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Tierras Robadas: La Roca del Destino
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Libro electrónico354 páginas5 horas

Tierras Robadas: La Roca del Destino

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En las Tierras Robadas, un continente en el pasado asolado por la guerra, reina una paz milenaria que cada vez es más frágil. En este mundo, el joven elfo Gildor Rageborn apenas sobrevive practicando la repudiada por los suyos profesión de la caza. Desterrado durante su infancia de la familia real por su padre, el rey Xenon, Gildor no conoció más que la rutina de su vida y los sueños de su niñez. Un día es atacado por una extraña criatura del sur del continente, un trol llamado Rokh. El cazador lo apresa y se dispone a viajar con él hacia la capital de su nación, sin saber que está a punto de embarcarse en una aventura que no solo le cambiaría su Destino, sino el del todo el mundo...

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 mar 2015
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    Tierras Robadas - Dimitri "Raeven" Grochikov

    Prólogo

    El principio de un ciclo, es su final.

    Dicen que la tierra ha sido formada por viejos espíritus. Otros afirman que fueron unos Dioses los responsables, mientras los más raros creen que todo se debe a los Titanes.

    A pesar de que nadie lo sabe, hay una cosa que está segura. Lo cierto es que en las actuales Tierras Robadas al principio solo existían elfos, que vivían en paz y armonía con los bosques y la naturaleza.

    Pero llegó un día en el cual un grupo de exploradores élficos volvió a Moonlight, capital de su raza, diciendo que divisó una gran flota con banderas desconocidas acercándose por el este.

    Eran las que posteriormente fueron denominadas «razas inferiores», entre las cuales estaban los humanos, enanos, pielesverdes y pielesazules.

    Pronto todos ellos desembarcaron, y los exploradores llevaron a los representantes de cada pueblo ante el rey élfico.

    Los extranjeros contaron una terrible historia en la que fueron desterrados de sus tierras por unas extrañas criaturas sombrías, una especie de nubes etéreas que salieron de la nada y a la nada se llevaron a sus habitantes.

    Los elfos aceptaron la presencia de todos ellos, e incluso ofrecieron un territorio para cada pueblo. Pero el problema vino cuando resultó ser que los intrusos no podían vivir en paz. Y comenzó una guerra sin fin aparente, la denominada Primera Guerra.

    Los elfos estaban desesperados intentando pararla, pero no encontraban una solución, las razas conquistaban y perdían territorios, construían y destruían ciudades y fortalezas y se esparcían por el continente.

    Así un sabio rey elfo decidió crear un acuerdo, un pergamino mágico que otorgaba un territorio a cada raza, que era propio solo de esa nación, y obligaba a cada pueblo luchar contra la única que se rebelase a las nuevas leyes que garantizarían la paz en las Tierras.

    De este modo los pielesverdes y azules se fueron a Zorgar, una tierra desértica, pero con densas junglas al sur, los enanos y medianos se quedaron con Dol’Amoth, un lugar montañoso al norte, y los humanos fueron a Theregarde, una gran isla al sureste del continente.

    Para que las razas no pudieran guerrear, los elfos se quedaron el territorio central, llamado Kul’Amoth.

    Tras firmar este acuerdo, después llamado Contrato, las tierras que antes eran solo élficas se comenzaron a llamar «Tierras Robadas», para recordar que un tiempo atrás eran propiedad exclusiva de la raza superior.

    Así empezó nuestra historia, aprendiz mío.

    Capítulo 1: El Encuentro

    Gildor corría. Intentaba escapar de una extraña bestia alada, pero la criatura era demasiado rápida. No podía esconderse, estaba en un estrecho túnel helado y el monstruo ya lo alcanzaba. Ya sentía cómo le respiraba en la espalda, y cómo sus garras le destrozaban la carne.

    Y entonces despertó.

    Estaba tumbado en una cama dura y bastante corta para un elfo, jadeando y con el corazón batiendo aún a ritmo de vértigo, como si lo que acababa de ver fuera realidad.

    Se tranquilizó y comenzó a reconocer el lugar donde estaba y qué era lo que tenía que hacer.

