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El Godungava
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Libro electrónico259 páginas3 horas

El Godungava

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Información de este libro electrónico

Durante el día, Seidus es un simple herrero. Por la noche, sin embargo, se convierte en el héroe de un mundo que sólo existe en su cabeza. Infelizmente, las nuevas ideas que llegan a la aislada aldea donde vive son escasas, y su mundo interior se ha tornado repetitivo y aburrido. Acompañado por Iriáris, una amiga de infancia, se marcha en busca de nuevas ideas, pero pronto se ve envuelto en una peligrosa búsqueda por un artefacto ancestral que puede salvar a su nación de la invasión de un enemigo poderoso: el Godungava.
Al seguir las pistas que conducen al artefacto, Seidus, Iriáris y sus nuevos compañeros se ven obligados a visitar algunos de los sitios más peligrosos en la Teocracia de Charglassume, y a enfrentar no muertos, kappas, veloryans, hidras e incluso dragones, al mismo tiempo que intentan evitar que sus rivales alcancen su premio antes de ellos.
Lleno de aventura, lugares y seres fantásticos, magia y batallas, este es un libro ideal para cualquier amante de fantasía épica y espada y hechicería.

IdiomaEspañol
EditorialJoel Puga
Fecha de lanzamiento18 ago 2018
ISBN9780463028001
El Godungava
Autor

Joel Puga

Joel Puga nasceu na cidade portuguesa de Viana do Castelo em 1983. Entrou em contacto muito cedo com a fantasia e a ficção científica, principalmente graças a séries e filmes dobrados transmitidos por canais espanhóis. Assim que aprendeu a ler, enveredou pela literatura de género, começando a aventura com os livros de Júlio Verne. Foi nesta altura que produziu as suas primeiras histórias, geralmente passadas nos universos de outros autores, cuja leitura estava reservada a familiares e amigos.Em 2001, mudou-se para Braga para prosseguir os estudos, altura em que decidiu que a sua escrita devia ser mais do que um hobby privado. Isso valeu-lhe a publicação em várias antologias e fanzines portuguesas abordando diversos sub-géneros da ficção especulativa.Vive, hoje, em Braga, onde divide o seu tempo entre o emprego como engenheiro informático, a escrita e a leitura.Joel Puga was born in the Portuguese city of Viana do Castelo in 1983. Since an early age, he has been in contact with fantasy and science fiction, mainly thanks to dubbed films and TV shows transmitted by Spanish channels. As soon as he learned how to read, he got into genre literature; starting his adventure with Julio Verne’s books. It was during this time that he produced his first stories, generally using other author's universes as a backdrop, the reading of which was reserved to family and friends.In 2001, he moved to Braga to follow his studies, a time in which he decided his writings should be more than a private hobby. This granted him several publications in Portuguese anthologies and fanzines of various sub-genres of speculative fiction.Today, he lives in Braga, where he divides his time between his job as a computer engineer, as well as writing and reading.Joel Puga nació en la ciudad portuguesa de Viana do Castelo, en el año 1983. Desde muy temprana edad, mostró interés por la fantasía y la ciencia ficción sobre todo gracias al doblaje de películas y programas de televisión para canales españoles. Tan pronto como aprendió a leer, se sintió atraído por la literatura de género, iniciando esta fascinante aventura gracias a los libros de Julio Verne. Durante ese período, produjo sus primeras historias, las cuales, por lo general, estaban inspiradas en el universo de otros autores. La lectura de sus primeras obras quedaba reservada a familiares y amigos.En 2001, se trasladó a Braga para continuar con sus estudios. En esa época, decidió que sus escritos deberían ser algo más que un pasatiempo privado. Como consecuencia de esta decisión, publicó varias obras en antologías portuguesas y revistas de varios sub-géneros destinadas a fans (fanzines) de la ficción especulativa.En la actualidad reside en Braga, donde divide su tiempo entre su trabajo como ingeniero informático, y su pasión por la escritura y la lectura.

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    El Godungava - Joel Puga

    PRÓLOGO

    Seidus corrió por una estrecha caverna de granito, su largo pelo castaño volando caótico detrás de él. La salida ya estaba a la vista, y él pronto la alcanzó, encontrando una enorme cámara iluminada débilmente por la luz del Sol que entraba por unas aberturas en el techo. Rocas de diversos tamaños interrumpían el aparentemente plano suelo, algunas amontonadas en pilas contra las paredes rugosas, pero Seidus ni reparó en la geología del lugar, ya que toda su atención estaba concentrada en algo más importante. En la pared opuesta, engrillada por los tobillos y muñecas, unos ocho metros sobre el suelo, se encontraba Iriáris, su enamorada. Ella no dijo nada al verlo, pera él sabía que eso se debía solamente a su orgullo y podía imaginar el miedo en sus ojos marrones, ocultados por la penumbra.

