Conquistadores
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Mediante breves capítulos, Javier Diéguez nos acerca a las condiciones y motivaciones de estos personajes, sus contradicciones, los peligros que arrostraron y las razones de su celebridad. Una obra que, sin eludir las sombras consustanciales del período, arroja una luz sobre los beneficios y el legado del encuentro entre dos mundos.
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Conquistadores - Javier Diéguez Suárez
Capítulo
PRIMERO
PONCE DE LEÓN
Granada, 2 de enero de 1492
Juan Ponce de León y Figueroa destaca entre la multitud: es un hombretón pelirrojo de treinta años, apuesto y de aire marcial. Su mirada, pétrea, escruta a los caballeros granadinos que acompañan a Boabdil. Cabizbajos y derrotados, flanquean al sultán, que avanza a lomos de su impresionante corcel árabe, tan azabache como las noches sin luna de Granada.
Juan apenas presta atención al último rey andalusí. Le respeta. No así a sus soldados, que no han sabido defenderle. Altanero, casi arrogante, les provoca con esa mirada tan ambiciosa y segura de sí misma que caracteriza a todos los Ponce de León.
Su estirpe desciende del caballero leonés Fernán Pérez Ponce, que casó en la primera mitad del siglo xiii con Aldonza Alfonso de León, hija ilegítima del rey Alfonso IX. Desde entonces, la familia Ponce de León se había convertido en una de las estirpes más activas en la reconquista de Andalucía y han ganado, por méritos militares, el condado de Arcos de la Frontera en 1440 y, posteriormente, el ducado de Cádiz. Solo otra familia podía comparárseles en relevancia política y ascendencia: los Guzmán, señores de Sanlúcar de Barrameda desde el siglo xiii y duques de Medina-Sidonia a partir de 1445.
Juan está orgulloso de su rey. Sabe que no dudaría en morir por él. Lo conoce a la perfección. Ha sido paje durante años en la corte del rey Juan II de Aragón, han crecido juntos, ha dedicado sus últimos diez años a luchar por él en la Guerra de Granada.
Juan cierra los ojos momentáneamente y recuerda los inicios de la guerra, junto a su tío Rodrigo, el duque de Cádiz: la toma de la Alhama en aquel gélido 28 de febrero de 1482 y, en los cinco años siguientes, la toma de todo el occidente del reino andalusí. Las espadas de los Ponce de León han entregado al rey Fernando las plazas de Ronda, Marbella, Loja, Vélez-Málaga, la propia Málaga… ¡Tanto ha aprendido del arte de las armas en esos diez años de guerra! Diplomacia, asedios, batallas en campo abierto y estrategia.
El joven ladea la cabeza hacia su tío Rodrigo, que permanece junto a los Reyes Católicos, y canturrea para sí la letra de un nuevo romance:
Paseábase el rey moro / por la ciudad de Granada / desde la puerta de Elvira / hasta la de Vivarambla / ¡Ay de mi Alhama! / Cartas le fueron venidas / que Alhama era ganada. / Las cartas echó en el fuego / y al mensajero matara / ¡Ay de mi Alhama!
«Si el poema se populariza entre las siguientes generaciones, de buen seguro que también permanecerá el recuerdo de quienes protagonizamos la conquista de Alhama», piensa.
Boabdil y sus capitanes están ya ante los Reyes Católicos, apenas a unos pasos de él y de su tío Rodrigo, que forman parte de la comitiva más cercana del rey aragonés. Boabdil, cortés y de modales elegantes, ofrece al rey Fernando las llaves de Granada, el último pedazo de su reino, con las siguientes palabras: «Toma, Señor, las llaves de la ciudad, que yo y los que estamos dentro somos tuyos». El noble Fernando no le alarga la mano para evitar al desdichado de Boabdil la humillación de verse obligado a besarla en señal de sumisión. No es de nobleza obligar a un rey —ni siquiera a un rey destronado— a besar las manos de otro monarca.
Fernando le entrega las llaves a la reina de Castilla y esta las entrega a su vez al hijo de ambos, el príncipe Juan, heredero tanto de Castilla como de Aragón y, ahora también, del reino de Granada. Finalmente, las llaves de la ciudad pasan a don Íñigo López de Mendoza, flamante gobernador de Granada.
Tras la entrega del símbolo de su antiguo poder, Boabdil agarra las riendas de su corcel y se dirige al trote a las Alpujarras, hacia el pequeño palacete en el que los Reyes Católicos le permiten residir, exiliado de Granada y de los suyos. Muchos cristianos afirmaron más tarde que lo vieron llorar, mas Juan no percibió ni una sola lágrima —solo serenidad y nobleza— en el rostro del joven Boabdil, y así lo explicó a todos aquellos a quienes, a lo largo de toda su vida, narró la rendición de Granada.