    Estaba en la taberna enana de los Dos Ponis Cojos. Viajaba del norte de Dol’Amoth a Moonlight, volviendo de un largo viaje de caza que trajo más problemas que resultados. Aun así, se alegraba de haber conseguido salir con vida y llevaba un pequeño saco con pieles cuya venta le permitiría vivir bien unos meses.

    Se vistió y bajó al comedor. Incluso de madrugada, este estaba lleno de enanos, y demás razas medianas. La mayoría de los huéspedes estaban borrachos. La sala estaba hecha de madera y en el centro había un gran horno de piedra. Un enano estaba divirtiendo a la gente mostrando sus inventos, mientras su ayudante limpiaba ágilmente los bolsillos del público despistado.

    Gildor se dirigía a la puerta de la salida, cuando algo le llamó la atención.

    Tres barbudos enanos, claramente ebrios, estaban sentados en un rincón oscuro y discutían en voz baja pero audible para los finos oídos del elfo. Sus sucios y bastos ropajes eran de colores toscos y apagados, pues poca gente por esos parajes podía permitirse comprar ropa teñida. Aunque no era de la preocupación de estos mineros, granjeros y recolectores.

    —¡Oídme, los elfos se preparan para la guerra! —proclamó el primero.

    —¿Qué clase de guerra? ¡Los elfos son demasiado perezosos! —replicó el segundo.

    —¡Eso creo! ¡No se atreverán a salir de sus amados bosques de Moonlight! —insertó su opinión el tercero.

    —Sabéis perfectamente que un extraño artefacto de gran poder se ubica en el norte, ¡y los elfos no tardarán en descubrirlo!

    —Janus, has bebido demasiado. No hay ningún artefacto en ninguna parte.

    —¡Y yo digo que sí lo hay!

    —¡Calla! —Uno de los enanos miró a Gildor y susurró— hay un elfo allí.

    Los enanos clavaron sus ojos —parcialmente invisibles detrás de las gigantescas y pesadas cejas— en el cazador, que era el representante perfecto de lo que las razas inferiores solían pensar sobre la apariencia del típico elfo. Una piel pálida, con cara de rasgos finos. Sus orejas, puntiagudas, igual que las flechas que tenía en un carcaj tras la espalda. Los ojos de color verde intenso armonizaban en color con la larga y magullada capa. Una camisa blanca de seda, enfundada en pantalones de cuero marrón. En los pies, unas botas de un cuero rojo, aparentemente muy caro, lo cual hacía pensar que el elfo no era un simple plebeyo.

    El extranjero —para los enanos— salió de la taberna.

    La noche era fresca y muy oscura, aunque esto último no le preocupaba nada a Gildor, pues su visión élfica le permitía ver el calor de los cuerpos en la oscuridad.

    Se cubrió la cabeza con la capucha verde y siguió su camino hacia la capital de los elfos. Se había parado en una posada enana cerca del borde de su reino, pero aún tenía que cruzar un largo tramo de montañas hacia el oeste porque en el sur se encontraba el río Werten, de agua helada e imposible de cruzar en esta época del año. Tras esto llegaría a los bosques de Kul’Amoth, su tierra natal. Hacía este viaje tan largo una vez al año porque era la estación de apareamiento de los zorros árticos —el momento oportuno para cazarlos—, y sus pieles eran muy preciadas por los comerciantes de Moonlight. Sin embargo, en esta ocasión la expedición casi le costó la vida a causa de un pequeño desliz que cometió a la hora de la caza. Estaba escondido entre unos arbustos en lo alto de una colina mientras esperaba a que sus presas acudieran al valle que tenía abajo, listo para penetrarlas con sus afiladas flechas. Lamentablemente, estaba tan sumido en su acecho, que no se dio cuenta de que su localización era el paradero más inapropiado que podía elegir pues justo detrás de él había una pequeña cueva habitada por un potente jabalí. El animal estaba aterrado durante un rato, pero luego se armó de valor y decidió abalanzarse sobre el elfo para proteger su hogar. Obviamente, el cazador no se lo esperaba y si no fuera por sus finos reflejos habría muerto allí mismo. Por suerte le dio tiempo a apartarse y su escasa habilidad con las armas de filo no le impidió terminar con la bestia con su daga. Aun así, su fracaso le costó haber alertado a los zorros y haber salido con una cantidad de trofeos mucho menor de la que podría haber sido.

