La hija del jefe
Por Bronwyn Jameson
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Bronwyn Jameson
In 2001 Bronwyn Jameson became the first Australian to sell to Silhouette Desire. Her books have consistently hit the series bestsellers’ lists and finalled in contests. In 2006 she was a triple-RITA finalist and shortlisted as RT Series Storyteller of the Year. Bronwyn lives in the Australian heartland with her farmer husband, 3 sons, 3 dogs, 3 horses and many more sheep. Visit her online at www.bronwynjameson.com .
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La hija del jefe - Bronwyn Jameson
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Bronwyn Turner
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La hija del jefe, n.º 1109 - enero 2018
Título original: In Bed With The Boss’s Daughter
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9170-747-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Si te ha gustado este libro…
Capítulo Uno
Aunque se perdió su entrada en escena, Jack estaba seguro de que habría sido espectacular. Lo habría sido aunque no hubiera llegado deliberadamente tarde del brazo de su padre, y aunque este no hubiera sido Kevin «K.G.» Grantham, conocido multimillonario y anfitrión de aquel alborotado festejo.
Las apariciones de Paris Grantham resultaban siempre llamativas porque así lo provocaba, entre otras cosas, su metro ochenta de espectacular anatomía.
Jack movió sus tensos hombros, se pasó la lengua por los labios secos y maldijo la repentina carencia de bebidas frías. Escudriñó entre la multitud en busca de una chaqueta blanca o de una bandeja sostenida en alto, pero en vez de eso la encontró a ella. Otra vez. Vestida de encaje y de color bronce, relucía como el oro viejo y deslumbraba con sus larguísimas piernas y perfectas curvas, tan hermosa y elegante como una modelo profesional.
Salvo que ella jamás habría triunfado como modelo. No sin decir adiós a sus exuberantes y voluptuosas curvas.
Jack se aflojó el nudo de la corbata, que le estaba oprimiendo el cuello, y deseó que hubiera una solución tan fácil para aliviar la presión que sentía un poco más abajo. Bendijo la aparición de un camarero y tomó una bebida de la bandeja. Quizá el champán le refrescara la sangre.
Tendría que haberse quedado en la maldita calle, pensó.
Cada vez que la compañía Grantham’s lanzaba un nuevo proyecto, se esperaba que asistieran todos sus ejecutivos, pero Jack ignoraba esa regla sobreentendida. Odiaba las corbatas negras tanto como las charlas y las estúpidas excusas que necesitaban para servir la comida. Tomó un largo trago de champán y, por encima del vaso, observó a la única razón por la que había asistido esa noche. E intentó hacerlo objetivamente; con la mente en vez de con su cuerpo.
Se había recogido el pelo, que siempre había llevado suelto, de un modo tan sofisticado que acentuaba la majestuosa inclinación de su cabeza, el elevado ángulo de su barbilla, la manera que tenía de mirar con arrogancia… y cómo su nariz, exquisita y recta, parecía expresamente modelada para tal propósito. Una corona no estaría fuera de lugar sobre aquel dorado rostro. Sin lugar a dudas, K.G. tendría que haber puesto una corona en la cabeza de su hija pródiga y haberla exhibido en el estrado, en lugar de la inmensa maqueta del nuevo complejo residencial de Grantham’s. El Proyecto Acacia no era, desde luego, la estrella de aquel show.
Jack observó su rostro, buscando alguna fisura en aquella expresión clásica de semiaburrimiento, tan favorecida en los que han nacido ricos, algo que mostrara que su aspecto era una máscara para la ocasión. Pero nada en ella se alteró. Ni un pestañeo en las cuidadosamente arqueadas cejas, ni la mínima vacilación en su media sonrisa.
Y entonces, él se dio cuenta del nudo que se le había hecho en el estómago, y cómo una sofocante decepción empezaba a roerle las entrañas.
Pero, ¿qué había esperado encontrar?
