Tras de mi
Por Maureen Child
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Maureen Child
Maureen Child is the author of more than 130 romance novels and novellas that routinely appear on bestseller lists and have won numerous awards, including the National Reader's Choice Award. A seven-time nominee for the prestigous RITA award from Romance Writers of America, one of her books was made into a CBS-TV movie called THE SOUL COLLECTER. Maureen recently moved from California to the mountains of Utah and is trying to get used to snow.
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Tras de mi - Maureen Child
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Maureen Child
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Tras de ti, n.º 981 - diciembre 2019
Título original: The Oldest Living Married Virgin
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1328-685-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
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Capítulo Uno
–Me quiero morir –murmuró Donna Candello desde la cama. Se dio la vuelta, abrió los ojos y, con un gemido de impotencia, los cerró.
La luz del sol entraba a raudales por los ventanales de la habitación del hotel. ¿Por qué no había echado las cortinas antes de acostarse? Cielos, qué despertar más horrible. Sobre todo, porque la cabeza estaba a punto de estallarle por culpa de la resaca más grande de su vida.
Volvió a abrir los ojos e intentó acostumbrarse a la luz dorada que se derramaba sobre la moqueta de color gris anodino y el mobiliario de carácter impersonal. Al ver que su cabeza seguía intacta, suspiró y levantó la mano para apartarse unos mechones negros de la cara.
¡Dios!, menuda noche.
De aquel día en adelante, se cercioraría de comer algo antes de intentar reunir valor bebiendo margaritas. Diablos, lo único que había comido el día anterior había sido la sal que adornaba las copas.
Hizo una mueca y se humedeció los labios con una lengua que parecía de trapo. Apoyó las dos manos sobre el colchón, se incorporó y contempló cómo el mundo entero se balanceaba, se inclinaba vertiginosamente a un lado y, por fin, gracias a Dios, se enderezaba.
Se percató vagamente del sonoro zumbido que resonaba en su cabeza y confió en que se le pasaría pronto.
La manta resbaló hasta su cintura y, al bajar la vista, Donna se dio cuenta de que todavía llevaba las braguitas y el sujetador. Claro que, dado su estado de embriaguez, tenía suerte de haberse acordado de quitarse los zapatos antes de arrastrarse hasta la cama.
¡Diablos, hasta había tenido suerte de encontrar su habitación!
De repente, tuvo un vago recuerdo, tan persistente y molesto como el zumbido que le taladraba los oídos. Se concentró y pudo recordar a un amable guardia de seguridad, vestido con un uniforme azul marino, que la había acompañado hasta allí. Sin su ayuda, seguramente, no habría encontrado el camino. Lástima que no recordara ni su rostro ni su nombre. Le debía un gran favor.
El zumbido que le taladraba los oídos cesó bruscamente. Pero, antes de que Donna pudiera dar gracias al cielo, oyó el sonido inconfundible de un hombre cantando. Y el sonido emergía de la puerta cerrada del cuarto de baño.
¡Santo Dios! No era un zumbido lo que había estado oyendo, sino el agua de la ducha. Donna trató, desesperadamente, de ponerle un rostro a la voz de aquel hombre. Pero la parte de su cerebro que todavía funcionaba se quedó en blanco.
«Señor, Señor», rezó en silencio, «por favor, no dejes que esto sea lo que parece. Por favor, que no haya estado tan borracha que me haya acostado con un hombre del que ni siquiera me acuerdo».
Se cubrió la cara con las manos, en un intento por borrar de su mente la voz del extraño, pero no pudo. Estupendo, se dijo, y dejó caer las manos sobre el regazo. Había pasado de ser la mujer virgen más vieja del mundo a emborracharse y acostarse con un desconocido en una misma noche.
Bueno, no iba a quedarse allí sentada esperando a que, quienquiera que fuera, saliera del baño como Dios lo había traído al mundo. Contempló con cautela la puerta del servicio, todavía cerrada, se sentó torpemente en el borde de la cama y, a duras penas, consiguió ponerse en pie. Las paredes y los muebles oscilaban y se retorcían, como los elementos de un cuadro de Dalí.
Sintió náuseas y se llevó la mano a la boca. Tal vez fuera más fácil quedarse allí y enfrentarse a aquel indeseable, pensó Donna, pero desechó la idea enseguida. No tenía experiencia alguna en conversaciones «del día después» y, sinceramente, no podía esperar demasiado de sí misma estando bajo los efectos de la resaca.
Aun así, barajó la idea de volver a meterse en la cama y esconderse debajo de las sábanas. No, eso tampoco funcionaría.
Donna se puso de rodillas junto a la cama. Mientras se apartaba el pelo de unos ojos inyectados en sangre, intentó recuperar la calma, pensar, recordar. ¿Quién estaba en su habitación? Pero era absurdo. La noche anterior era un borrón blanco en su mente. Diablos, ni siquiera se acordaba de haberse registrado en el hotel.
Contuvo el aliento. ¡Cielos!, si no se había registrado, ¿de quién era aquella habitación? Donna apoyó la cabeza sobre las sábanas arrugadas y susurró junto al colchón:
–¿Qué has hecho, Donna? Y ¿con quién?
De repente, el hombre del cuarto de baño dejó de cantar.