    —Ah, qué diría mi Maestro... —pensó entonces.

    Viajó durante varios días sin dormir y estaba muy cansado. A pesar de ser elfo, también necesitaba descansar de vez en cuando.

    Encontró un prado plano, protegido por grandes pinos por un lado y una roca casi vertical por otro. Los árboles parecieron percatarse de su presencia y se apartaron un poco del intruso, pero Gildor acampó de todas formas, este territorio ya pertenecía a Kul’Amoth, era su tierra natal. Hizo un fuego —pequeño, para no asustar aún más a los árboles— y cazó un conejo. Gildor era un arquero muy hábil y no gastó muchas flechas para matar al escurridizo animal y tras despellejarlo y despojarlo, lo preparó para asar.

    Tras la no muy exuberante cena se acostó sobre el suelo, poniendo su mochila llena de pieles bajo la cabeza y se durmió.

    No pasaron ni un par de horas cuándo se despertó, jadeando de la misma manera que hace unos días en la taberna, pues vio otra vez el mismo sueño.

    —¿Quizás significa algo? —se preguntó Gildor a sí mismo, mientras recogía sus pertenencias y se preparaba para reanudar el viaje.

    Aunque en las Tierras Robadas la magia era un poder muy común y cada ser sensato podía aprender a usarla, Gildor no la practicaba; era un cazador y explorador que confiaba solo en sí mismo y en sus armas, y pocas veces usaba poderes arcanos. Por ese motivo, sus preocupaciones sobre el sueño crecieron aún más.

    Unas semanas después, y tras ver unos cuantos sueños similares, Gildor llegó a la mitad de los bosques de Kul’Amoth. Aquí se sintió seguro por fin, ya que conocía bastante bien la zona.

    Por ese motivo no esperaba ver un pequeño hacha clavarse en el árbol que tenía al lado.

    Gildor giró sobre sí mismo y desenfundó su arco, todo en un solo movimiento. Lo que vio le confundió aún más.

    Un enorme y delgado trol de piel azul clara corría hacia él, con otro hacha preparado para lanzar. Esta vez el hacha tenía como blanco el pecho de Gildor y le habría dado si no fuera porque el hábil elfo se agachó y rodó por el suelo, hasta situarse tras una roca entre dos árboles. Lanzó una flecha, esta se clavó en la pierna del pielazul que estaba corriendo a toda velocidad.

    El trol se tambaleó y cayó al suelo, soltando sus armas arrojadizas.

    Gildor se acercó, apuntando al trol con su arco tensado.

    —¿Quién, por la Roca del Destino, eres? —preguntó el elfo, destensando su arco para no cansarse y poniendo a su enemigo tumbado bajo una flecha que agarraba en un puño.

    —Yo... yo ser explorador. —Con una voz alta y algo ronca, con ciertas dificultades de pronunciación del común, contestó el trol— No matar a mí.

    —¿Que no te mate? ¡Maldita sea, acabas de estar a punto de matarme tú a mí y ahora me pides piedad! Siempre pensaba que el Contrato era un error, y tú eres el mejor ejemplo. Debíamos haberos exterminado a todos, ¡aunque ni siquiera los humanos son tan estúpidos como para atacar al primero que ven!

    La cabeza del trol, con su extraña forma esquelética, se estremeció.

    —Yo pedir perdón. No ver que tú ser elfo. Pensar que tú ser... animal.

    —¿Ahora me dices que tienes problemas de vista? Vamos trol, para ti puedo ser solo un elfo, pero no soy tan estúpido como crees. Te tendré que llevar ante la Guardia élfica, con suerte considerarán esto una incursión por parte de vuestra raza y tú lo pagarás.

    Gildor dejó el arco a un lado, sin apartar la flecha del cuello del incursor trol, y sacó una cuerda de una de las numerosas bolsas de su mochila. Levantó al trol con cierta dificultad, y le ató las manos por detrás.

    —Que sepas que estas cuerdas son mágicas, aunque creo que no me entiendes, «tú no poder escapar». —El elfo se burló de su preso mientras acababa el nudo—. ¿Por qué estás tan tranquilo? Puede que sean tus últimos momentos libres...