    Al lado de Iriáris, un dragón con unos diez metros de altura cubierto por escamas rojas se dio cuenta de la presencia de Seidus y volvió su enorme cabeza achatada y larga en dirección a la exigua entrada.

    – ¿Qué quieres de aquí, humano? – dijo la criatura con una voz profunda y amenazante que dañaba los oídos.

    – Libérala o muere – desafió Seidus, seguro de sí mismo.

    El dragón se rio profundamente frente a la aparentemente vana amenaza, y el humano sacó de su espada, comenzando a correr en la dirección de su gigantesco enemigo. Este llenó el pecho de aire y...

    – ¡Seidus, levántate, y ve para el taller! – le gritó su madre. – ¡Torlérus ya pasó!

    Como en casi todos los días de sus treinta y un años de vida, su madre interrumpió su imaginación. Y, como siempre, él decidió continuar en la noche siguiente, tras acostarse. Después de todo, no había razón para tener prisa. Ya había imaginado luchas contra dragones más veces de las que podía recordar.

    Seidus apartó la piel de oso que le cubrió durante toda la noche, se levantó rápidamente y corrió hacia su capa, hecha del mismo material, en la cual se envolvió. Incluso ya siendo Primavera, el frío aún era mucho en las Montañas Pioneras. Después, cruzó la única habitación de la casa hasta la mesa de madera de pino en su centro para coger un pedazo de pan, por el camino mirando hacia la cama de su padre. Como esperaba, este ya había salido para poner trampas para los osos.

    Retrasado para trabajar, Seidus decidió comer por el camino y dejó inmediatamente la casa. Entonces, recorrió las calles de tierra de Surne, flanqueadas por casas hechas de piedras amontonadas con techos de paja, similares a la suya. El camino que tomó lo llevó hasta cerca de la valla de madera que separaba la aldea del abismo, ya que esta se situaba en la cima de una pequeña meseta.

    Mientras caminaba, Seidus miró hacia el valle más abajo y vio flores de todos los colores del arco iris abrirse cuando la cálida luz del Sol, que acechaba aun tímidamente por encima de los picos de las montañas al este, las alcanzaba. Una visión hermosa, tenía que admitirlo, pero no se comparaba a aquellas que pasaban por su mente todas las noches.

    Seidus volvió su atención de nuevo hacia la calle y vio que su jefe ya lo esperaba junto a la puerta del taller.

    – Buen amanecer, Seidus – dijo el afable Torlérus, uno de los pocos elfos que habitaban en el pueblo. – Vamos a trabajar que hoy tenemos mucho que hacer y ya estamos atrasados. Prepárate para salir después del anochecer.

    – Buen amanecer – respondió Seidus, después de tragar el último bocado de pan.

    Por lo que Torlérus había dicho, iba a ser un duro día de trabajo, pero no importaba. Su jefe no era demasiado exigente y, afortunadamente, sus funciones no requerían demasiada concentración, lo que le liberaba la mente para otros pensamientos.

    Al entrar en el pequeño edificio, Seidus ató su largo pelo marrón con una cinta de cuero para que no le estorbase mientras trabajaba. A continuación, fue a la banca de las herramientas y cogió una turquesa que utilizó para quitar una barra de hierro de una caja de madera. La calentó en la fragua y la llevó hasta su yunque, donde cogió un martillo y empezó el demorado proceso que la transformaría en un cuchillo largo. Cuando los golpes de su mazo comenzaron a caer a un ritmo regular, dejó su mente desviarse hacia la aventura que continuaría esa noche. ¿Qué iba a hacer para escapar de las llamas del dragón? ¿Tirarse detrás de una de las rocas de la caverna? ¿Alguien iba a aparecer para ayudarle? ¿O iba simplemente conseguir evitarlo?

