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Bizancio, el dique iluminado
Bizancio, el dique iluminado
Bizancio, el dique iluminado
Libro electrónico749 páginas13 horas

Bizancio, el dique iluminado

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Bizancio fue una ciudad griega, capital de Tracia, situada a la entrada del estrecho del Bósforo, sobre una parte de la actual ciudad de Estambul, que ha ocupado un lugar destacado en su larga y accidentada Historia desde su fundación, que ha motivado los diferentes cambios de nombres que tuvo: Bizancio, Constantinopla y Estambul son los mas conocidos, pero también, Nueva Roma, nombre revindicado por sus habitantes, cuando se convirtió con Constantino en Ciudad Imperial y decayó la Antigua Roma occidental y además, Miklagard que era el nominativo que usaron los pueblos nórdicos durante la llamada Era vikinga, que tuvieron contacto con el Imperio bizantino
.A lo largo de la Edad Media fue la mayor y más rica ciudad de Europa y conocida como «la Reina de las Ciudades».
La verdad es que una historia tan grandiosa y longeva y de tan influyentes proyecciones como la «bizantina» no debe ser examinada mediante un método lineal o de simple cronología, ni puede circunscribirse a un estricto espacio geográfico.
Por lo demás, la usanza de las digresiones, y no la rigurosa secuencia, tiene unos precursores excelsos nacidos de la misma sangre y en la misma tierra de las que vamos a ocuparnos. Herodoto (485-420 A.C.), llamado el padre de la historia, se valió del método de las digresiones en su obra Los Nueve Libros de la Historia. Lo hizo para «darle variedad a su obra imitando a Homero... y siempre estamos deseosos de más», dijo el retórico Dionisio de Halicarnaso.
Y como si fuese poco, Aristóteles, en el libro dictado a sus discípulos, «La Constitución de Atenas», adopta la misma técnica de las digresiones y luego se devuelve al tema inicial mediante la llamada «composición en anillo» que «podría verse como un orden ilógico».
Más que los hechos circunstanciales, lo que debe preocuparnos en cualquier tarea histórica es la trayectoria del espíritu. Un camino de esta naturaleza explica las desviaciones hacia otros temas y los saltos a otra época y a otro espacio geográfico.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento9 jul 2019
ISBN9780463227190
Bizancio, el dique iluminado
Autor

Alvaro Uribe Rueda

Historiador, escritor y dirigente político colombiano,q ue llegó a ser presidente del senado de la república

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    Bizancio, el dique iluminado - Alvaro Uribe Rueda

    Bizancio, el dique iluminado

    Álvaro Uribe Rueda

    Bizancio, el dique iluminado

    © Álvaro Uribe Rueda

    Colección Historia Universal N° 3

    Ediciones LAVP

    © www.luisvillamarin.com

    Cel 9082624010

    New York City, USA

    ISBN: 9780463227190

    Smashwords Inc.

    Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio sea mecánico, foto-químico, electrónico, magnético, electro-óptico, por reprografía, fotocopia, video, audio, o por cualquier otro medio sin el permiso previo por escrito otorgado por la editorial.

    Bizancio, el dique iluminado

    Advertencia sobre digresiones y saltos de tiempo y espacio

    Primera parte

    Nuestra vinculación y nuestra deuda con el Imperio Cristiano de Constantinopla. Su verdadera función histórica

    Fusión de religión e imperio

    El dique y el desquite hacia el Oriente. Granada y América.

    Iglesia e Imperio: ideas – fuerzas

    El cisma entre la iglesia de Roma y la griega

    La Belle Époque de Bizancio

    El absolutismo del Estado. Pugna entre el imperio y la aristocracia. Primeras invasiones de los turcos. Comienzo de la decadencia y aparición del feudalismo

    Los turcos en Jerusalén. Las cruzadas. El papa Urbano II y el Concilio de Clermont

    Cruzada popular y cruzada de la nobleza. Motivos de la marcha. Insurgencia de los dioses paganos. El paso por Constantinopla

    Efectos inesperados del paso de los cruzados por Constantinopla. Discrepancia de objetivos. Reconquista de Nicea. Victoria en Dorilea. Desastrosa travesía del Asia Menor.

    El asedio de Antioquía y la división de los cruzados. Apetito feudal. El fuego griego

    La toma de Antioquía. Retiro del emperador Alejo. Llegada de Karbuga. La sagrada lanza. Derrota inesperada de los turcos

    Por fin la marcha a Jerusalén. La comunicación entre las dos partes del mundo musulmán no fue interrumpida.

    La conquista de la Ciudad Santa. Los estragos del sitio. El desarrollo de Europa por la guerra religiosa.

    Significación de la monarquía en el estado franco de Palestina.

    Inferioridad numérica de los cruzados. Rechazo a la alianza con Bizancio. Castillos y órdenes militares.

    La obra de la dinastía Comnena. Resurgimiento centenario pero superficial del imperio Bizantino

    El ascenso de Occidente. La primera revolución industrial

    Teoría de las dos espadas. La tendencia a la unidad universal

    Segunda parte

    Orígenes Judíos, Helénicos y Cristianos de la teoría del imperio universal

    I. Judaísmo

    II. Helenismo el ideal de la paideia

    Parménides y los Eleáticos

    Heráclito y el devenir

    Heródoto, el padre de la Historia

    Reivindicación de los sofistas

    Tucídides y la repetición de la historia

    Sócrates, antecesor legitivo del Universalismo Cristiano

    Platón, el filósofo rey y el gobierno de los sabios

    Aristóteles

    Demóstenes: un heraldo del pasado. Filipo, el nuncio del futuro. La cultura griega proyectada al Oriente

    La creación del estado para la Nación Panhelénica

    Alejandro o el artífice del Helenismo Universal. El acceso a la conciencia histórica: la humanidad una

    La expansión universal del espíritu y el portentoso avance científico y cultural de la ecumene Alejandrina

    Alejandría, capital cultural de la ecúmene. Cosmopolitismo e intimismo de los estoicos. Estado monárquico universal

    Roma o la deificación del poder pragmático

    La herencia de César, Octavio, jefe de la oligarquía. Antonio y Cleopatra o la síntesis barroca del helenismo.

    La exaltación de la mujer en el helenismo

    En busca de la mística y del ultramundo. Filón de Alejandría, plotino y el neoplatonismo

    El significado universal del Estado Imperial Romano. Absolutismo, centralismo militar y economía estatal. La persecución al cristianismo

    La herencia cristiana la más dinámica de las fuentes del universalismo

    La conversión de los gentiles y la helenización del cristianismo

    Los nuevos conceptos cristianos se establecen en el mundo grecorromano

    Philosophia est ancilla religionis

    La iglesia mundial

    El concilio ecuménico, primera autoridad católica

    El lento nacimiento del papado y la caída del imperio en Roma

    Oriente: la teología. Roma y el Occidente: la disciplina.

    El retiro al desierto

    La ciudad de Dios agustiniana

    Francisco de Vitoria y la separación entre el poder temporal y el espiritual

    Monarquía universal por derecho divino. La toma del Imperio Romano por el cristianismo.

    En adelante, el vínculo que une a la sociedad es la religión

    La consunción del imperio en Occidente. La curia romana colma el vacío

    Tercera parte

    La noción del imperio y sus avatares. El verdadero papel de Bizancio

    La noción del imperio cristiano universal

    Del racionalismo a la postmodernidad y al éscatos

    La teocracia de Justiniano. Unión de religión y soberanía

    Heraclio: recuperación y militarización del Imperio. Rescate de Jerusalén y derrota de Persia

    La avalancha de arena: el Islam

    La disputa por el culto a las imágenes

    Ascenso del papado en Occidente

    El papado como autoridad eclesiástica

    Vicisitudes de la soberanía territorial del papa Romano

    La muralla que da nacimiento a Europa

    Divorcio entre Oriente y Occidente. Aproximación del papado a los francos

    La llamada Donación de Constantino

    El imperialismo papal

    Dos cabezas o dos espadas v.s. papado imperial.

