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El porqué de lo oscuro
El porqué de lo oscuro
El porqué de lo oscuro
Libro electrónico105 páginas1 hora

El porqué de lo oscuro

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Información de este libro electrónico

Aquí Juan de Dios Garduño inventa relatos de un terror ligero, no por leve, sino porque cada pequeño desvío de lo normal cotidiano nos introduce con velocidad en una zona realmente perturbadora.Casas que son protagonistas, cobran más vida y poder que los personajes a su merced. Historias atrapantes de venganza, asociaciones y soledad en un mundo al filo del desastre o sumergido en la parálisis.Garduño escribió El porqué de lo oscuro después de años de un bloqueo mental y creativo, con lo cual el libro tiene el valor añadido de representar su reencuentro con la palabra imaginativa. -
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento5 nov 2021
ISBN9788726952506
El porqué de lo oscuro

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    El porqué de lo oscuro - Juan de Dios Garduño

    El porqué de lo oscuro

    Copyright © 2021 Juan de Dios Garduño and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726952506

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Para Sara, porque me sacó de un sitio muy oscuro

    PRÓLOGO

    Uno está tan tranquilo en su casa, disfrutando de la vida cuando llega Juan de Dios Garduño y le pide que le prologue un libro de relatos. Sí, el prólogo. Eso que no lee nadie. A bocajarro, sin medias tintas. Y, lo que es peor, por Twitter. Ni que no tuviera mi teléfono, que por algo es editor de algún libro mío.

    ¿Podría haberme negado? A ver... la posibilidad existe, pero es remota. No solo es que le tenga cariño a Juande, es que es prez de las letras y casi fénix de los ingenios. El cabrito escribe bien. Así que le dije que sí, sin saber mucho a lo que me lanzaba, pero orgulloso de que me lo hubiera pedido.

    Él cuenta en la nota que abre el libro que se ha tenido que enfrentar al problema del folio en blanco, al bloqueo del escritor, tan temido. Encima ha sido largo, de más de dos años. Mientras lo leía pensaba que yo nunca lo había sufrido (más bien el contrario: tengo más historias en la cabeza que tiempo para plasmarlas). Sin embargo, en esta ocasión lo temí. ¿Y si no me sale nada que decir de esta antología? Vacua duda, porque los relatos son deliciosos. Al devorarlos, uno tras otro, en una sola tarde, supe que no tendría problemas para hablar de ellos y de quien los había pergeñado.

    El autor es uno de los mejores tipos que me he echado a la cara. Hombre de familia, simpático, con don de gentes, amante de la cultura, cercano y —al menos en público— no se enfada. Construye en vez de destruir. Es bueno tenerlo cerca. No solo es que escriba bien —en mi opinión, mejor que otros consagrados, de cualquier género—, sino que explora nuevas formas de crear que a mí hasta me intimidan un poco, como es el cine. ¡Que tiene una película en lo más alto! ¡De las de Hollywood! Él cuenta que eso, al parecer, ha tenido que ver con su bloqueo y cierta cura de humildad, pero creo que está equivocado: no hay motivo para ello.

    Sabe contar historias. Sabe sumergirte en ellas. En estos relatos construye mundos cercanos en los que inyecta una nota discordante, algo que lo hace cambiar todo. Son cuentos escritos desde el corazón... quizá desde las tripas. En todos, alguien que lo conozca siquiera un poco va a ver reflejadas sus obsesiones, quizá a modo de catarsis. Familias, un padre o madre ausente, su experiencia como programador, casas siniestras, quizá sintientes y, por algún extraño motivo, los Renault Megane. Son retazos de vida, están modificados... pero están ahí. Por eso son tan buenos. Porque siente lo que está contando y te lo sabe transmitir.

    Son historias que atrapan. Deberían ser demasiado cortas para conseguir crear interés por sus protagonistas, pero la magia de su narración te pega al papel —en mi caso, a la pantalla— y te identificas. Te angustias. Sonríes también. O te muerdes las uñas, deseando pasar la página a ver qué está ocurriendo. Algunas son sombrías, pero otras tienen un mejor final. Gana más cuando habla desde la cercanía de España que cuando las ambienta en Estados Unidos, aunque la colonización cultural de este último hace que entendamos y hasta visualicemos los lugares y los sitios —aunque el viaje de Maine (quizá homenaje a Stephen King) a Nevada que le pega a unos protagonistas me cansa solo de imaginarlo—.