    Al medio del día, los dos herreros hicieron una pequeña pausa para ir a casa a comer algo. Mientras caminaba, Seidus luchaba con un pensamiento que lo molestaba hacía ya algún tiempo. Esa vez, lo que lo provocó fue el hecho de que, a pesar de haber intentado toda la mañana, no había podido decidir cómo continuar su aventura imaginaria actual. Todas las ideas que se le habían ocurrido ya las había utilizado varias veces, pero él quería algo diferente. Su inspiración provenía de los libros guardados por el sacerdote de la aldea, el cual le había enseñado a leer, y las historias que contaban los viajeros. Por desgracia, ambos eran escasos y ya no estimulaban su imaginación con algo nuevo desde hace varios años.

    Absorto en estos pensamientos, Seidus entró en su casa y se sentó a la mesa para comer. Intentó expulsarlos de su mente, pero se volvía cada vez más difícil, y sólo lo consiguió cuando regresó al trabajo. Allí, hipnotizado por la cadencia del mazo, volvió a perderse en las cuestiones que le habían ocupado la mañana.

    Cuando Seidus finalmente dejó el taller, ya el Sol se había puesto detrás de las montañas al oeste.

    – Seidus – llamó Iriáris, junto a la pared exterior del edificio. – Pensaba que no ibas a salir hoy.

    Amiga de Seidus desde infancia, ella iba muchas veces a buscarlo después del trabajo para ir a pasear.

    – Tenemos mucho trabajo – dijo el herrero.

    – ¿Vamos a nuestro sitio? – preguntó ella.

    – Está bien.

    Los dos amigos comenzaron a caminar de lado a lado, como siempre contando el uno al otro los eventos del día. Herrero no era una profesión muy agitada, luego, Iriáris, una cazadora que recorría diariamente los bosques alrededor de la aldea, normalmente hablaba más, y esa noche no fue excepción. A veces, la mente de Seidus divergía, y ella se daba cuenta de ello por las respuestas cortas que comenzaba a recibir, pero no le importaba. Al cabo de más de veinte y cinco años, ya estaba acostumbrada. Por alguna razón, la presencia del herrero siempre había sido suficiente para ella.

    Los dos atravesaron Surne y salieron por la única puerta, recorriendo, después, el paso estrecho y flanqueado por precipicios que unía la pequeña meseta a la montaña más próxima. Subieron por el medio del bosque durante algún tiempo, hasta que llegaron a una parte de la ladera desprovista de árboles y de donde podían ver las luces del pueblo y el valle bajo él iluminado por la luna llena, que ya se mostraba en todo su esplendor. Los dos amigos se sentaron lado a lado en una roca que estaba casi en el centro del claro.

    – ¿Has visto el valle durante el día? – preguntó la cazadora.

    – Sí.

    Solo mirar a Iriáris hacía surgir en la cabeza de Seidus una imagen de ellos besándose, una imagen que pasaba por su mente varias veces cuando estaba con ella y, a veces, incluso cuando no estaba.

    – Ya se ven flores. Antes de que lo notes estaremos en el verano – dijo ella.

    – Es verdad.

    Sin embargo, como todo en su imaginación, las imágenes en las que besaba Iriáris eran siempre las mismas, siempre en los mismos sitios. Y eran siempre con la misma persona porque ninguna otra mujer en el pueblo le atención.

    Después de unos momentos de silencio, ella se acercó a él hasta que sus cuerpos se tocaron.

    – ¿Sabes algo?, me gusta estar contigo – dijo la cazadora.

    No era la primera vez que lo decía, pero él nunca parecía escucharlo. ¿Tendría más suerte esta vez?

    Su imaginación era limitada por sus experiencias de vida en Surne, de donde nunca había salido, y por la poca información sobre el resto del mundo a la que tenía acceso.

    Él no le respondió, ni siquiera reaccionó. Ella ya estaba más que acostumbrada. Seguro que ni siquiera la había escuchado. Aun así, Iriáris continuó. Sería, por lo menos, una experiencia catártica que la iba a ayudar a dormir esa noche.

    – Y siempre me has parecido muy apuesto.

    Por mucho que él quisiera creer que su mente era libre, sentía que aquella aldea lo ataba con grilletes de acero.

    – Eres la única persona con la que me siento bien.

    – ¡Tengo que salir de Surne! – dijo Seidus, levantándose de repente.

    Iriáris lo miró, asustada. ¿La habría oído esta vez? No era aquella la reacción que esperaba. Ni que deseaba.

    – ¿Fue algo que dije? – preguntó ella, sintiendo su corazón en la garganta.