    La reforma de la iglesia romana y el cisma de Oriente.

    El cerco a Bizancio. Lucha entre el poder civil y el eclesiástico

    El papa Gregorio VII, verus imperator.

    Culminación del poder temporal del papado

    Cronología de acciones imperiales del papado.

    Más sobre el poder temporal del Papa.

    Personificación de la iglesia en el papa e infalibilidad del Obispo de Roma.

    Cuarta parte

    El arreglo del cisma y las propuestas de los emperadores comnenos.

    La respuesta de Occidente, golpe definitivo a la catolicidad y a la unidad.

    La orientación fenicia de la cuarta cruzada.

    La invasión latina a Constantinopla obtiene para Venecia la hegemonía plutocrática.

    Malogro de la invasión inicial. Restauración de Isaac II.

    La traición latina y el reparto del imperio. Caída y saqueo de la Nueva Roma. El papel de Venecia.

    El saqueo de la primera ciudad del mundo. El reparto del Imperio. La fijación del cisma.

    Muerte de los tres jefes de la invasión. La nueva legitimidad bizantina.

    El Interregno ilustre y rico de Nicea.

    La reconquista de Constantinopla por sorpresa.

    La metáfora estratégica de Miguel Paleólogo. El concilio de Lyon y el fin del cisma.

    La victoria sobre Occidente desde la retaguardia. Las Vísperas Sicilianas.

    Ruina de las finanzas imperiales.

    Parcelación del poder y separatismo.

    Derrumbe militar y extinción de la marina. Los mercenarios extranjeros.

    La venganza catalana de los Almogavares.

    Influencia religiosa de Constantinopla en el mundo

    El hesicasmo y la mística del espíritu. La teología de la luz

    El triunfo del hesicasmo y el renacimiento espiritual

    La modernidad y la mística. Nietzsche, Carlyle, Bergson, Theilhard de Chardin

    La postmodernidad. El derecho natural y el retorno del espíritu

    Derrumbe político y renacimiento cultural del Imperio Ortodoxo

    Los otomanos entran en Europa

    Extinción del Imperio Romano al cabo de 1500 años

    Omega. Bizancio en el Humanismo y el Renacimiento

    Post Scriptum

    Apéndice

    A Álvaro Mutis, por nuestro común empeño novorromano, y nuestro origen común en Santander.

    Es decir: la exacta koinonía. La concepción mística del Universalismo, sus raíces judías y helénicas y su herencia cristiana.

    Advertencia sobre digresiones y saltos de tiempo y espacio

    En esta obra el lector va a encontrarse con digresiones frecuentes, saltos de época y traslados de atención hacia regiones situadas por fuera de las distintas líneas limítrofes que, en el curso del tiempo, encerraron los territorios subordinados a la jurisdicción del Imperium Romanum Christianum de Constantinopla.

    La verdad es que una historia tan grandiosa y longeva y de tan influyentes proyecciones como la «bizantina» no debe ser examinada mediante un método lineal o de simple cronología, ni puede circunscribirse a un estricto espacio geográfico.

    Por lo demás, la usanza de las digresiones, y no la rigurosa secuencia, tiene unos precursores excelsos nacidos de la misma sangre y en la misma tierra de las que vamos a ocuparnos. Herodoto (485-420 A.C.), llamado el padre de la historia, se valió del método de las digresiones en su obra Los Nueve Libros de la Historia. Lo hizo para «darle variedad a su obra imitando a Homero... y siempre estamos deseosos de más», dijo el retórico Dionisio de Halicarnaso.

    Y como si fuese poco, Aristóteles, en el libro dictado a sus discípulos, «La Constitución de Atenas», adopta la misma técnica de las digresiones y luego se devuelve al tema inicial mediante la llamada «composición en anillo» que «podría verse como un orden ilógico».

    Lo cierto es que las digresiones y el retorno permiten aprehender mejor el proceso general de la historia, lo mismo que los saltos en el tiempo y el paso a otros ámbitos geográficos, los cuales, además, son realizados por el autor de este libro con el ánimo de respetar un criterio de historia integral, como debe serlo la verdadera historia. Porque el hecho histórico es siempre un proceso –el cambio en curso, el devenir– que, superando las necesarias variaciones, nos imprime un sentido de continuidad, nota característica de la vida del hombre desde su aparición.

    El pasado vive en el presente y por lo tanto no está muerto. La continuidad es la actualización del pasado, es la participación del pasado en el presente, es una peculiar coexistencia de estos dos tiempos como podría haber dicho Gadamer. En consecuencia, la historia de verdad (no el simple relato, ni la crónica) debe obedecer a un enfoque sobre tiempos largos de historia universal. El espacio-tiempo histórico es uno realmente.

    La historia es una, sin que la postulación de este concepto de unidad nos lleve a considerar la historia como «un progresivo proceso de emancipación», como un decurso unitario hacia «la realización cada vez más perfecta del hombre ideal», según se esperaba «en la edad de la Ilustración». Entonces se entendía la historia como algo consubstancial con el progreso, algo mejor y siempre ascendente.

    Nosotros, sin embargo, creemos otra cosa: lo mejor de la historia puede hallarse «atrás», así como también podría venir «después». Y desde otro punto de vista, la unidad de la historia tampoco implica una tendencia necesaria hacia la simetría, la «harmonía» y el consenso social como creían los griegos.

    La historia puede seguir siendo una en medio de la diversidad, animada precisamente por el disenso, la diferencia y la asimetría, cuyo conocimiento configura la vía genial de los judíos para aproximarse a la realidad. Según ellos, la realidad verdadera de la raza humana está en la disidencia, en la diferencia, en lo desigual y, por lo mismo, también en la injusticia y el sufrimiento.

    De modo que la historia, para ser tal, debe estar inmergida en la vida y en el tiempo, en el ser que deviene. Debe consistir entonces en una visión de lo esencial. La historia humana, por lo tanto, tiene que ser a la vez filosofía. Es decir: conocimiento y visión integral del Universo.

    La filosofía histórica no puede limitarse a los pedazos, ni a una «acumulación de visiones parciales, como el caso de la ciencia». Porque la historia conduce a la explicación del devenir, pero, a la par, nos plantea una indagación al destino.

    Más que los hechos circunstanciales, lo que debe preocuparnos en cualquier tarea histórica es la trayectoria del espíritu. Un camino de esta naturaleza explica las desviaciones hacia otros temas y los saltos a otra época y a otro espacio geográfico.

    Primera parte

    Nuestra vinculación y nuestra deuda con el Imperio Cristiano de Constantinopla. Su verdadera función histórica

    El Imperio Romano de Constantinopla significa, para las gentes del común, algo sumamente vago y además remoto, por no decir exótico. Sin embargo, esta sociedad grecocristiana es próxima a nosotros: si no en el tiempo, sí es definitivamente próxima a nuestra alma, a nuestra cultura, a nuestra civilización y a nuestra historia.

    Aunque en estos días nos parezca increíble, debemos aceptar que, sin la presencia de esa entidad histórica que ahora se denomina Bizancio, no hubiera existido Europa, ni Cristiandad, ni civilización occidental, ni descubrimiento del Nuevo Mundo, ni –para el caso del autor de esta obra– Hispanoamérica y Colombia.