Muy fácil.
Esperaba una versión crecida de la Paris que recordaba, la que llenaba la habitación con su sonrisa, la que dejaba ver sus más intensas emociones a través de unos ojos encendidos; la que se atrevía a asistir con una minifalda de cuero a la fiesta de Navidad de los Grantham, la que bebía cerveza directamente de la botella, y la que bailaba como si se hubiera tragado también la música.
La joven que lo había hecho dudar de sus principios con una proposición, clara y honesta, y la que se marchó rápidamente a Londres para vivir con su madre, antes de que él pudiera comprender lo que significaba ser la hija del jefe.
Había esperado ver a Paris y desmentir los rumores que había oído sobre ella. Pero aquella Paris parecía la clase de mujer que abandonaría a su prometido una vez que este se hubiera quedado sin dinero. La clase de mujer que volvería rápidamente a casa, con los reconfortantes millones de papá.
Jack vació su vaso y deseó haber tomado algo más fuerte, como tequila, para mejorar su estado de ánimo. Luchó contra el apremiante impulso de cruzar el mar de trajes de etiqueta y vestidos de sastre, para agarrarla por los hombros y zarandearla. Para recordarle cómo le había dicho que creciera, no que se convirtiera en una Grantham.
Con mucho cuidado, aflojó los dedos que apretaban fuertemente la delicada copa de cristal. De todos modos, ¿qué sabía él de Paris Grantham? Durante años había sido la chica de piernas flacuchas que se mantenía apartada en las fiestas que su padre organizaba los fines de semana; fiestas que no eran más que citas de negocios en trajes informales y bebidas. Jack se había dado cuenta de que existía, había sentido lástima de ella, e incluso la animó a que hablara. Cuando, poco después, se marchó a la escuela, estuvo casi dos años sin verla. Hasta aquella noche, seis años atrás, cuando le expuso claramente sus sentimientos hacia él.
¿Sentimientos o intenciones?
Eso ya no importaba. A sus veintiséis años, sus objetivos de incorporarse al equipo de Grantham’s estaban a punto de realizarse. Y a los dieciocho años, ella era demasiado joven y demasiado hija del jefe como para crearle otra cosa que no fueran graves problemas.
Seis años después seguía siendo la hija del jefe, aunque algo en ella hubiera cambiado. Jack relajó la mandíbula y se dijo a sí mismo que los cambios deberían gustarle. Esa mujer no le haría perder la cabeza en un momento en el que la necesitaba en su sitio.
Pero el placer no formaba parte del volátil cóctel de emociones que se fundían en su estómago: una decepcionante mezcla de desengaño y nostalgia, de furia e irritación. Y sabía que no podría salir de allí hasta que ella le dijera por qué se marchó tan repentinamente…. y por qué había regresado.
Paris sacudió ligeramente la cabeza para impedir que se le cerraran los ojos, no tanto por aburrimiento como por sueño. Ojalá pudiera recuperar una pizca de la emoción que la había mantenido despierta durante las veinticuatro horas de vuelo del día anterior, un poco de aquella excitación que la había hecho seguir volando hasta mucho después de que el avión aterrizara.
Su cabeza apenas rozaba la almohada cuando su padre deslizó las cortinas a la mañana siguiente. Caroline, su última madrastra, no podía esperar para conocerla, e insistió en que tenían que ir de compras y a almorzar para que el reloj corporal de Paris no dejara de funcionar, a causa del maldito cambio horario.
En aquellos momentos, ella deseaba con sus escasas fuerzas que su cuerpo dejara de funcionar. Necesitaba animarse pronto si no quería empezar a dar cabezadas sobre el hombro del alcalde. Pensar en la reacción de su madre ante una falta de educación así, la hizo esbozar una ligera sonrisa. Definitivamente, Lady Pamela no lo aprobaría.