    Seidus sonrió y respondió:

    – ¡No! Me voy por mí y sólo por mí.

    – ¿Puedo ir contigo? – preguntó ella, por impulso.

    Seidus se quedó mirando hacia Iriáris, sorprendido, durante un instante. No esperara que ella se ofreciera a ir con él. Sin embargo, le gustaba la idea. Además de tener la compañía de la persona que le era más allegada, dos siempre estarían más seguros en la peligrosa carretera que le esperaba que un solo.

    – Eres bienvenida – respondió él, por fin. – Partimos mañana temprano.

    – Espero por ti junto a la puerta de la aldea después de salir el sol – dijo ella.

    – En ese caso, tal vez sea mejor que nos vayamos a dormir ahora mismo. Vamos a caminar mucho en los próximos días.

    – Me parece bien.

    Los dos se levantaron y empezaron a descender la ladera hacia la aldea. Así que atravesaron la puerta, se separaron, cada uno dirigiéndose a su respectiva casa.

    Solo ahora que estaba sola, es que Iriáris se dio cuenta de las implicaciones de su repentina decisión. Era increíble como una sola frase podía cambiar su vida de un momento para el otro. Al día siguiente, iba a dejar Surne, el pueblo donde nació y de donde nunca había salido. Estaba asustada, por supuesto, pero no iba a volver atrás. Tal vez así fuera mejor. Si dejara a Seidus ir solo, iba a estar constantemente preocupada por él. Ella ni siquiera estaba segura si él podría sobrevivir solo en la carretera.

    Al fondo de la calle, la cazadora ya veía su casa. Sólo tenía unos segundos para decidir lo que iba a decir a sus padres y hermanos.

    Acostado en su cama, Seidus intentó conciliar el sueño y descansar para el inicio del viaje en el día siguiente, pero el miedo de salir de Surne no se lo permitió. Esta iba a ser la primera vez que iba a dejar su casa, un lugar donde tenía una estabilidad que le permitía dirigir su mente hacia su imaginación, pero, afuera, sabía que no lo podría hacer, ya que el simple pensamiento de encontrarse en una situación que no conocía lo iba a distraer. Él sabía que, por el bien de su mundo interior, necesitaba hacer aquél viaje, sin embargo, eso no hacía que se sintiera mejor.

    Queriendo desesperadamente dormir, intentó llevar su mente para el combate contra el dragón rojo, que interrumpiera esa mañana, sin embargo, cuando imaginó la cara de Iriáris, sus pensamientos siguieron en otra dirección. Ella se ofreciera para acompañarle en su viaje, pero, antes de eso, había dicho algunas palabras que Seidus, perdido en sus pensamientos, no había escuchado, que tenían un tono cariñoso. ¿Será que la mujer conocida en el pueblo como una marimacha y que todos pensaban que no iba a casarse nunca, estaba tratando de decirle algo? Poco importaba. El romance con Iriáris era hermoso en su imaginación, pero, como en todo, su imaginación era mejor que la realidad, y no quería estropear las imágenes en su mente tornando aquella relación real.

    Seidus se dio la vuelta en la cama y volvió a dirigir su mente hacia el encuentro con el dragón, esta vez siendo exitoso. Poco después, cayó dormido.

    CAPÍTULO 1

    Las Montañas Pioneras

    Un gallo cantó cuando los primeros rayos de sol atravesaron los espacios entre las montañas al este, despertando a Seidus. Normalmente, el herrero se quedaría en la cama un poco más, continuando a imaginar la historia a partir del momento en que la había dejado cuando se quedó dormido, a veces un poco antes, sin embargo, esta vez, Iriáris le estaba esperando, así que se levantó rápidamente. Solo en la casa, ya que tanto su madre como su padre ya habían salido para sus tareas diarias, comenzó a prepararse para partir. No sabiendo lo que lo esperaba, vistió su armadura de escamas, que, a lo largo de los años, había hecho en el taller con restos de metal considerados inútiles por su jefe, y prendió un mazo, la única arma que sabía manejar bien, en su cinturón de cuero. A continuación, puso a la espalda su mochila donde, la noche anterior, acondicionara raciones y otros objetos útiles para el viaje y, finalmente, se envolvió en su capa de piel de oso, ya que el frío aún era mucho en las montañas.

    Dejó, entonces, la casa donde había nacido y que lo albergaba desde entonces.