Donna levantó la vista. Estaba atrapada, medio desnuda, en un hotel en el que la mayoría de los huéspedes eran marines, o familiares de marines, que habían ido a la ciudad para celebrar el aniversario de su cuerpo militar. Aunque saliera corriendo por la puerta, seguramente, se encontraría con gente conocida. Gente que su padre conocía. Y algunas de esas personas estarían encantadas de poder difundir rumores sobre Donna Candello, a la que habían visto correr, en ropa interior, por uno de los hoteles más grandes de la ciudad de Laughlin, en el estado de Nevada.
Gimió solo de pensarlo y se dijo que debía de haber una forma de escapar de aquella pesadilla. «Si, al menos», pensó, «no tuviera el cerebro paralizado por los efectos del tequila…»
¿Cómo iba a volver a mirar a su padre a la cara? Ni siquiera ella podría mirarse otra vez en el espejo.
–Estúpida, estúpida, estúpida –gimió, y golpeó el colchón con la frente para reforzar cada palabra.
El pomo de la puerta se movió.
Donna levantó la vista con frenesí. El pelo negro le cayó sobre los ojos y los entornó a medida que la puerta se abría lentamente. Lo único que faltaba, pensó, era la música intrigante de las películas de terror…. para que los espectadores supieran que la tonta de la heroína estaba a punto de reunirse con su hacedor.
El hombre que apareció en el umbral no tenía aspecto del típico malvado. Pero ¿no había leído en alguna parte que la mayoría de los asesinos en serie se parecían al vecino de al lado?
Al momento, se dio cuenta de que aquel hombre tampoco encajaba con aquella descripción. Levantó la mano, se apartó el pelo de los ojos y se dejó taladrar por unos ojos grises que la miraban con desaprobación. El desconocido solo llevaba puestos unos vaqueros azules desteñidos y, con el tórax y los pies desnudos, parecía sentirse perfectamente a gusto. Salvo por aquella mirada.
–Así que, por fin, te has despertado –le dijo.
–¿Quién es usted? –preguntó Donna con voz chirriante.
–Jack Harris –contestó, y se echó al hombro la toalla que tenía en la mano. Luego cruzó los brazos sobre un pecho increíblemente ancho y musculoso, y se apoyó cómodamente sobre el marco de la puerta–. Como ya te dije anoche.
Harris. «Harris», repitió Donna mentalmente. ¿Por qué le resultaba familiar aquel nombre? Juró en silencio no volver a adoptar a un simpático barman como terapeuta.
En un intento por recuperar parte de su dignidad, aunque no era fácil, Donna, vestida como estaba en ropa interior, se puso en pie. En realidad, no llevaba menos ropa que en la playa, se dijo, así que no tenía por qué sentirse nerviosa. Sin embargo, se tapó los senos con los brazos, aferrándose a un hombro con cada mano. Luego, carraspeó y reconoció:
–Me temo que apenas recuerdo lo que pasó anoche.
Jack Harris bufó. Donna elevó las cejas.
–No me sorprende –repuso con voz tensa–. Cuando te encontré, apenas te tenías en pie.
–¿Y cuándo fue eso, exactamente? –preguntó Donna, aun a riesgo de perder la dignidad. Quería saber lo que había ocurrido exactamente.
–A eso de las veintidós treinta. Cuando intentabas entrar en el Baile del Batallón por la salida de emergencia.
Cielos.
–Te detuve antes de que saltara la alarma.
Vagamente, Donna creyó recordar estar de pie en la oscuridad, forcejeando con una puerta que, por absurdo que pareciera, se negaba a abrirse.
Caramba, aquello se ponía cada vez mejor. Sin darse cuenta, se frotó la sien con una mano, tratando de mitigar el dolor.
–Mire, señor Harris…
–Sargento primero Harris –la corrigió.
Sargento primero Harris. Claro, por eso le sonaba su nombre. No era un asesino en serie, sino algo peor: un marine.
Donna se quedó mirándolo fijamente, horrorizada al pensar en las consecuencias de haber pasado la noche en su habitación. No, no podía haber estado tan borracha como para… detuvo en seco sus pensamientos, se dio la vuelta y se dejó caer sobre el borde de la cama.
Pero ¿no sería la mayor de las ironías que la última virgen de veintiocho años del planeta dejara de serlo, finalmente, y estuviera demasiado borracha para recordarlo?
¡Qué idiota era!
Movió la cabeza con cuidado y murmuró, más para sí que para él:
–Apenas recuerdo lo que pasó anoche, sargento primero.
–Como ya te he dicho –comentó–, no me sorprende.
Donna pasó por alto su sarcasmo. No estaba en condiciones de replicar.
–De usted, no me acuerdo, pero sí de un guardia de seguridad que me trajo aquí.
Jack Harris movió la cabeza, se enderezó, arrojó la toalla al interior del cuarto de baño y cruzó la estancia en dirección al armario. Lo abrió y habló mientras sacaba el vestido de Donna y un polo de color verde pálido para él.
–¿Un guardia de seguridad? –preguntó, y le arrojó un vestido largo de terciopelo rojo y escote redondo–. ¿Eso es lo que recuerdas?
–Sí –le espetó Donna. Tomó el vestido y lo estrechó con fuerza, aliviada de poder tocar algo familiar–. Y, para que lo sepa, fue mucho más amable que usted.
–No sabes cuánto me alegro –murmuró Jack Harris, y se metió el polo por la cabeza. Donna trató de no fijarse en el movimiento de sus músculos ni en su piel tan bronceada.
Ya tenía bastantes problemas. Además, que Jack Harris tuviera un buen cuerpo no excusaba sus malos modales. ¿Por qué estaba tan molesto? Era ella la que tenía resaca, ella la que había entregado su virginidad a un hombre que apenas