    —No elfo, no serlo. Creerme...

    Gildor dejó el nudo para observar mejor a su preso.

    El elfo ha considerado al trol completamente normal, en términos de su especie, pero no lo era.

    En su cinturón el elfo pudo ver una daga curvada y repleta de extraños símbolos grabados en el inidentificable metal del cual estaba hecha, un arma muy extravagante para los pielesazules, además de un par de bolsas selladas. Al lado, enfundados en unos agarres especiales de cuero negro, vio unos tubos de ensayo y probetas de cristal, vacíos y que, a pesar de que el elfo no sabía mucho sobre alquimia, parecían haber sido usados varias veces para preparar algo que no podía ser un simple brebaje cotidiano.

    —¿Qué llevas en esas bolsas? —preguntó retóricamente, pues pensaba que el trol se callaría la respuesta

    —Hierbas. —Contestó este sin dudar—. Ser alquimista.

    —Hace unos momentos decías que eras explorador... —comentó Gildor en voz baja.

    —Ser ambas cosas. —El trol estaba sumamente tranquilo, lo cual ponía aún más nervioso a Gildor.

    —¿Y cómo sé que no mientes al decir que tienes hierbas ahí? Aunque tengas lo que tengas, eso ya no te ayudará. Te llevaré ante la Guardia Real y ellos decidirán tu futuro. Tendrás suerte si nuestro carcelero no te tortura antes de tu ejecución. —Dejando de observar el cinturón, que parecía una armadura por las numerosas cosas que tenía colgado, Gildor comenzó a inspeccionar el resto de la indumentaria del alquimista.

    El trol vestía una falda de tela roja que vio tiempos mejores. Ahora parecían harapos más que una ropa decente. Tenía un portahachas en la espalda, hecho de madera rudimentaria.

    No llevaba nada que le cubriera los pies. Gildor comentó para sí mismo que si el pielazul de verdad era alquimista, debía de ser un exiliado. Si no, no se explicaba qué hacía en estas tierras y con esas ropas, los suyos no solían aventurarse tan al norte. Se preguntaba si la criatura tendría frío, estando semidesnuda y habiéndose acostumbrado al cálido clima de Zorgar. Pero luego pensó que con ese aspecto rocoso que tenían los trols, probablemente ni sentirían la temperatura.

    —Bien, no podemos perder más tiempo. Debemos partir a la capital, el Astro ya casi bajó. Aún no hemos cruzado ni la mitad del bosque de Kul’Amoth, y hasta que no lo hagamos no podremos estar seguros de que no nos toparemos con otra bestia, —Gildor sonrió— pero si tenemos la mala suerte, al menos podré escapar yo tirándote a ella.

    Llegaron a las afueras del territorio protegido por los guardabosques élficos, delimitado por el gran río Sunrise, en solo unos días. Todo debido a que Gildor no dejaba dar un respiro a su cautivo. Una noche el elfo decidió dejarle descansar al fin, antes de presentarlo ante la Guardia, pues no quería que creyeran que maltrataba al preso político. El pielazul lo entendía, pero no podía, ni quería hacer nada. Para él este descanso tan anhelado era una posibilidad de reponer fuerzas antes del viaje que pretendía empezar después de que los elfos lo soltaran.

    Acamparon cerca de una cueva que Gildor conocía perfectamente, pues pasó su infancia jugando con amigos, la mayoría de los cuales murieron de mano de las bestias forestales, en estas tierras. El elfo decidió dejar descansar a los árboles y no encender un fuego, de todos modos estos bosques estaban protegidos por los montaraces élficos, los únicos que aún rendían honores a la diosa Naturaleza y los bosques de Kul’Amoth. Eran pocos, y por eso no podían ocuparse de todas las regiones del inmenso bosque, pero Gildor ya vio varios pares de ojos observándolos desde las sombras.

    El cazador dejó al trol preparar su propia cama, —y consideraba un acto de gran bondad el hacerlo— aunque a este le bastaba poner varias piedras bajo la cabeza para dormir bien. Gildor no se extrañó, pues oyó varias historias sobre lo que los pielesazules contaban de su procedencia. Decían que aparecieron de las piedras, de ahí su aspecto cuadrado. El elfo lo dudaba, pues pensaba que todas las razas inferiores eran unos bárbaros, no dignos de ocupar unas tierras que en el pasado eran completa propiedad de los elfos.