    Esta mención de Hispanoamérica y Colombia es indispensable, aunque se lea como traída de los cabellos, porque los habitantes de esta parte del mundo que aún reza a Jesucristo y aún habla en español, según dijo Rubén Darío, somos parte de Occidente sin solución de continuidad.

    Así se empeñen en negar este hecho quienes suponen que estas repúblicas hispanoamericanas aparecieron en el mundo a principios del siglo XIX y, por lo mismo, hablan de nuestra pequeña tradición, como hace poco tiempo lo ha hecho el pintor Fernando Botero.

    También existen otros que se sitúan, no tan inocentemente, en un plano parecido de desubicación histórica, cuando insisten en un indigenismo excluidor, con el cual tratan de negar el aporte de Europa, a fin de extender a su arbitrio las influencias mayas, aztecas o quechuas a todo continente y de tratar de unificarlo en torno a unas civilizaciones que jamás pudieron –ni pretendieron a conciencia– unificar la milimétrica diversidad prehispánica en todos los órdenes, ni tampoco colmar las diferencias de pueblos y de etapas de desarrollo que caracterizaban al continente americano antes del arribo de las expediciones castellanas.

    Por lo demás, cabe esperar que con tal indigenismo fuera de órbita no se trate de eludir el hecho de que los pueblos prehispánicos mencionados se hallaban viviendo en unas civilizaciones cuyo nivel de desarrollo era anterior en varios milenios a la Europa del siglo XV.

    De suerte que, querámoslo o no, la acción de la Corona de España desde 1492 hizo que nosotros, americanos de hoy, mantengamos con la civilización occidental de origen cristiano y grecorromano una comunidad radical. La verdad es que nuestra historia comienza con los griegos y con el Antiguo Testamento. Y también por esto se podría decir que es una comunidad de destino en lo universal.

    Ya lo ha proclamado Werner Jaeger: "Esta comunidad existe entre la totalidad de los pueblos occidentales y entre éstos y la Antigüedad clásica". Es una comunidad consciente, no casual, que ha sido constituida y sostenida por medio de unos criterios semejantes respecto a la formación del hombre (paideia) y por un mismo credo.

    Mas, si en el fondo la cultura es la misma y la fuente histórica común, ello se debe a un hecho previo y elemental de orden estratégico: de no haber sido por la valla milenaria que estableció el Imperium Romanum Christianum de Constantinopla, los diversos embates procedentes del Asia habrían sumergido el continente que hoy se llama Europa y habrían llegado hasta el Báltico y el Atlántico.

    El Imperio, cuya sede capital situó Constantino el Grande sobre el Bósforo como punto de encuentro del Asia y Europa, se constituyó desde el siglo IV d.C. en una muralla infranqueable que detuvo primero a los persas, luego a los árabes y por último a los turcos hasta el siglo XV.

    También represó las inundaciones bárbaras que se desbordaban por el norte del mar Caspio y del mar Negro, verdaderas oleadas de escitas, alanos, ávaros, eslavos, varegos, uzos, pechenegos, turcos, tártaros, cumanes y una larga etcétera. De no haber sido por ese dique, las obras, los documentos y hasta los vestigios de la historia clásica habrían desaparecido. Además, la muralla bizantina no sólo detenía y protegía; a su vez transmitía la luz de su cultura y de su credo.

    La Grecia clásica y helenística pasó a ser la base de la cultura árabe por obra de Bizancio. Así como el mismo Renacimiento, que tuvo su esplendor en la Italia del siglo XV y se transmitió luego al resto de Europa, se había iniciado en el Imperio de Constantinopla desde la segunda mitad del siglo XIII. Fue la emigración de sabios y escritores griegos hacia Italia en los últimos años del Imperio el hecho que desencadenó el proceso en Occidente. Bizancio, pues, el dique iluminado.

    Empero, todo este egregio curso histórico de la Nueva Roma ha permanecido obscuro para nosotros o –peor– se ha visto deliberadamente obscurecido y tergiversado por móviles religiosos (eclesiásticos con más propiedad), geográficos y políticos.

    Particularmente fue odioso y desde luego injusto el tratamiento durante los siglos XVIII y XIX. En la época de las Luces, Voltaire y el barón de Montesquieu, por ejemplo, dieron pruebas de gran dureza con la memoria del Imperio cristiano del Oriente. La historia bizantina, para el primero, no es más que un indigno compendio de declamaciones y milagros, mientras que para el segundo es un tejido de revueltas, sediciones y perfidias.

    Y, en el mismo siglo, el gran historiador inglés Edward Gibbon escribe una obra monumental (1776 1778) en siete volúmenes, cuya tesis consiste en afirmar que la decadencia de Constantinopla duró mil años. ¿Es acaso posible que pueda existir una decadencia, es decir, una caída continua de un milenio? Menos aún, si tenemos en cuenta la capacidad casi milagrosa de recuperación periódica de que dio pruebas, como ya lo veremos, el Imperio de la Nueva Roma, unida a su fuerza de irradiación intelectual. Porque Constantinopla desde su fundación se constituyó –literalmente– en un depósito de cultura.

    Pese a todo, el desvío de Occidente –el de romanos y protestantes a la par– contra Constantinopla llegó hasta tal extremo, que le fue cambiada la denominación. Se le llamó Imperio de Bizancio en recuerdo de la extinta colonia griega de tal nombre, establecida a fines del siglo VII a.C. en el mismo lugar donde el emperador Constantino, mil años después, habría de fundar la nueva capital del Imperio Romano con el nombre de Nueva Roma.

    Y la que, al poco tiempo, se conocería como la ciudad de Constantino–Constantinópolis– en homenaje a su fundador. El gentilicio de bizantino jamás fue usado por sus habitantes, quienes siempre se consideraron romanos, en griego Romaioi (rwmaioi) Lo de Bizancio, pues, fue un atropello nominal post mortem.

    Mas, no sólo el nombre del Imperio le fue cambiado, sino que a este nuevo nombre se le endosaron vicios y lacras que con el tiempo se identificaron con él y le traspasaron su significación peyorativa. Traspaso tan habitual que logró incrustarse hasta en los diccionarios de la lengua. Veamos los ejemplos que tenemos a la mano, literalmente.

    En el Diccionario Español de Sinónimos y Antónimos (Aguilar, 1971) encontramos unas identidades que nos dejan por lo menos estupefactos. Bizancio se asimila a decadencia, disputa y palabrería. En la página 163 se pone a "bizantinismo" como sinónimo de "crápula, corrupción, decadencia, depravación; luego, bizantino como leve, insignificante, menudo, pequeño, sin importancia; en la página 315, decadencia es sinónimo de bizantinismo; y, en la 390, discusión equivale a bizantinismo", ¿Qué tal?.

    En el Diccionario ideológico de la Lengua Española, compilado por don Julio Casares, de la Real Academia, en su parte analógica se encuentra esta enunciación: Decadencia: degeneración... deterioro... desgracia... corrupción... bizantinismo. En el Diccionario de la Real Academia Española (1992) leemos en la página 208:

    "bizantinismo, m. Corrupción por lujo en la vida social o por exceso de ornamentación en el arte. //2. Afición a discusiones bizantinas.

    "bizantino, na. (Del lat. Byzantinus.) adj... //3. fig. Dícese de las discusiones baldías, intempestivas o demasiado sutiles".

    Igual significado se atribuye al adjetivo bizantino en el diccionario de María Moliner (Gredos, 1985). Y en el Oxford American Dictionary (1982) hallamos la misma perla:

    "Biz an tine (biz an teen) adj...2 complicated, devious, underhand".