    Domina la técnica del relato, sabe usar el número justo de personajes, sabe colocarte en ambiente con pocas palabras, construir la trama redonda y cerrarla, a veces en poco más de media página, sin agujeros narrativos. Te deja pensando o saboreando lo ocurrido. A veces hasta con mal cuerpo, como debe ser cuando se tratan ciertos temas.

    Disfrútenlos. Saboréenlos. Merece la pena.

    Eduardo Casas Herrer

    Casa hambrienta

    1

    La ruta 50 era tan recta como silenciosa y accidentada. Una lengua de asfalto que se difuminaba en el azul del horizonte.

    A veces su madre pillaba un bache y el coche parecía que se iba a desmontar por piezas allí en medio del desierto. Le hacía gracia pensar que la parte de abajo del viejo Ford se caería y vería el asfalto correr bajo sus pies. Se dirigían hacia una nueva vida, más allá del desierto de Nevada.

    No vieron la casa. Era un punto negro en el horizonte tan insignificante, tan distante… pero la casa sí los vio a ellos.

    2

    Howard se despertó de un sobresalto. No recordaba lo que había soñado, pero no había sido agradable, de eso estaba seguro.

    Salió de la cama despacio, le dolía el cuerpo como si tuviera agujetas. Se acercó a la ventana y vio que fuera hacía un día espléndido. El sol pegaba fuerte, su vecino, el viejo Marty, al que habían conocido hacía unas dos semanas cuando llegaron, regaba el césped con pantalones cortos, camisa hawaiana y con mucho mimo. Howard jamás había visto a nadie que tratara el césped como lo hacía su vecino. Y un poco más lejos, al final de la calle, había dos hermanas gemelas que saltaban a la comba con un par de muñecas de tela al lado.

    Levantó la mano en señal de saludo y las niñas dejaron de jugar. Agarraron sus muñecas y, con gesto serio, se metieron en su casa.

    —Hola, ¡eh! ¡Niñas de El Resplandor!

    Era sábado.

    Howard estaba sudando. Fue al baño, se lavó la cara y los sobacos, y se cambió. Su madre siempre le decía que lo primero que había que hacer al levantarse era darse una buena ducha. Pero ¿desde cuándo había que hacer caso a las madres? Le daba una pereza terrible ducharse. Esperó tener suerte y que su madre no le oliera el pelo como hacía muchas veces. Salió de su habitación y al final del pasillo vio que la puerta de la habitación de su madre estaba entreabierta. Un haz de luz se dibujaba en el suelo.

    —¿Mamá?

    Silencio. Dio un par de pasos y la madera crujió bajo sus pies. Había alguien en la habitación de su madre. De eso estaba seguro y, aunque tenía ya doce años, y jamás lo reconocería delante de ningún otro niño o adulto, tenía miedo a muchas cosas. A las abejas, a los payasos asesinos (y a los normales de circo, ya que no encontraba la diferencia entre unos y otros), a los matones de clase… Uno de sus miedos recurrentes era que alguien entrara en su casa y les hiciera daño. Pensó que su madre también tenía ese miedo porque guardaba una pequeña pistola en el cajón de su mesilla desde que su padre murió.

    —¿Estás ahí, mamá?

    Notó el sudor corriéndole por la sien, también las gotas que le resbalaban por la espalda. Maldito calor. Aquel lugar era el puñetero infierno en la Tierra. Prefería Maine como un millón de veces. Con su clima frío, con sus bosques, lagos y montañas. Pero habían tenido que irse… ¿habían tenido que irse? Se preguntó.

    Los muelles del colchón de su madre gimieron como si estuvieran dándose un beso metálico. Howard estaba casi en la puerta, dos pasos más y podría agarrar el pomo para terminar de abrir y verla. Respiraría tranquilo, sonreiría y se sentiría muy tonto y cagueta durante un rato, pero todo volvería a la normalidad. Un paso, solo un paso. Dios, qué calor y qué agujetas, ni que hubiera estado jugando a béisbol durante toda la noche, pensó. Agarró el pomo de la puerta esperando una descarga eléctrica que no se produjo. Una respiración profunda, pero no era la suya. Se armó de valor y entró con la seguridad de que encontraría a un tipo alto, musculado, tatuado y peligroso. O algo peor… un ser con muchas cabezas, patas, o tentáculos y pelo…

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