    Pero Gildor sabía que sería imposible expulsar a todos los extranjeros, ya que durante el millar de años que vivían en las Tierras Robadas tuvieron ocasión de consolidarse en sus capitales. Los humanos de Theregarde, además de numerosas ciudades repartidas por toda la homónima isla, construyeron una inmensa e impresionante —para su raza— estructura alrededor de una montaña entera. Les servía como protección contra cualquier tipo de ataque en los años de la Guerra, aunque tras esta los hombres, en señal de paz, decidieron derribar los muros de la ciudad. Era un caso único, pues los enanos de Stonefort nunca han destruido ni siquiera la más pequeña de sus estructuras. Para ellos cada edificio era una obra de arte arquitectónico de valor incalculable.

    Sin embargo, algunas de las razas no pasaron la Guerra encerrados tras las murallas de sus ciudades. Los pielesverdes nunca fueron aniquilados, a pesar de ser inferiores en número respecto a los humanos. Su ciudad capital, Zondar, era un gigante campamento móvil, compuesto en su integridad por tiendas de campaña. Cada semana la ciudad cambiaba su posición, aunque tras el Contrato la ciudad de los pielesverdes se movía cada vez menos, hasta que un año no cambiaron su ubicación jamás. Desde esa época, Zondar permanecía inmóvil entre dos montañas de rocarcilla, aun así la mayoría de sus ocupantes seguían viviendo en sus viejas tiendas de campaña. Los pielesazules, que se llamaban a sí mismos trols, preferían quedarse en sus selvas salvajes del sur del continente. Muy pocas veces fueron vistos en guerra, aunque algunos de ellos se hicieron mercenarios y pasaron a ser famosos héroes para aquellos con quienes trabajaron.

    Los elfos, por su parte, siempre luchaban por la paz, aunque cada nuevo rey se alejaba más y más de su camino inicial, hasta que un año simplemente dejaron de creer en el matrimonio divino entre el Astro Destino y la Luna Naturaleza, convirtiéndose en seres fríos e insensibles, pero aumentando su potencial militar y mejorando su técnica bélica. Poco tiempo pasó hasta que se formó una hermandad de Guardabosques y Montaraces que decidieron seguir sirviendo a sus Tierras, en vez de los cada vez más corruptos reyes que se sustituían unos a otros a un ritmo veloz, siendo a menudo asesinados durante sus campañas pacificadoras.

    Gildor se despertó en sudor frío. Otra vez el mismo sueño, que cada día duraba unos instantes más. Ahora, al escapar de la bestia garruda, se escondía tras una gran roca. Justo en el instante que pensaba que iba a morir, sonaba una risa de hombre que creaba un largo eco y le ponía los pelos de punta, y se despertaba.

    El elfo pensaba que todo esto tenía su sentido y parecía una novela de aventuras donde cada sueño leía una página nueva, aunque esta fuera muy corta y siempre le dejaba con ganas de más. Recordó aquellos libros que le traía su Maestro cuando era un crío, y que tenían un efecto similar en él.

    Se levantó, y cuando comenzó la ruta hacia el arroyo de agua fría, notó que su prisionero estaba despierto, sentado y mirándole.

    —¿Malos sueños tú tener? —preguntó con una voz que parecía sonar de otro mundo.

    —Nada interesante. —Le cortó Gildor—. Al menos para ti.

    —Mi gente pensar que malos sueños sueñan malas personas.

    —Sí, y que son predicciones del futuro —replicó el elfo, con sarcasmo.

    —Tú reírte de nuestra gente. Tú estar equivocado al creernos incapaces de pensar. Nosotros saber no menos que tú.

    La última afirmación del trol hizo a Gildor recordar que el pielazul era su prisionero y que debía llevarlo ante la Guardia. Esto le volvió al humor de los días pasados.

    —Calla, tú no sabes nada de nuestra gente. Y ahora, sigamos el camino, «alquimista» —gruñó el elfo, destacando la última palabra.