Con las llaves de Granada en una mano y la espada en la otra, el nuevo gobernador de la ciudad, acompañado de los Reyes Católicos y de buena parte de sus capitanes, entra triunfalmente a la melancólica capital andalusí.
Juan Ponce de León es testigo de primera mano de cómo los soldados de Castilla alzan sobre la torre más alta de la Alhambra la cruz de plata que siempre los acompaña desde que la hiciera llegar desde Roma el papa Sixto IV. Es la cruz que ha precedido a los soldados cristianos antes de toda batalla, antes de todo asedio, a lo largo de los diez últimos años de guerra en Granada.
Tras ello, los soldados ondean la enseña de Santiago, patrón de España, el estandarte de san Isidoro y el pendón real por toda la ciudad de Granada, mientras los sacerdotes entonan un Te Deum a las puertas.
Juan Ponce de León vuelve a montar en su caballo, justo cuando los muchos sacerdotes que acompañan la comitiva empiezan a distribuirse, por toda la ciudad, dispuestos a colocar cruces cristianas en las principales mezquitas. Quiere felicitar personalmente a algunos de sus compañeros de armas, que aún permanecen tras los muros de Granada, y celebrar la victoria con ellos. La mayoría son soldados sin mando, aunque de familias hidalgas, cristianos viejos.
Juan Ponce de León identifica entre la multitud a Alfonso, un soldado de ascendencia musulmana, de la importante estirpe de los Banu Sarray. Su familia, la de los «Abencerrajes» —así la llaman los cristianos—, está bajo la protección del duque de Medina-Sidonia desde hace casi veinte años. Todos ellos han combatido con honor, nadie duda de su lealtad. Él mismo ha luchado codo con codo junto a Alfonso. Desmonta del caballo y le abraza.
En ese instante se empieza a escuchar un eco, una letanía cada vez más fuerte que se extiende entre la tropa. «¿Qué ocurre, Alfonso?», pregunta Ponce de León. El joven abencerraje señala hacia las puertas de la ciudad. Los sacerdotes avanzan hacia ellos entonando un Te Deum. Los miles de soldados cristianos que rodean Granada hincan las rodillas en el suelo como si de uno solo se tratara y rezan junto a los sacerdotes. Juan Ponce de León, entre oración y oración, orgulloso, bisbisea con camaradería a Alfonso: «Granada por fin ha caído, amigo».
Puerto Rico, 1508
Hagamos ahora un salto cronológico y situémonos dieciséis años más tarde. Meses después de la épica reconquista del reino de Granada, Cristóbal Colón descubre un nuevo continente, aunque durante años se creerá que las tierras al oeste de Finisterre son, en realidad, las Indias.
Juan Ponce de León, deslumbrado por la gesta de Colón, decide marchar a las nuevas tierras. Qué importa si son las Indias o si es un nuevo continente inexplorado; sin duda es el lugar en el que hacer medrar su honor e inmortalizar aún más, si cabe, su apellido. Los campos de batalla de Europa crean grandes capitanes, pero lo que realmente despierta la imaginación de los europeos del siglo xvi son las historias que se cuentan sobre las Indias. Es en las nuevas tierras allende los mares donde nacen los mitos, donde cualquier hombre, por más humilde que sea su origen, puede convertirse en héroe si es un buen soldado y le seduce el peligro, la aventura de lo desconocido. Es allí donde se escriben las epopeyas del mundo moderno.
Juan Ponce de León lo sabe y por eso no duda en abandonarlo todo con la esperanza de alcanzar la gloria imperecedera. La fama está reservada a los que, tras arriesgarlo todo, hasta sus vidas y haciendas, triunfan en las nuevas tierras. Y Ponce de León asume el reto: renuncia a la vida cómoda que seguro le espera en España y se aventura a cruzar el océano.
Es así como se embarca en la segunda expedición de Cristóbal Colón a América, en 1493. Poco se sabe de sus primeros años en América, al menos hasta que en 1504 se desata una violenta revuelta de los indios taínos de La Española.
Nadie esperaba la rebelión, y menos aún que fuera liderada por el carismático cacique Cotubanamá, hasta entonces un jefe indígena leal. Alto, fuerte, el más corpulento de entre los suyos y excelente flechero, se había ganado el respeto no solo de su pueblo, sino también de los colonos españoles.