    Fusión de religión e imperio

    Aparte el hecho de haber identificado al Imperio de "Bizancio con la decadencia, también hoy se supone que la vida de los bizantinos" se deslizaba intrascendentemente sobre un magma de disputas y palabrería. Esta creencia es ya un lugar común. Y proviene de la versión que se hizo circular en Occidente, en los inicios de la Edad Moderna, sobre las controversias religiosas de los primeros siglos de nuestra era, cuando se estaba construyendo la estructura de los dogmas del credo cristiano.

    Ni los siglos racionalistas, ni el pragmatismo de la Revolución Industrial, ni el ambiente de materialismo puro que envolvió la aparición del capitalismo y su contrapartida del colectivismo marxista, eran circunstancias propicias para entender una época como la que vivió el mundo a raíz de la declinación del Imperio Romano en Occidente y el avance ecuménico de la nueva religión.

    Porque la organización teórica de la doctrina cristiana y la asunción de su sentido místico ocurrieron sólo en el Oriente helénico y todo ello significó una larga lucha intelectual entre las sectas de pensar diverso (herejías) que duró largo tiempo, como pronto veremos. En efecto, el Imperio Romano, desde el concilio de Nicea (325) y el traslado de la capital al Bósforo, fué una entidad esencialmente religiosa, sin separación alguna entre el poder imperial y la fe. El imperio que creó Constantino se convirtió en una teocracia. Por esto fue que la teología, hasta la última hora, se consideró en Bizancio como asunto de Estado.

    En consecuencia, es equivocado y anticientífico utilizar criterios propios de otras edades de la historia para condenar instituciones y modos de vida que respondían a normas diferentes, quizá más subjetivas y profundas. Así mismo es una liviandad mental el pensar que las cuestiones de palabras no tienen que ver con la substancia de los conceptos y las significaciones.

    La filosofía precisamente se funda en palabras y conceptos. Los fenómenos de las reflexión y la conciencia, exclusivos y característicos del ser humano y que lo diferencian del animal, aparecieron al mismo tiempo que se oyeron las primeras palabras en la vida del cosmos.

    Un ejemplo de esta laya lo da el historiador y filósofo Kautsky (1854-1925) al escribir sobre el tema; y no vacilamos en citarlo, aun cuando hoy se crea que pensadores de este tipo ya están fuera de moda. Así opinó:

    ....Todos los grandes y frecuentes conflictos sangrientos dentro de la cristiandad que tuvieron lugar bajo las banderas de la religión, no fueron más que luchas por simples palabras, y por consiguiente una triste indicación de la estupidez de la raza humana.

    Es cierto que las controversias religiosas de aquella época germinal del cristianismo no versaban sobre conflictos de clase, estructuras económicas, modos de producción y demás condiciones materiales de la sociedad, según lo hubiera deseado el marxista Kautsky.

    Por el contrario, aquellas enconadísimas y prolongadas disputas de una a otra orilla del Mediterráneo, entre Alejandría, Antioquia, Constantinopla y a veces Roma, eran de naturaleza teológica y filosófica, lo cual demuestra que lo más importante para todo el mundo de esa época –pese a Kautsky y demás– era el fenómeno religioso y espiritual. Este constituía la esencia de la vida en el Imperio de Constantinopla. Caídos el norte y el oeste de Europa en poder de los bárbaros, el ámbito de Constantinopla abarcaba desde el Eufrates hasta Gibraltar. Era aquel el escenario de la "palabrería" religiosa hasta el siglo octavo.

    El dique y el desquite hacia el Oriente. Granada y América.

    Ahora regresemos al postulado de que sin Bizancio no habría existido la Cristiandad del Medioevo. Este dique simboliza la función de mayor importancia histórica cumplida por el Imperio de Constantinopla.

    Y no fue un dique de amparo contra un enemigo cualquiera; lo fue contra los mayores y, en última instancia, contra el más preparado militarmente, el islam turco mongólico que, sin el muro bizantino, hubiese avanzado hasta el Atlántico desde el siglo XII. En el siglo XVI, Viena pudo ser salvada con la victoria de Juan Sobieski sobre los turcos, porque el dique cristiano había detenido la invasión turca durante tres siglos.

    Cuando los otomanos llegaron a las puertas de Viena, ya se hallaban desgastados por la lucha centenaria y por sus mismas victorias. Además de que en esa hora tenían en su contra un hecho formidable: el Occidente había ganado el tiempo necesario para efectuar su desarrollo, perfeccionar sus artes y capacidades, crear su riqueza, definir y aquilatar su conciencia nacional y religiosa.

    La pujante Europa del Renacimiento había logrado adquirir la competencia bastante para arrestar a los jenízaros del Gran Turco. Recuérdese que fueron guerreros turcos y no árabes quienes detuvieron y expulsaron a los cruzados europeos en los siglos XII y XIII.

    Sin Bizancio, tampoco existirían los países de América como tales y no habría acontecido el Descubrimiento cuando y como aconteció, y el continente nuevo no se habría poblado como se pobló, ni crecido como creció. Veámoslo.

    La caída de Constantinopla vino a representar la causa primaria de orden psíquico para emprender la nueva cruzada. La predicó el papa Calixto III (1455 1458), natural de Játiva, en Valencia, y Borja de apellido, como el papa Alejandro VI y como su hijo, el famoso César Borgia.

    Aquel papa español, el primero de su apellido, dedicóse a organizar los ejércitos cristianos con una energía sorprendente, pese a que la gota lo tenía inválido. Los monarcas cristianos, sin embargo, sabotearon de hecho la cruzada. Esta apenas obtuvo una pequeña victoria sobre los turcos en Belgrado y se extinguió en seguida. Sin embargo, en las sociedades europeas la conmoción fue intensa.

    La península española ya se había desembarazado del dominio musulmán y sólo quedaba en poder de los moros el "enclave" de Granada. El Rey de Castilla Enrique IV, llamado el Impotente, medio hermano mayor de la futura Reina Isabel la católica, se vio empujado a reiniciar en la propia península la lucha contra el islam en el año de 1456.

    No obstante, la campaña fue interrumpida por causa de insubordinación interna contra el hombre ambiguo que era Enrique IV y contra el grupo de validos de su Corte. Posteriormente ascendió al trono su hermana Isabel Trastámara, bajo cuyo reino se llevó a cabo la unidad española. Fue esta reina, junto con su marido el Rey de Aragón, quien emprendió de nuevo la cruzada contra el reducto moro, a la cabeza de un movimiento religioso y nacional.

    La reconquista de Granada terminó en julio de 1492, y hasta allí, al campamento castellano de Santa Fe frente a las murallas de Granada, había llegado meses antes Cristóbal Colón con su proyecto y las pruebas científicas de que era posible alcanzar el Oriente poniendo la proa hacia el Occidente... porque la tierra era redonda, a pesar de Ptolomeo. En el propio campamento cristiano, la Reina aceptó el proyecto de Colón en busca del Oriente.

    Y fue así, entre una y otra algarada contra los muros islámicos, como el ansia por vengar la violación de Bizancio, frontera oriental del cristianismo, no sólo impelió a Isabel a la conquista de la plaza de Granada, sino a realizar a continuación otro avance –esta vez descomunal– hacia el Oriente. Es decir, un ataque por la espalda a los infieles, una cruzada sorpresiva sobre el combo del mar.

    Era el rescate del paraíso perdido, el verdadero Éscatos de la reconquista española que duraba ocho siglos.

    Esta ansia de culminación en el más allá prestó alas al proyecto colombino, aunque sonaría mejor decir que le dio velas para recibir la brisa que llevaba al Nuevo Mundo. De suerte que el descubrimiento de América, en el mismo año de la reconquista de Granada, vino a ser una especie de hallazgo acaecido en el curso de la ruta. Y que constituyó una cruzada, así hayan existido móviles comerciales en las navegaciones posteriores, lo atestiguan textualmente las Capitulaciones de la reina y Colón y lo confirman todos los documentos consecutivos.