Hasta entonces, Paris había hecho que su madre se sintiera orgullosa. El vestido de fiesta de Dinnigan podría resultar algo atrevido, pero ella lo había combinado perfectamente… Y el pelo recogido era un auténtico sello de distinción de Lady Pamela. Paris no veía la hora de soltarse el incómodo peinado, pero al menos la ayudaba a mantener la cabeza erguida y la sonrisa de cortesía en sus labios. Y cada vez que la sonrisa amenazaba con desaparecer, el simple pensamiento de por qué estaba allí se la devolvía.
«Porque pronto formarás parte del equipo de Grantham’s».
Años después de que desistiera de convencer a su padre de que tenía otras habilidades además de las decorativas, K.G le había pedido que volviera a casa para ayudarlo con un proyecto especial.
Con la sonrisa recuperada, permitió que su padre la guiara hacia otro grupo.
–Princesa, me gustaría presentarte a…
Ella intercambió saludos con Hugh, Miffy, Miranda y Bob, ¿o aquel era Bill? En su agotada cabeza se arremolinaban nombres, rostros y títulos. ¿Quedaría alguien en la fiesta por saludar? En respuesta a esa pregunta, la multitud se apartó y Paris se encontró con unos profundos ojos oscuros, penetrantes y furiosos.
Naturalmente, ella sabía que él estaría por allí, en algún lugar de la atestada sala de recepciones.
Apenas un segundo después, como movidos por un radar que rastreara los rasgos corporales de Jack Manning, sus ojos bajaron hacia unos hombros anchos, una estrecha franja de camisa blanca que sobresalía de la chaqueta, y una amplia banda de cuello bronceadísimo. Los cambios que percibió hicieron que una corriente eléctrica recorriera su cuerpo: «¡se ha cortado el pelo!, ¡y está vistiendo de etiqueta!». Pero en seguida volvió a la realidad.
«¿Pero es que creías que iba a estar seis años sin cortarse el pelo? ¿Y cómo demonios iba a presentarse aquí un ejecutivo de Grantham’s, despeinado y con vaqueros?».
Pero no solo había cambiado en eso. No pestañeó, ni sonrió ni levantó su vaso en señal de saludo, y Paris no pudo entender la furia que le salía por los ojos. Él le entregó el vaso a alguien que había a su izquierda y se dirigió hacia ella con decisión.
«¡Oh, Dios mío, que alguien me ayude!», pensó.
A pesar del vestido que eligió para dejarlo sin palabras, a él y a todos los presentes, y de su gran experiencia en ingeniosas frases de presentación, no estaba preparada para enfrentarse con él. No en aquel momento, agotada y con la cabeza zumbándole.
Se volvió e intento abrirse camino entre la multitud, pero el vestido era demasiado ajustado y los tacones demasiado altos para una huida precipitada. Finalmente, llegó a la puerta y corrió al vestíbulo vacío, pero se detuvo el tiempo suficiente para recordar la decisión que había visto en el rostro de Jack. Luego, se dirigió al aseo de señoras. Cuando cerró la puerta, dejó salir el aire contenido en sus pulmones en una sonora exhalación.
Sintiéndose segura en aquel lugar, como si fuera un santuario, se dejó caer en la silla más cercana, se quitó los zapatos, apoyó los pies desnudos en el tocador y cerró los ojos.
–¿Escondiéndote, princesa?
Paris se levantó con un respingo. Solo una persona acompañaría de un énfasis tan burlesco el apodo que K.G. le había puesto… Y esa persona se estaba acomodando en la silla justo enfrente. ¿Acaso ella había pensado realmente que una zona reservada a las damas lo detendría?
–Descansando, más bien –corrigió ella–. Por mis pies.
Él miró sus pies desnudos, y ella vio, horriblemente fascinada, cómo sus largos y oscuros dedos le rodeaban el tobillo. Dejó de respirar cuando el pulgar trazó una curva por la planta. Un calor exquisito se apoderó de su pierna, cruzó las rodillas, se