    Poco después, avistó la salida de la aldea, donde Iriáris ya lo esperaba. Ella llevaba su ropa de caza: gruesos pantalones y camisetas verdes y capa del mismo color, pero en un tono más oscuro. Como armas, tenía su arco a la espalda, y un cuchillo largo en el cinturón. Seidus se dio cuenta, también, de su mochila y aljaba llena de flechas.

    – Demoraste mucho a prepararte – bromeó Iriáris cuando vio a su amigo acercarse.

    – Tú tienes una ventaja injusta. Moras más cerca de la salida de la aldea – respondió Seidus con una sonrisa. – ¿Vamos?

    – Claro, pero ¿vamos a dónde? – preguntó ella, curiosa, pues en la noche anterior se había quedado con la sensación de que él no había pensado en eso.

    El herrero se detuvo junto a ella y le dijo:

    – Primero salimos de estas montañas, después, veremos.

    Caminando lado a lado, dieron inicio al viaje. Unos pasos después, atravesaron la puerta de Surne. Los dos amigos ya la habían cruzado incontables veces, pero, aquella vez, el peso del viaje que les esperaba los acompañaba. ¿Quién sabía cuándo iban a volver a hacerlo? ¿O sería que nunca lo iban a hacer otra vez? Y, cuando regresaran, ¿cuánto habría cambiado el pueblo? ¿Y ellos?

    Asolados con estos pensamientos, atravesaron en silencio el pasaje estrecho que unía la meseta de Surne a la montaña y entraron en el camino de tierra que los llevaría a un mundo por ellos desconocido.

    Cerca del mediodía, Seidus e Iriáris llegaron a la cima de una subida, después de la cual la carretera descendía por detrás de la montaña. Sabiendo que era la última oportunidad que tendrían de ver a su pueblo natal, se volvieron y se quedaron mirándola en silencio, pensando en cuando volverían. Lágrimas empezaron a formarse en los ojos de la cazadora, en las cuales Seidus reparó. Él puso una mano en el hombro de Iriáris y dijo:

    – Tengo de hacer este viaje, pero tú no tienes que venir conmigo, a pesar de que eres muy bienvenida.

    Ella se volvió lentamente hacia su compañero mientras se limpiaba las lágrimas.

    – Yo quiero ir contigo.

    – En ese caso, es mejor que sigamos. No nos va a hacer bien quedarnos aquí mirando hacia atrás.

    Ella asintió con la cabeza, determinada, y siguió Seidus así que este se dio la vuelta y retomó la caminata.

    El camino de tierra descendía hasta el pie de la montaña, y después lo acompañaba a los altos y bajos. Los dos compañeros caminaban siempre atentos a los árboles y rocas que los rodeaban, pues los orcos y goblins de las montañas atacaban a los viajeros que se aventuraban demasiado lejos de una población civilizada. Varios arroyos interrumpían la carretera, y los dos amigos tuvieron que los cruzarlos usando las enormes piedras colocadas en sus lechos para ese fin. Frecuentemente, estas se encontraban casi totalmente sumergidas, ya que el deshielo del inicio de la Primavera había aumentado sustancialmente los flujos de agua.

    Cuando cayó la noche, ellos decidieron acampar en el interior de un pequeño bosque. Para evitar ser vistos por ojos poco amistosos, no encendieron una hoguera, lo que los obligó a envolverse en todas las pieles que tenían en sus mochilas y a comer carne seca. A pesar de ser ya primavera, el frío del invierno aún se hacía sentir en las noches de las montañas, y ellos decidieron acostarse temprano en un intento de alejar el frío con el sueño.

    – Como no tenemos una hoguera, deberíamos acostarnos juntos para aprovechar el calor – sugirió Iriáris, que, durante sus muchos años como cazadora en las montañas, ya se encontrara algunas veces en situaciones similares.

    Seidus asintió, y los dos se acostaron espalda con espalda. Así que cerraron los ojos, la mente de cada uno de ellos se dirigió a un lugar diferente.

    ¡¿Me gusta estar contigo?! Que cosa más infantil de decir, se reprendió Iriáris.

    En la sociedad de Charglassume, si un hombre deseaba cortejar una mujer, necesitaba la autorización de su padre. La iniciativa nunca debía venir de ella, y era considerada conducta poco decente su intervención en el proceso, mismo que no desease aquel marido. Además de que siempre había considerado esa regla social ridícula e injusta, Iriáris sabía que Seidus, mismo que sintiera algo por ella, nunca iba a tomar

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