    Inclusive los tardíos, que aún llevan impreso el sello escatológico, como éste de las Ordenanzas de Descubrimiento, Nueva Población y pacificación, dictadas por Felipe II, Rey de España y de las Indias, en 1573, para que se pueda predicar el evangelio pues este es el principal fin para que mandamos hacer los nuevos descubrimientos y poblaciones.

    Después de la reconquista de Granada y del Descubrimiento de América, el ánimo cristiano para detener al Gran Turco continuó en alza. En 1573, por ejemplo, Felipe II de España y el papa vencieron a los mahometanos en la batalla naval de Lepanto. Y fue en esas aguas griegas del golfo de Corinto donde perdió el uso del brazo izquierdo don Miguel de Cervantes, quien por suerte conservó el derecho para poder trazarnos, años más tarde, la Triste Figura de don Quijote.

    Así pues, la verdadera fuerza aglutinante surgía de la lucha contra el islam considerada en sí misma. Aunque se hubiese emprendido inicialmente contra Granada, esta guerra venía a recoger y encauzar todos los pavores, el desconcierto, la reacción defensiva y los anhelos de desquite provocados por la tremenda sacudida que sufrió la Cristiandad en pleno con la caída de Constantinopla el año de 1453.

    El derrumbe final del Imperio Bizantino, aunque esperado, no fue menos conmovedor. A pesar de su decadencia, Bizancio representaba aún ante el Occidente joven, salido hacía pocos siglos de la barbarie nórdica, el grado más excelso de la civilización. Además, constituía el vínculo directo, sin solución de continuidad, con la grandeza grecorromana. Se trataba de un símbolo en el cabal significado del vocablo.

    El mundo eslavo y desde luego los Balcanes habían sido colonizados cultural y religiosamente desde tiempos anteriores por la metrópoli bizantina. Pero desde el siglo doce la fama de Constantinopla inundó también el Occidente europeo.

    Las noticias sobre el refinamiento de la vida, su riqueza, sus placeres, su sabiduría y su excepcional emporio de población urbana, superior al millón en esa época, fueron traídas a Europa por las oleadas de cruzados que, a su paso por la esplendorosa ciudad de Constantino y Justiniano en camino a Oriente para rescatar el Santo Sepulcro –¡Deus Vult!–, se toparon con el mundo clásico grecorromano y quedaron deslumbrados por el lujo y la magnificencia de aquella urbe sin par.

    Ciertamente una ciudad única a la cual las montoneras armadas de Francia, Inglaterra, Borgoña y el Sacro Imperio alemán no tuvieron inconveniente en propinarle el golpe más devastador, cuando decidieron ocuparla y saquearla en 1204, después de haber tomado puerto como aliados en defensa de la fe común. Desde entonces la dejaron con pocas posibilidades de resistir frente al islam, de modo que la obra del Sultán Mahomet II, al horadar con la estupenda artillería turca los muros de la ciudad encantada, no fue más que la conclusión del desastre iniciado dos y medio siglos antes por los cruzados, cuando se apoderaron con crueldad y salvajismo de la primera metrópoli mundial y la sometieron al saqueo más ignominioso.

    Aquello fue algo así como si las Brigadas Rojas o los terroristas palestinos de hoy hubieran instalado su cuartel general en la Biblioteca del Congreso de Washington o los barones de la droga invadido el Palacio del Louvre para convertirlo en su sala de fiestas.

    ¿Cómo pudo acaecer semejante felonía? Los venecianos, por desplazar a sus rivales genoveses del comercio con Constantinopla, fueron los instigadores y los mayores responsables de la invasión, la matanza, y el saqueo. En seguida negociaron el botín y luego llevaron a todo el Occidente las piezas de orfebrería, los iconos, las alhajas, las sedas, los brocados, las pieles, los marfiles y los esmaltes, en fin: toda la magnificencia transportable que quedó después de aquel fenomenal episodio de pillaje.

    Todavía hoy, los cuatro caballos de bronce, que eran las insignias del monumental Hipódromo de Constantinopla, sirven como testigos desvergonzados del saqueo, al frente mismo de la Catedral de San Marcos, en donde fueron puestos por el propio autor de la rapiña, el Dux Enrico Dandolo, increíble comandante de la flota latina, tuerto y nonagenario.

    Pero los cruzados, aparte de feudalizar el Imperio de Oriente e imponer como emperador a uno de los suyos, el conde Balduíno de Flandes, lograron algo más de esa toma traicionera de Constantinopla: conocieron, entre otras cosas sorprendentes, unos utensilios para llevarse la comida a la boca, llamados cubiertos, y aprendieron el uso del tenedor, arte "sofisticado" que les permitió, de regreso a su tierra, dar el máximo tono de distinción a los convites en sus castillos roqueros.

    Iglesia e Imperio: ideas – fuerzas

    Constantinopla, cuando cayó para siempre en 1453, tenía más de mil años de estar a la cabeza del mundo. Había sido fundada el año 330 por Constantino, el primero de los emperadores romanos en convertirse al cristianismo. Fue una ciudad edificada desde un principio para ser la cabeza del Imperio. Por eso se le dió el nombre oficial de Nueva Roma.

    Las razones para su establecimiento no pertenecieron, como podría suponerse a simple vista, al orden estético, protocolario u ornamental. Tuvieron un carácter geopolítico y guerrero, resultante de una reflexión estratégica. El Imperio Romano replegó su sede hacia el Bósforo para afrontar los empujes convergentes –por el noroeste, el norte, el este y el sudeste– de los bárbaros y de la Persia de los Sasánidas. Así logró mantenerse por largo tiempo más.

    Cuando en el siglo V se perdió la parte occidental –las Galias, España, Britania, la propia Roma y la Italia del norte–, Bizancio continuó el Estado y el imperio, y un siglo más tarde, bajo el gran Justiniano, recupera íntegras las riberas del Mediterráneo hasta el Atlántico, toda Italia y buena parte de sus antiguos territorios en oriente y occidente.

    Pero la zona oriental sigue siendo la más rica y la más culta. Época de grandeza, tanto en lo político y militar –recuérdese a Belisario–, como en lo cultural y notablemente en lo jurídico, porque es el derecho romano justiniáneo el que priva en Occidente y traspasa las edades, de modo que se conservan vigentes hasta el día de hoy la mayor parte de sus instituciones. En los siglos noveno y décimo el Imperio de Oriente conoce otra época de apogeo –la última–, primordialmente bajo el reinado de Basilio II (976 1025), y cuyo esplendor inicial coincide con el florecimiento del Califato de Córdoba.

    El Estado cosmopolita instituido por Constantino se desarrolló sobre dos ideas fuerzas: Iglesia e Imperio. Así el Emperador convocó el primer concilio general de la Iglesia en Nicea (325) para establecer la unidad doctrinaria y disciplinaria en el interior del cristianismo. La teoría atribuída a Constantino fue la del imperio cristiano universal, o sea "católico", literalmente. Era la soberanía terrena y espiritual que debía gobernar el mundo conocido.

    El imperio actuaba como el instrumento divino de la doctrina y el Emperador como el delegado de Cristo en la tierra. Constantino el Grande, fundador de la nueva era romana, fue considerado como el décimo tercer apóstol. Entre sus títulos se destacaba el de "igual a los apóstoles", Isapóstolos. Al final de este mismo siglo cuarto el nuevo credo fue elevado a religión oficial del Imperio por el emperador Teodosio, por cierto nacido en España.

