ahora en su marido, había que saber cómo actuar en cada situación. Y Roxana, pese a todos sus esfuerzos, comprendía que para Alejandro no era muy distinta a las prostitutas o esclavas que lo acompañaban. Sólo un botín más de guerra. Probablemente una excusa para conseguir la sumisión de los nobles persas y sus aliados. Y aunque él intentaba representar un papel que no era el suyo, no lo conseguiría jamás, realmente no era un príncipe, sólo un guerrero. Por desgracia éste era el escenario al que había sido arrojada, y debía sobreponerse y actuar en consecuencia si quería ser

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