    No tardaron mucho en subir la colina en los pies de la cual se encontraba la caverna, y cuando llegaron a la cima, un fantástico panorama se abrió ante ellos.

    La ciudad de Moonlight, en todo su esplendor, estaba bajo sus pies.

    Construida muchas edades, la capital de los elfos rodeaba un Árbol Milenario, uno de los pocos que quedaban en las Tierras Robadas. El Árbol, como su nombre indicaba, tenía miles de años, pero también miles de metros de altura.

    En las épocas de su construcción, los arquitectos crearon una ciudad que convivía completamente con la Madre Naturaleza y su encarnación arbórea, y servía como hogar a muchas vidas.

    Tras la Guerra, sin embargo, los reyes élficos destruían la armonía cada vez más. Uno de los monarcas construyó una gigantesca muralla de piedra alrededor de toda la ciudad, para proteger a los ciudadanos durante la Guerra. Otro de una época posterior al Contrato, mandó crear estructuras hechas plenamente de piedras y metales preciados, para que los comerciantes tuvieran unos lugares más lujosos en los cuales ejercer su oficio, y crear enormes riquezas para la ciudad.

    Gildor odiaba a su gente tal y como eran ahora. Nunca se animó a unirse a los Guardabosques, al menos no oficialmente, pero compartía su visión del mundo. Tras la llegada de los bárbaros, los elfos cada vez degradaban más. Ahora eran como los humanos, pero vivían cientos —si no miles— de años.

    Tardaron una hora en bajar la colina y llegar a la entrada sureste de la ciudad. Gildor saludó a los guardias —quienes miraron con asco y desprecio al pielazul— y entró por la puerta, que desde el Contrato no volvió a cerrarse.

    En los últimos años la ciudad creció mucho. Quizás gracias a la nueva orden de Xenon, el actual rey élfico, de permitir la venta de edificios a los que no nacieron en la ciudad. Muchos no estaban de acuerdo con este acto, pero no podían hacer nada. El rey era un perfecto ejemplo de los elfos modernos, quienes no solo pensaban que las razas inferiores tenían derecho a vivir en todas las Tierras Robadas, sino también intentaban sacar cualquier provecho de los representantes de las mismas. La recién descubierta para los elfos profesión de comerciante traía mucho oro a la gente que la practicaba, y cada vez más elfos se «modernizaban». Solo la minoría —Gildor estaba entre ellos— pensaban lo contrario y creían que la forma de vida que llevaban durante miles de años no debía ser cambiada.

    Ahora, millares de seres de distintas razas se instalaron en la ciudad, y Gildor tuvo bastantes dificultades para llevar a su prisionero a través de la multitud hacia la entrada del Árbol, donde se encontraba el palacio real y las mazmorras, entre otros muchos edificios.

    —¡Alto! —gritó uno de los Guardias Reales al observar que el elfo, llevando al trol detrás, se dirigía a la entrada. Pero cuando este se acercó y su rostro se hizo visible, se relajó—. Ah, eres tú Gildor. Llevo semanas sin verte por aquí. ¿Qué llevas ahí? —señaló al trol.

    —Tengo que llevar a este prisionero a las mazmorras. Quizás Zakren trate de sacar un protocolo de invasión por parte de su raza, y si no, puede que haya alguna recompensa por traer a un espía potencial. —El elfo sabía que no ganaría nada por entregar a su preso, pero decirlo delante suya le animaba de una manera que no podía explicar.

    —Déjanoslo a nosotros, el alcaide no está de humor hoy y probablemente se desahogue con él. Estoy cansadísimo de estar plantado aquí como el árbol que protejo. Quizás ver cómo Zakren se divierte con nuestro invitado me despeje un poco. —El guardia sonrió maliciosamente, estirando una horrible cicatriz que tenía sobre los labios.

    —Como desees. —Gildor le devolvió la sonrisa—. Divertíos.

    Sin embargo no quedó ni rastro de su felicidad al ver como el trol, al pasar al lado suya y adentrarse en la oscuridad del Árbol, también sonreía.