    Y de esta fecha en adelante el Imperio Romano, ya instalado en Constantinopla desde el año 330, ordenó la vida social por los dogmas de la teología, y el comportamiento individual quedó regulado por las prácticas de la devoción. Surgieron los monasterios por todas partes –primero en Egipto y en Siria– y el estado monástico se convirtió en el ideal de vida de los mejores.

    Todavía hoy en Rumania, Bulgaria, Serbia, Montenegro y desde luego en Grecia y el Asia Menor se encuentran prendidos de las rocas esos monumentales colegios adoratorios de la fe cristiana. El Monte Athos en Tesalonia fue la montaña santa por excelencia, el de mayor prestigio religioso, seguido por el Olimpo y el Latros en el Asia Menor. Mientras el supremo Pontífice aparecía discretamente en Roma, la ciencia de Dios se forjaba en Bizancio.

    Desde el Concilio de Nicea la mente bizantina se dedicó a la exégesis de las verdades eternas. Se experimentaba una alta temperatura de fermentación religiosa unida a un enérgico deseo de definición doctrinaria. Las disputas teológicas se encendían de una orilla a otra del Mediterráneo, entre las sedes de Alejandría, Jerusalén y Antioquia, y el patriarca de la Nueva Roma o Constantinopla. Este se hallaba situado a una altura igual a la del obispo de Roma, el cual gozaba de la primacía de honor sólo en virtud de ocupar la sede de San Pedro, el primero de los Apóstoles.

    En los siete primeros concilios generales de la Iglesia, celebrados todos en el imperio bizantino hasta el noveno siglo, se logró la definición de la doctrina cristiana tal como hoy se profesa. Pero esa larga época, particularmente en sus primeras centurias, estuvo remecida hasta las más sutiles raíces de la fe por las controversias sobre la naturaleza de Cristo y sobre los misterios de la Encarnación y la Trinidad.

    Tales disputas, enconadas, prolongadas y minuciosísimas, dieron motivo más tarde –cuando además se tornaron inútiles, como aquella relativa al sexo de los ángeles– para que se les colgara el mote de bizantinas.

    De aquellas controversias surgieron las primeras herejías, que estuvieron a punto de dar al traste con la Iglesia de los tiempos originales. Así apareció el arrianismo, cuando el sacerdote alejandrino Arrio negó la divinidad de Jesucristo y apenas admitió en Él la sola naturaleza humana. Para Arrio, abuelo legítimo del Islam, la igualdad entre el Padre y el Hijo era incompatible con el monoteísmo. Esta herejía duró varios siglos, predominó en el ejército imperial y conquistó a muchos jefes de los pueblos bárbaros asimilados por Roma, como los visigodos llegados a España y al sur de las Galias.

    Sin embargo, en el Concilio ecuménico de Constantinopla (385), quedó consagrado el dogma de la perfecta divinidad del Hijo y su identidad de esencia con el padre. Cristo no era Homoi (similar) ousion, sino Homo (la misma) ousion, (de ousía: substancia), la misma esencia, o sea, que la disputa se resumía en una i de más o de menos.

    Definida y condenada la herejía de Arrio, surgió a continuación otra controversia sobre las relaciones y la importancia respectiva del principio divino y del principio humano que se encuentran ambos en Cristo. La sede episcopal de Antioquia propugnaba la yuxtaposición dentro de El de dos naturalezas separadas. Frente a esta concepción racionalista, la poderosa sede de Alejandría llegaba por el camino arcano de la mística a afirmar la existencia del Hombre Dios, en el cual se habían unido la naturaleza divina y la naturaleza humana.

    Y de esta primera posición alejandrina se saltó a otra más radical que vino a representar el otro extremo de Arrio: la herejía monofisita: las dos naturalezas de Cristo, después de la Encarnación habían llegado a constituir una sola naturaleza divina.

    Los cristianos de Egipto y Siria acogieron febrilmente el monofisismo, contra la doctrina de Antioquia de las dos naturalezas separadas, hecha oficial por Nestorio que accedió entonces a la silla de Constantinopla y contó al principio con el apoyo del gobierno imperial. Tanto los nestorianos como los monofisitas fueron superados por el Concilio ecuménico de Calcedonia (451), convocado por el Emperador Marciano, el cual definió el dogma de dos naturalezas perfectas en el Cristo, inseparables pero, al mismo tiempo, inconfundibles la una con la otra.

    Sin embargo, los sirios y los coptos de Egipto se aprovecharon del monofisismo para usarlo como una arma de carácter político contra la tendencia centralizadora de Bizancio. Este particularismo político y cultural de las grandes provincias orientales del Imperio Romano, dirigido en contra de las jerarquías griegas, se fortaleció enormemente con la discrepancia teológica de Alejandría, hasta el punto de que las poblaciones cristianas de Siria y Egipto carecieron de razones espirituales y afectivas, y aún de ganas para defenderse, cuando les cayó encima la torrencial invasión de los árabes del desierto, comenzada en el séptimo siglo de nuestra era.

    Además, porque los árabes de la primera hora, dotados de una energía elemental y salvaje, entrañaron una fatal amenaza contra el imperio de Constantinopla, amenaza muchísimo más peligrosa que la representada por los tradicionales y muy civilizados enemigos persas, quienes, precisamente, acababan de ser vencidos por el Basileus Heraclio y poco tiempo después, ya agotados por Bizancio, cayeron del todo en poder de los árabes (635).

    De suerte que la guerrilla teológica del monofisismo, refinada más adelante por otras relativas a una o dos energías o a una o dos voluntades en Cristo, (como el monotelismo, herejía del siglo séptimo, que aceptaba en Cristo las dos naturalezas divina y humana, pero sólo una voluntad divina), aquella guerrilla teológica, decimos, desarmó a los pueblos cristianos frente al Islam, cuya doctrina puede también considerarse como otra herejía o, mejor, una herejía en la periferia de la comunidad cristiana, otro golpe racionalista como el de Arrio, similar simplificación doctrinaria extendida hacia casi todos los aspectos del credo, en fin: una adaptación elemental de la enseñanza de Cristo que, por contraste con el sutil y sofisticado acervo doctrinario de Bizancio, constituye un modelo cabal de populismo religioso, dotado, por razón de ese carácter, de una rápida capacidad de expansión.

    En efecto: la doctrina de Mahoma –como la cristiana y ambas en oposición al paganismo– propugnaba un Dios único y omnipotente, ángeles y demonios en representación de la lucha entre el Bien y el Mal, la inmortalidad del alma y el castigo o la recompensa después de la muerte. Pero Mahoma negó de plano la Encarnación –Dios no pudo haber encarnado en un hombre– y eliminó la Trinidad.

    Es decir, tachó lo difícil, lo complicado, todo aquello que fuese misterioso u oculto para la mente humana. Por esto mismo rechazó la Eucaristía y el resto de los sacramentos; la misa por lo tanto y, lógicamente, a los hombres vocados para celebrarla, es decir, al clero.

    Casta parasitaria, codiciosa y exclusivista, parecía decir. Vetados los sacramentos, desapareció el matrimonio como tal e hizo fácil el divorcio, o sea, el repudio musulmán de la mujer. Y, desde luego, la poligamia. Insistió lo que pudo en la doctrina cristiana de la igualdad de los hombres, como consecuencia de que el ser humano ha sido creado ad imaginem et simili tudinem Dei.

    Abrió campo a la tesis de la predestinación. El hombre solo no puede cambiar el destino; luego no hay por qué preocuparse del futuro. El destino es tarea de Dios. Mahoma aprovechó con suma agudeza la crisis económica y social y el descenso cíclico en que se hallaba el mundo conocido y proclamó astutamente la abolición de las deudas y de la esclavitud. Condenó la usura. Pidió justicia gratuita y luchó contra los impuestos imperiales y las prácticas corruptas de la burocracia de Bizancio y del carcomido imperio persa.