El gobernador, Nicolás de Ovando, jura vengar a los soldados asesinados a traición por los taínos, y manda a Juan de Esquivel con una fuerza de unos cuatrocientos hombres. Ponce de León demuestra entonces toda su valía militar, luchando codo con codo con Esquivel. Pronto se gana la admiración del mismísimo gobernador, que no duda en recompensarlo con una enorme extensión de terreno junto al río Yuma, en la provincia de Higüey, y con decenas de esclavos indios.
Para 1504, Ponce de León ya amasa una importante fortuna en tierras y esclavos, y además ejerce como representante del gobernador en Higüey, donde nadie le discute su autoridad. Durante los siguientes tres años aparca las armas y se dedica por entero a los negocios: su latifundio suministra provisiones a las naves que se dirigen hacia la península, por lo que Ponce de León hace pingües beneficios suministrando todo tipo de alimentos a la flota española. Así, se aplica con éxito a explotar las tierras cultivables de su hacienda y a consolidar y aumentar sus reses de ganado.
Además, establece en ella a su mujer e hijos. Crea, en definitiva, un nuevo hogar para los Ponce de León, lejos de su Castilla natal. Tanta es su fortuna que al poco tiempo adquiere una nave, la Santa María de Regla. Juan no tiene intención de hacerse navegante, ni siquiera quiere introducirse en el comercio marítimo. Al fin y al cabo, él es de tierra adentro, natural de Santervás de Campos; poco sabe de corrientes, vientos y demoras. ¿Por qué, entonces, se hace con un barco?
Porque en La Española ya no hay nuevas tierras que explorar ni nuevos reinos y provincias que ganar para la corona española, así que si quiere ampliar horizontes necesita, al menos, un barco. Y si es suyo, mejor que mejor, menos prestamistas a los que satisfacer y con los que rendir cuentas.
El momento que tanto ha esperado se le presenta en 1508, cuando Nicolás de Ovando le nombra gobernador de la isla de Boriquén, actual Puerto Rico. En unas pocas semanas monta una pequeña hueste de soldados, entre los que se encuentran su hijo, Juan González Ponce de León, y Juan Garrido, negro libre de origen portugués, uno de sus más fieles compañeros de armas, y marcha hacia la isla.
En la cubierta de la Santa María de Regla, Ponce de León, su hijo y Juan Garrido conjeturan sobre lo que les depara el destino en el Boriquén.
—Es ahora, hijo, el momento que tanto he estado esperando. Granada y La Española no han sido más que el paso previo al destino que nos aguarda en Boriquén.
—Somos únicamente cuarenta y dos soldados y ocho marineros, padre. Y la isla es grande. No será fácil tomarla —arguye González Ponce de León.
—Los nativos no son enemigos fáciles. Tendremos que sudar sangre por su gobernación —continúa Garrido.
—Por mi gobernación… y por su oro, Juan —suelta Ponce de León, tras echarse a reír.
—Eso mismo quise decir —responde Garrido, con sorna—. Eso sí, agradezco a Dios que su hijo nos acompañe en la conquista. Su dominio de la lengua taína vale un reino.
El 12 de agosto desembarcan en Guánica, al sudoeste de Puerto Rico, donde toman posesión formal de la isla en nombre de la corona. Tras esa primera toma de contacto, siguen costeando la isla y de nuevo fondean en su extremo más occidental, cerca de Aguadilla. La situación ha cambiado para entonces, ya que en ese punto sí que observan numerosos indios con arcos y flechas que les vigilan desde la linde de la selva, amenazantes.
Ponce de León es un conquistador decidido, pero poco dado a arriesgar a sus hombres. La precaución es la mejor de las virtudes, sostiene ante sus más cercanos. No así su hijo que, además de buen soldado, es un hombre inteligente aunque temerario.
—Permítame desembarcar y hablar con ellos. Querrán saber quiénes somos y por qué hablamos su lengua. Soy buen negociador —expone González Ponce de León a su padre.
—Su hijo tiene razón, gobernador. Haría usted bien en escucharlo. Yo mismo puedo acompañarlo —se ofrece Garrido.
Ponce de León accede y su hijo desembarca y se acerca con decisión a un grupo de indios que, al escucharle hablar su lengua, destensan rápidamente la cuerda de sus arcos. Los soldados y marineros españoles, que observan la situación desde la seguridad de quien se sabe lejos del alcance de las flechas taínas, no dudan en alabar el arrojo del joven Ponce de León. «Valor y valía la de su hijo, don Ponce de León», le dice con admiración Alonso López, un sirviente de la familia, a Juan.
A los pocos minutos, su hijo se dirige a la playa junto a dos indios, a los que invita a subir a la barca. Junto a ellos, suben a cubierta, ante la incredulidad de todos los presentes.
—Padre, mañana visitaré a su cacique, así que haríamos bien en agasajarles —propone González Ponce de León.
