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Él sabía que Hayley lo miraba como a un enemigo, pero se derretía cada vez que la tocaba. Y también sabía que haría cualquier cosa para ganar su confianza y reclamarla como suya de una vez por todas.
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Amantes para siempre - Amy J. Fetzer
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Amy J. Fetzer
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amantes para siempre, n.º 1012 - septiembre 2019
Título original: Wife for Hire
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-429-3
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo Uno
Un rancho en el río Willow
Aiken, Carolina del Sur
El pollo de plástico que llevaba enganchado al parachoques saltaba arriba y abajo cada vez que tomaba un bache.
Nash Rayburn sonrió, divertido.
–Al menos, tiene sentido del humor –murmuró para sí mismo, mirando a sus hijas. Las niñas sonreían también. Una buena señal, pensó, apoyándose en una de las columnas del porche.
¿Sería esa la chica que había contratado para cuidar de sus hijas?
El polvoriento coche paró a unos metros de ellos y Nash sintió que se quedaba sin respiración cuando vio que de él salían unas piernas desnudas.
Era guapa. No, preciosa. Le recordaba al hada de un cuento que su madre solía leerle de pequeño. Escondía sus ojos tras unas gafas de sol, tenía el pelo corto de un rojo resplandeciente y un cuerpo voluptuoso. Nash sintió un tirón en la entrepierna.
Había dicho en la agencia que no quería nadie que distrajera a sus peones, pero una mujer bajita y llena de curvas se dirigía hacia él y su forma de caminar era tan sexy que Nash estuvo a punto de taparle los ojos a las niñas. Maldición, pensó. Una ajustada camiseta azul marino, una mini falda vaquera y unas sandalias de tacón nunca le habían quedado tan bien a su difunta esposa.
–Qué bien, no es vieja –dijo Kim, como si fuera un crimen tener más de diez años–. Podemos jugar con ella.
Nash miró a las gemelas.
–La señora Winslow también juega con vosotras.
Las dos niñas hicieron una mueca.
–Juegos de mesa, un rollo –dijo Kate, mirando a la mujer–. Es guapa, ¿verdad, papá?
De quedarse sin aliento, pensaba él.
–Sí, cariño, muy guapa.
A dos metros del porche la mujer se paró y Nash se sintió repentinamente incómodo. Como si la conociera de algo.
–¿Nash?
A Nash se le heló la sangre en las venas. Hayley Albright. «Su» Hayley.
–¿Qué estás haciendo aquí?
Ella apoyó una mano en la cadera.
–Puede que a Katherine esto le parezca gracioso, pero a mí no.
–A mí tampoco –dijo él, con el corazón a punto de salirse de su pecho. Siete años antes había amado a Hayley Albright. Y siete años antes había traicionado aquel amor para casarse con otra mujer. Nunca podría decirle por qué. Nunca. Y, sin embargo, una sola mirada y todo su cuerpo reaccionaba llamándola. Su sangre empezó a calentarse cuando bajó del porche y se dirigió hacia ella. Siempre había sido así; le gustaba tanto estar a su lado que casi le dolía. Ella era la clase de mujer que hacía que los hombres volvieran la cabeza. La clase de mujer que te hacía sonreír solo porque ella sonríe.
La clase de mujer con la que Nash quería casarse.
Los recuerdos se agolparon en la mente de Hayley mientras lo veía acercarse; los recuerdos mezclados con el dolor. Intentó apartarlos, recuperar la compostura, pero él la estaba mirando como lo hacía siete años antes. Como si quisiera devorarla. Y le temblaban las piernas. Hubiera deseado meterse en el coche y alejarse de allí a toda prisa. Le dolía demasiado. Cuando Nash se paró frente a ella, el deseo de echarse en sus brazos era tan fuerte que tuvo que clavar los tacones en el suelo. Aunque pensaba que lo había olvidado, no era así. Y, si se quedaba, cometería el mayor error de su vida.
Entonces, Nash le quitó las gafas de sol.
Ella se las arrebató y lo miró a los ojos, buscando al hombre al que una vez había amado.
–¿Trabajas para la agencia de Katherine?
–Una tiene que ganarse la vida.
–¿Y tu sueño de ser médico?
–Sigo en ello –contestó Hayley–. Acabo de terminar el primer año de prácticas en Georgia y dentro de dos semanas empiezo en el hospital de Savannah. Me quedan dos años para ser interna.
–Me alegro –sonrió él. Pero era una sonrisa triste, amarga y Hayley sintió como si la hubieran golpeado en el estómago. Su sueño de ser médico había roto su relación… y lo había enviado a los brazos de otra mujer.
–Me parece que no lo dices de verdad.
–Yo nunca quise que fracasaras, Hayley.
–No. Solo querías que abandonara mis sueños y viviera los tuyos.
Nash se puso tenso. Era demasiado difícil hablar de aquello frente a las niñas, demasiado difícil por lo que querría decirle. Y por lo que querría hacerle. Su perfume de jazmín se metía en sus venas.
–Me alegro de verte.
–Yo también –consiguió decir Hayley. Él había cambiado poco, aunque su expresión era más dura que antes. A los treinta y cinco años, era tan guapo como cuando lo había visto por primera vez durante una fiesta en la universidad. Nash había llegado con su amiga Katherine Davenport, su mentora y propietaria de la empresa Esposas De Alquiler, y se había marchado con Hayley. Él era un hombre mayor que ella, maduro y poderoso que la había vuelto loca. Hayley suspiró, apartando los recuerdos de su mente. Había sido una loca enamorándose de él y no pensaba dejar que volviera a ocurrir.
Los dos se miraron durante largo rato sin decir nada.
–¿Dónde está Michelle? –preguntó Hayley por fin. Era una pregunta que odiaba hacer, pero se veía obligada.
–Murió hace cuatro años en un accidente de tráfico.
–Lo siento.
–¿La conoces, papá? –escucharon una vocecita.
Hayley miró a las niñas que esperaban en el porche. Aunque en la hoja de trabajo no le habían dado el apellido de la familia, una omisión por la que más tarde regañaría a Katherine, sabía que había dos niños en la casa.
–Oh, Nash, cómo se parecen a ti –dijo Hayley, saludando a las niñas con la mano.
–No sé si tomarme eso como un cumplido.
–Lo es –dijo ella con sinceridad, mientras las niñas bajaban corriendo del porche.
–Estas dos bellezas son Kim y Kate –las presentó Nash.
–Yo soy Hayley Albright –se presentó ella–. Vuestro papá y yo somos viejos amigos –añadió, guiñándoles un ojo.
Nash se relajó un poco, alegrándose de que la animosidad que pudiera sentir contra él no recayera también sobre sus hijas. ¿Cómo iban a hacer que aquello funcionara? ¿Durante cuánto tiempo podrían vivir bajo el mismo techo, sabiendo que ella lo odiaba? Pero no contarle la verdad evitaría que los viejos sentimientos renacieran, pensó.
Ella lo miró entonces con una sonrisa que lo desarmó por completo, pero Nash intentó disimular. Hayley frunció el ceño. ¿Por qué parecía enfadado cuando era ella la herida, la que había terminado sola mientras él conseguía todo lo que quería? Una esposa bella, con cultura y dinero. El complemento perfecto para un rico hacendado.
–Veo que esto no te hace gracia. ¿Qué tal si llamo a Katherine y le pido que busque a otra? –preguntó Hayley entonces.
Nash deseaba que se fuera. Verla era como sentir que un cuchillo se clavaba en su corazón y cada vez