    Mahoma se abrió así, de par en par, todas las puertas para la conquista sentimental de las masas del Oriente. Cayó Persia la primera, luego Siria y Palestina, con las sedes patriarcales de Antioquia y Jerusalén (638), recuperadas de los persas hacía poco por el Imperio Romano de Bizancio bajo el mando de Heraclio.

    Se entregó Egipto (646), la provincia imperial más rica, y la famosa sede de Alejandría, reducto de la pugna contra la ortodoxia de Constantinopla y Roma. Todas esas pérdidas a manos de los árabes ocurrieron en menos de una generación, bajo la conducta militar del sucesor de Mahoma, el Califa Omar. Y así, pocos años más tarde, aquella restauración iluminada del ámbito imperial romano de Oriente a Occidente y de Asia a Europa y al Africa del norte civilizada y blanca; el Mediterráneo otra vez como mar interior del imperio; la unificación del orbe bajo una sola corona y un solo credo; toda la majestuosa obra cumplida por Justiniano el Grande quedó pisoteada bajo el galope de los caballos árabes, y el cuerpo integral de la civilización grecorromana fue dividido por el alfanje de los guerreros de Mahoma antes de terminar el siglo séptimo.

    Bajo Heraclio, el vencedor de Persia (610 641), se había intentado de nuevo la recuperación del orbe románico en el oriente, tal como había sido conseguida por Justiniano alrededor de todo el Mediterráneo el siglo anterior; pero, al mismo tiempo, se emprendió una helenización acelerada del Imperio. Las ideas filosóficas de Platón y Aristóteles tuvieron la primacía intelectual, dentro de un severo marco de ortodoxia cristiana.

    El latín, lengua oficial de la Corte y el gobierno, fue desplazado por el idioma griego. Del Imperator se pasó al Basileus como título para el soberano, al mismo tiempo que se acentuó la autocracia o absolutismo imperial, herencia de Diocleciano, el antecesor inmediato de Constantino el Grande. Se planteó así la separación paulatina entre el Occidente latino y el Imperio griego, la cual habría de ser irreparable por las agresiones de los cruzados, ocurridas desde fines del duodécimo siglo.

    El cisma entre la iglesia de Roma y la griega

    Lo que comenzó como un alejamiento cultural, se convirtió en controversia religiosa y política. La causa motriz del choque fue la llegada al poder de los iconoclastas o rompeimágenes. La dinastía imperial de los Isáuricos (717 802) prohibió las imágenes en los templos, porque fueron consideradas como una manifestación de idolatría, una adoración pagana a estatuas y cuadros de figuras con aspecto humano, a las que el vulgo, de hecho, atribuía poderes divinos.

    La tendencia iconoclasta arraigó no sólo en la mansión imperial, sino en capas muy extensas del ejército, de modo semejante a lo acaecido con la herejía arriana. Parece que aquella lucha contra las imágenes religiosas obedeció a una tendencia asiática traída a Bizancio por los emperadores de la dinastía Isáurica, cuyo origen se encontraba en el sureste del Asia Menor o en el norte de Siria. Los historiadores aceptan que la tentativa de suprimir del culto religioso las imágenes de Cristo y de los santos pudo provenir en parte de una influencia musulmana y posiblemente judía.

    Cualquiera que haya sido su origen, la posición iconoclasta de la corona bizantina durante el siglo octavo y parte del noveno condujo al anatema por parte del papa de Roma contra el Emperador y el Patriarca de Constantinopla. Además, constituyó la justificación doctrinaria para que el Sumo Pontífice León III, a pesar de poder preverse ya el triunfo definitivo de los partidarios de las imágenes, terminara por desconocer la soberanía ecuménica del imperio situado en Bizancio, pretextando la vacancia transitoria del trono, y la atribuyera al rey de los francos, Carlomagno, a quien coronó como Emperador romano el 25 de diciembre del año 800 en la propia basílica de San Pedro, la antigua.

    Verdad es que, desde el punto de vista político militar, Carlomagno poseía un valor especialísimo, porque había librado el Papado de la opresión de los lombardos invasores, mientras que al emperador legítimo, alejado en una Constantinopla esplendorosa e invulnerable, poco le preocupaba la inseguridad del Vicario de Cristo. Al coronar el papa a Carlomagno como emperador del Sacro Imperio Romano, o sea, con el mismo título que ostentaba el Emperador bizantino, solemnizó la inicial división del orbe católico.

    El título imperial tenía validez ecuménica y, por lo tanto, tenía que ser uno. Había coemperadores y existió en ocasiones división administrativa del Imperio entre Oriente y Occidente, pero la soberanía era una; el Imperio, de un punto cardinal al otro, seguía siendo el mismo, unido, además, por la misma y verdadera Fe. Esta, nada menos, era la idea contenida en la revelación entregada por Dios al pueblo judío: no puede haber sino una sola sociedad puesto que no hay sino un Dios único.

    Después de la coronación de Carlomagno, nada siguió igual. El Occidente, separado ya en la práctica, se independizaba formalmente de Constantinopla en el sentido político. A su turno, la secesión del organismo religioso unitario iría gestándose progresivamente. En manera alguna respecto de los dogmas fundamentales, con la excepción de que Roma postulaba la doble procedencia o procesión del Espíritu Santo (ex patre filioque procedit), mientras que Focio, el gran Patriarca de Constantinopla, al pie de la letra del Concilio de Nicea profesaba que sólo procedía del Padre, siendo el filioque una interpolación latina.

    En fin, el cisma obedeció a un clima recíproco de animadversión y, más que causas de fondo, tuvo pretextos relativos a la organización eclesiástica, al celibato de los sacerdotes y a puntillosas cuestiones de liturgia: que si la transformación eucarística debía celebrase con pan ácimo o con pan fermentado, que si los fieles recibían el Cuerpo y la Sangre de Cristo con el pan y el vino o solamente con el pan, etc.

    Por cierto que la liturgia grecoriental, alcanzó niveles de solemnidad y refinamiento impresionantes. Sus himnos y sus cantos incorporan de manera excelsa la poesía y la música al culto religioso y crean en la asamblea de fieles –dominada desde los dorados mosaicos de la cúpula por la presencia absoluta del Pantocrátor– una sobrehumana tensión de alma que deriva entre nubes de incienso hacia un estado de beatitud celeste. Este cúlmen espiritual y psíquico a que lleva el rito ortodoxo griego es la mejor justificación del culto externo de la Iglesia, que más tarde trató de abolir el calvinismo.

    Desde el siglo décimo comenzó la eliminación del nombre del papa de Roma en las plegarias del Patriarca de Constantinopla. La iglesia que rezaba en griego se erguía cada vez más frente a la iglesia latina. Contaba quizá con mayor número de fieles.

    El Patriarcado de Constantinopla imperaba en todo el Oriente, porque los otros grandes patriarcados de los primeros siglos, Alejandría, Jerusalén y Antioquia, habían quedado bajo el dominio árabe y sus fieles consideraban a Bizancio como faro de doctrina y esperanza de redención. Aunque Antioquia volvió a manos bizantinas en la importante dinastía de Macedonia (867 1056), la preeminencia del Patriarca de Constantinopla ya era indiscutible.