    Capítulo 2: La Búsqueda

    Gildor tardó un buen rato en llegar a su hogar, puesto que residía en uno de los barrios más alejados del palacio, al norte de la ciudad. Su pequeña choza de madera se encontraba entre otras tantas que estaban justo en el lado opuesto a la puerta de Moonlight. Allí rara vez pasaban extranjeros, por lo cual el comercio no prosperaba. Al igual que Gildor, la mayoría de su vecindario se dedicaba a la producción, recolección o artesanía. La vida no le iba muy bien tras la desaparición de su Maestro, pero conseguía sobrevivir vendiendo en el mercado local. En ocasiones se aventuraba lejos de la ciudad para poder conseguir algún material raro, aunque sabía que en realidad lo hacía para poder escapar. Desde pequeño le encantaban las aventuras, eran su pasión y ocupaban toda su mente.

    —Algún día te esperan grandes hazañas, hijo. —Decía su Maestro—. Serás conocido en todo el mundo, y tú serás el protagonista de libros de aventuras.

    —¿Cómo Sirion? —Al muchachito siempre le brillaban llamas de emoción al tratar el tema de su héroe favorito.

    Su Maestro reía, le contestaba que sí y seguía haciendo lo que fuera que hiciese en aquel momento. Gildor no recordaba otra vida que no fuera la que tuvo a su lado, ni conocía otro nombre para la persona que le acogió que no fuera «Maestro». Pasó toda su infancia cerca suya, aprendiendo técnicas de caza, mejorando su habilidad con el arco y leyendo incontables libros. Fortalecía su cuerpo y mente bajo la tutela del Maestro. Y luego este simplemente desapareció.

    Un día el joven elfo volvió a su hogar con un ciervo recién cazado, y descubrió la hoguera tan vacía como su propio corazón al entender que estaba solo. Lloró durante semanas, pero el hambre le hizo volver a la realidad y en apenas unos meses consiguió recuperarse.

    Pasó de una juventud llena de alegría e imaginaciones a una madurez repleta de caza y trabajo en muy poco tiempo, y eso hizo que ahora recordar a su Maestro no le hiciera daño alguno. Tan solo eran memorias. No era nostalgia, no era tristeza.

    Entró en su choza y dejó su mochila en una mesa. El diminuto pero acogedor edificio se lo hizo aún más cuando el cazador encendió la hoguera. Las dulces llamas iluminaron su habitáculo, creando unas sombras bailantes en los numerosos objetos que había en la sala. El hogar consistía en tan solo tres habitaciones, un pequeño dormitorio, una sala de baños y el salón en el cual ahora estaba el elfo. Este tenía varias mesas, una para comer, otra para trabajar con las presas y una tercera para dejar los trastos. El techo estaba lleno de ganchos de los cuales colgaban todo tipo de instrumentos, artilugios y trofeos. En la parte trasera de la habitación, la ahora encendida hoguera, con montones de leña a cada lado de la misma.

    Aún de niño el Maestro llevó a Gildor a una de las pocas brechas que se han ido formando en el muro, que se encontraba a una distancia insignificante de su barrio. A través de ella él y su pupilo podían acceder al montañoso norte de Moonlight. Allí obtenían todo lo necesario, y allí es donde solía cazar el elfo desde entonces. Por suerte la caza no era una de las profesiones más frecuentes en los de su especie, así que siempre había presas suficientes, y siempre había clientes —sobre todo se trataba de extranjeros habituados a la carne—. Las pieles y huesos los vendía a hábiles artesanos, que creaban ropa, armas y distintos tipos de baratijas con ellas y las vendían a esos mismos extranjeros. Su sucia tarea y su árido carácter no le hacían tener muchos amigos, pero en tantos años se implementó perfectamente en el sistema. Sus vecinos requerían de sus servicios, y él de los suyos.

    Se quitó la ropa de viaje y se tumbó un rato en la cama. No se dio cuenta de ello, pero poco a poco el sueño le venció.

    Se despertó en un lugar que conocía demasiado bien para no haber estado nunca allí. Pero lo peor era que sabía qué era lo que iba a pasar y aun así no pudo hacer nada para evitar las afiladas garras de la bestia alada que le perseguía. Esta vez sintió el dolor que le causaban al clavarse en su cuerpo, una intensa agonía acompañada de la misma risa maníaca que le perseguía cada vez que conciliaba el sueño.

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