—Pedro, traiga peines, camisas, cuentas de vidrio y espejos —ordena el gobernador a uno de sus hombres.
Al día siguiente, González Ponce de León, acompañado de algunos marineros y soldados, desembarca de nuevo en la playa, donde les aguarda un grupo de taínos. Con ellos se dirigen al poblado del cacique Agueybana. Son espléndidamente recibidos, y no tardan en apalabrar una alianza mutua. El jefe indio, incluso, les da información extensa sobre los demás pueblos de la isla y sobre dónde pueden encontrar oro.
A los pocos días, Ponce de León decide buscar un puerto natural más seguro cerca del lugar en que Agueybana les ha indicado que pueden hallar oro en abundancia, así que unos pocos indios taínos embarcan con ellos y les sirven de guías. La primera noche, muchos de los marineros y soldados no consiguen conciliar el sueño, a pesar de las risas y alegría desbordante de los taínos. Aunque González Ponce de León se muestra seguro y confiado junto a ellos, las pinturas de guerra que les adornan el cuerpo y los aros y pendientes que cuelgan de su nariz y orejas les confieren tal semblante salvaje que pocos se fían de las intenciones de los indios.
Tras navegar unas cien millas al este de la isla, arriban a la actual bahía de San Juan. Todos, españoles e indios, se afanan en descargar armas y pertrechos, y rápidamente Ponce de León organiza batidas de exploración.
Pocos días más tarde la calma del campamento español se quiebra de inmediato.
—¡Oro, oro, hay oro en el arroyo que fluye a dos leguas de aquí! —grita uno de los hombres de la expedición, mientras corre hacia Ponce de León.
—El cacique tenía razón, gobernador. ¡Encontramos oro! —balbucea, mientras las palabras se le agolpan en la garganta.
—¡Ya tiene usted su oro, Garrido! —le lanza, voz en alto, Ponce de León a Juan Garrido, que está unos metros más atrás, con una enorme sonrisa de satisfacción.
—¡Y usted el suyo, gobernador! —le responde Garrido con retranca.
Las siguientes semanas y meses, los españoles sufren emboscadas y ataques casi continuos de los taínos de la zona, a lo que Ponce de León responderá siempre con expediciones de castigo. Tal es la inestabilidad en la zona que Ponce de León establecerá también un campamento español en Aguadilla, junto a los aliados del cacique Agueybana.
En su afán por conquistar y colonizar la isla, el que ya es el primer gobernador de Puerto Rico funda la ciudad de San Juan. Su hijo, González Ponce de León, destaca entre los conquistadores por su osadía sin igual. No duda, en innumerables ocasiones, en disfrazarse de taíno para acercarse sin ser visto a los campamentos enemigos, espiando una y otra vez a las tribus hostiles. Lo que ninguno de ellos se imagina aún es que, en 1509, Diego Colón le revocaría el título de gobernador a Ponce de León. Tampoco se imaginan que en 1511 el cacique Agueybana lideraría una revuelta de unos tres mil soldados taínos que arrasaría con el campamento español de Aguadilla y que haría huir a su hijo, González Ponce de León con innumerables heridas de flecha.
A pesar de las dificultades, la presencia española en Puerto Rico ha llegado para quedarse. Los Ponce de León forman ya parte de la historia de la isla. Por lo que respecta a Juan, desposeído de su título de gobernador, aunque rico y henchido de gloria, quiere más. Mucho más.
No renuncia a la gobernación de Puerto Rico, y de hecho pleiteará administrativamente hasta conseguir que le sea de nuevo concedida, en 1514, pero no liga su destino a los tejemanejes de la política. Se ha hecho con una enorme fortuna, sí, y ha ejercido como gobernador, es cierto. Pero es, ante todo, un explorador, un conquistador, un hombre de honor. Y aspira a más.
Antes de desembarcar de nuevo en La Española, antes de pisar su hacienda en Higüey, antes siquiera de volver a sentir el calor de su familia, Ponce de León ya había escrito una carta al rey Fernando el Católico.
—¿Qué harás ahora, si puede saberse? —le pregunta Garrido, ya ante la costa de La Española.
—Volver a ver a mi familia, luchar por mis derechos y…
—¿Y? —sondea Garrido.
—Y llegar a donde jamás haya llegado nadie antes.
Florida, 1513
El 23 de febrero de 1512, el rey Fernando el Católico rubrica en Burgos una capitulación a favor de Juan Ponce de León. Cuando meses después la capitulación le es entregada en La Española, el conquistador no da crédito a lo que tiene entre sus manos. Es una carta lacrada con el sello real, por lo que sin duda ha sido