    Es más: en el siglo once dependía de él todo el inmenso mundo eslavo hacia el norte y el este, incluida la Rusia de Kiev, que después trasladó su capital a Moscú. Los prelados misioneros Metodio y Constantino (Cirilo en religión) fueron autores de la cristianización y padres de la cultura eslava. San Cirilo creó el alfabeto que lleva su nombre, el mismo que hoy existe en todas las Rusias y en Serbia, Montenegro, Bulgaria, Eslovaquia, etc. Además, el Quersoneso, en Crimea, luego, rodeando el mar Negro, la iglesia de Armenia hacia el mar Caspio y, en el Occidente, las diócesis de la costa dálmata, el sur de Italia y Sicilia –lo que se llamó la Magna Grecia– también dependían del Patriarca de la metrópoli imperial. Esta fortaleza doctrinaria, geográfica y humana de la Iglesia de Oriente servía de soporte a la animadversión contra Roma –la sede de los latinos execrados desde los tiempos del Patriarca Focio– y no hacía fácil a patriarca alguno el reconocer la supremacía del sucesor de San Pedro.

    Como contrapartida de este emporio de poder religioso, los emperadores de Bizancio vivían interesados, según larga tradición, en mantener a toda costa el universalismo de la organización eclesiástica para poder afirmar parejamente el alcance ecuménico de su jurisdicción imperial. Por lo tanto, favorecieron siempre a la iglesia romana en contra de la propia.

    Este contraste de fuerzas internas en Bizancio permitía conservar la unidad de la Iglesia Católica, aunque fuese en precario. Pero a mediados del siglo XI, los factores subjetivos, como solían decir los marxistas, cambiaron cualitativamente e invirtieron la correlación de fuerzas.

    Esto quiere decir que subieron nuevos actores al escenario e interpretaron los papeles de otra manera. Las sedes religiosas de Roma y Constantinopla fueron ocupadas por personalidades sumamente fuertes. De un lado, el papa León IX y, del otro, el nuevo Patriarca de Constantinopla, Miguel Cerulario.

    El Pontífice de Roma representaba dos tendencias de consuno, una de las cuales iría a acicatear el rompimiento entre los católicos de Occidente y de Oriente. La primera provenía de la escuela parisiense de Cluny, empeñada en la reforma y purificación del clero, a tiempo que propiciaba el primer renacimiento religioso y cultural –no reconocido ni admirado suficientemente, como sí ocurrió con el del siglo XV– después de la cerrazón sobrevenida al Occidente por causa de la invasiones de los bárbaros en los primeros siglos de la Edad Media.

    Como reformador de las costumbres religiosas, el papa León IX fulminó la simonía, o sea, la compraventa de sacramentos e indulgencias y de prebendas y beneficios eclesiásticos, y, además, combatió la falta de castidad del clero. La segunda, más que tendencia, significó un compromiso político que fue determinante de su actuación como primado y no sirvió para salvar la discutida universalidad de la Iglesia de Cristo.

    León Noveno, de nombre Bruno antes de acceder al Pontificado, era germánico, de Alsacia, hijo del conde de Egisheim y emparentado con la casa imperial de Alemania. Fue escogido para ocupar la silla de San Pedro por Enrique III, Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico. El papa León era, por lo tanto, un personero de la tendencia que, desde Carlomagno, había disputado el carácter universal de su título al Emperador romano de Constantinopla.

    Quizá el germánico o carolingio podría ser el imperio cristiano de repuesto, el reemplazo del maduro Imperio Romano bizantino, el cual cumpliría a cabalidad su función de dique hasta verse sumergido, pero, entre tanto, mantendría e irradiaría desde Constantinopla la civilización grecorromana y la defendería de las oleadas de los bárbaros del norte y de los árabes durante el primer milenio, y de las hordas de origen mongólico en toda la primera mitad del segundo. Sin Bizancio, Europa –la civilización de Occidente o la Cristiandad, que son lo mismo– no hubiese alcanzado su sazón y esa teoría maravillosa de naciones –de Viena a Lisboa, de Sevilla a Königsberg, la ciudad de Kant– habría perecido en la cuna, incapaz de resistir el temprano embate de tártaros y turcos.

    De cara al papa reformador y austero, dispuesto a imponer la jerarquía romana, se alzó el Patriarca Miguel Cerulario, un varón ambicioso, resuelto y con experiencia de político aguerrido antes de vestir el hábito del monje.

    Con toda razón, Miguel se sentía el procurador de un acopio imponente de instituciones y valores: del imperio legítimo; de la cultura griega; del cristianismo de los nueve primeros concilios ecuménicos que definieron la doctrina y fueron celebrados todos en el oriente del imperio; del triunfo sobre las grandes herejías; y –el colmo– de la incalculable agregación eslava. El Patriarca bizantino tenía toda una panoplia para defender a ultranza su dignidad autónoma.

    El Pontífice de Roma envió a Constantinopla una embajada con el fin de hacer valer su autoridad. El rector de los legados papales fue el cardenal borgoñón Humberto de Moyenmoutier, obispo de Silva Candida, una especie de primer ministro de la sede romana, cuyo temperamento era muy parecido al del Patriarca, pero aún más rígido y empecinado.

    El Emperador Constantino IX Monómaco, llegado al trono por matrimonio con Teodora, última heredera de la gloriosa dinastía macedónica, se mostró de acuerdo en un principio con la misión del cardenal Humberto, encaminada a someter la sede de Constantinopla a la autoridad pontificia.

    Esta, por lo demás, había sido la política tradicional de los Basileos bizantinos. Humberto, persuadido por esto mismo de tener ya en mano el factor de poder decisorio en esta pugna, como lo era la voluntad inapelable del Autocrátor supremo del Imperio, se precipitó el 16 de julio de 1054 a arrojar sobre la mesa del altar mayor de Haghia Sophia, el máximo templo del mundo, la bula de excomunión contra el Patriarca. Empero, el erudito y elegante Constantino Monómaco era un hombre débil.

    De modo que hurtó el cuerpo a la responsabilidad asumida de apoyar al Papa, en cuanto vió que el Patriarca, además de su actitud resuelta, tenía a su turno el apoyo integral de su propio clero, el de las iglesias de Oriente, entre ellas la de Antioquia y, sobre todo, la presión a su favor del deliberante pueblo de Constantinopla, que de antiguo andaba exasperado contra la Curia latina. De inmediato, Miguel Cerulario, fortalecido aún más por el cambio de la imperial voluntad, reunió el sínodo de la Iglesia de Oriente que no vaciló en proferir anatema y excomunión contra los legados papales y, desde luego, rechazó el primado universal de Roma sobre la Iglesia cristiana.

    Con motivo de la crisis iconoclástica, el Basileus de Constantinopla había perdido la catolicidad política cuando el papa otorgó título imperial a Carlomagno. Dos siglos y medio más tarde, el papa de Roma perdió a su vez la catolicidad religiosa, es decir, su universalidad, por obra del Patriarca de Constantinopla que declaró en 1055 la independencia de su iglesia griega con todas las sedes del Oriente, de Rusia y los Balcanes, del sur de Italia y Sicilia. Este fue probablemente el último gran acto de poder de Bizancio.

    La Belle Époque de Bizancio

    En ese mismo siglo undécimo, bajo el gran Basilio II, el Imperio Romano de Constantinopla experimentó el apogeo final de aquella belle époque que se inició con la derrota de la iconoclastia (845), y de la cual fue protagonista la dinastía macedónica (867 1057), implantada por el primer Basilio, un hijo de campesinos de origen armenio que de palafrenero en la Corte llegó a co emperador, designado por su afectuoso patrono el Emperador legítimo Miguel III, a quien, después de arrebatarle la mujer, dió muerte, a fin de atrapar el poder completo y calzar exclusivamente la púrpura imperial.

    El pináculo logrado durante el mando de Basilio segundo, tataranieto del primero, significó, si se puede simplificar así, el tercer

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