Pureza virginal
Por Maureen Child
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Maureen Child
Maureen Child is the author of more than 130 romance novels and novellas that routinely appear on bestseller lists and have won numerous awards, including the National Reader's Choice Award. A seven-time nominee for the prestigous RITA award from Romance Writers of America, one of her books was made into a CBS-TV movie called THE SOUL COLLECTER. Maureen recently moved from California to the mountains of Utah and is trying to get used to snow.
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Pureza virginal - Maureen Child
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Maureen Child
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Pureza virginal, n.º 1123 - septiembre 2017
Título original: Last Virgin in California
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-488-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo Uno
–Que te casas… ¿con quién?
Lilah Forrest hizo una mueca y se apartó el auricular del oído para no quedarse sorda. Su padre, Jack Forrest, con una vida entera al servicio del Cuerpo de Marines, tenía tal energía que probablemente hubiera podido levantar a un muerto, de habérselo ordenado.
–Con Ray, papá –contestó Lilah acercándose de nuevo el teléfono a la oreja–. Tienes que acordarte de él, lo conociste la última vez que viniste a visitarme.
–Claro que me acuerdo de él; es el chico que me dijo que mi uniforme resultaría menos imponente si llevara un pendiente en la oreja.
Lilah reprimió una carcajada que a su padre no le gustaría oír. La idea de ver a su imponente padre, de expediente impecable, con un pendiente en la oreja, resultaba de lo más ridícula.
–Estaba bromeando –contestó Lilah, en cuanto pudo dominarse.
–Estupendo.
–Creía que te gustaba Ray.
–Yo no he dicho que no me guste –contestó Jack tenso–. Pero dime, ¿qué ves en esos tipos tan… afectados? –afectado, recapacitó Lilah. En el lenguaje de su padre, cualquier chico que no fuera un marine era afectado–. Lo que tú necesitas es un hombre obstinado, igual que tú. Un tipo fuerte, fiable. Por ejemplo…
–Un marine –repuso Lilah terminando la frase por él, hastiada de oír siempre lo mismo.
–¿Y qué tiene de malo un marine? –exigió saber su padre ofendido.
–Nada –se apresuró Lilah a contestar, deseando no haber iniciado una vez más aquella conversación, tan familiar.
Lilah suspiró y se hundió en los cojines del sofá. Se hizo un ovillo y sujetó el auricular entre el hombro y la oreja. Luego se estiró la falda sobre las piernas y contestó:
–Papá, Ray es un buen chico.
–Te tomo la palabra, cariño, pero, ¿crees de verdad que es el hombre adecuado para ti?
No, Lilah no lo creía. La imagen de Ray surgió claramente en su mente. Lilah sonrió. Bajito, con el pelo moreno casi por la cintura, peinado siempre con una trenza, Ray era un verdadero artista. Llevaba diamantes en las orejas, camisas tipo túnica y sandalias de cuero. Y era devotamente fiel a su compañero sentimental y amante, Victor.
Pero también era uno de los mejores amigos de Lilah, y esa era la razón por la que le había dado permiso para contarle a su padre la historia de que estaban comprometidos. A Victor, igual que a Ray, aquello no le había hecho muy feliz, pero Ray era tan maleable como una muñeca.
Y, sinceramente, de no haber previsto Lilah ir a visitar a su padre, jamás le habría contado esa mentira. Sencillamente, no podía soportar la idea de que su padre pusiera a sus pies toda una corte de oficiales solteros. No le gustaba la idea de mentirle, pero en el fondo la culpa era solo de él. Si su padre no se hubiera empeñado en casarla con un marine, ella no se habría visto obligada a llegar tan lejos.
–Ray es maravilloso, papá –contestó Lilah con completa sinceridad–. Te gustaría, si le dieras una oportunidad.
Jack masculló algo que Lilah no logró comprender, pero a pesar de todo le hizo sentir remordimientos. Jack Forrest no era un hombre malo. Simplemente, jamás había sido capaz de comprender a su hija.
Jack cambió entonces de tema y comenzó a contarle historias de la base militar en la que vivía. Lilah escuchó sin mucho interés, observando la decoración del salón de su diminuto apartamento de San Francisco. Las paredes, pintadas en color rojo escarlata, procuraban una sensación de calidez a la habitación. El sol entraba a raudales por las ventanas desnudas, confiriendo un brillo dorado a los muebles antiguos y al suelo de madera. Frente a ella, el hifi hacía sonar música celta. Una vela de patchouli ardía junto a él, impregnando el ambiente con su relajante fragancia, pero que en esos momentos no conseguía serenarla.
Detestaba tener que mentirle a su padre. Al fin y al cabo, mentir era malo para el alma. Además, Lilah estaba convencida de que producía arrugas. En cuanto volviera de visitar la base, llamaría a su padre por teléfono y le diría que había roto con Ray. Y todo volvería a la normalidad.
Hasta la siguiente visita. Aún así, quemaría las naves nada más volver.
–Te mandaré a alguien para que te recoja en el aeropuerto –dijo Jack, captando de nuevo la atención de Lilah.
–No, no hace falta –se apresuró ella a contestar, imaginando a un pobre Marine obligado a ir al aeropuerto a buscar a la hija del Coronel–. He alquilado un coche; llegaré mañana por la tarde.
–Pero no… te traerás a Ray, ¿verdad?
Lilah casi se echó a reír al captar el malestar en la voz de su padre. Oh, sí, Ray en una base militar. ¡Para morirse de risa!
–No, papá, voy sola –respondió Lilah solemne.
–Muy bien, entonces. Ten cuidado –contestó su padre tras una larga pausa.
–Lo tendré.
–Estoy impaciente por volver a verte, cariño.
–Y yo –contestó Lilah–. Adiós, papá.
Lilah colgó y se quedó mirando el teléfono durante un largo rato. Hubiera deseado que las cosas fueran diferentes. Por ejemplo, que su padre la aceptara y la amara tal y como era. Pero eso jamás ocurriría. Lilah era la hija de un hombre que siempre había querido tener un hijo varón.
–Lo consideraría un favor personal, sargento –dijo el coronel Forrest, apoyando los codos sobre la mesa de su despacho y entrelazando los dedos.
Salir con la hija del coronel y acompañarla por la base… ¿un favor personal? ¿Cómo podía nadie escabullirse de un deber así?, se preguntó Kevin Rogan, desesperado. Por supuesto, podía negarse. Al fin y al cabo aquella no era una orden, estrictamente hablando. Pero Kevin no estaba muy seguro de poder hacerlo. En realidad, no tenía obligación. Pero llamar a eso «favor» suponía, prácticamente, un sometimiento seguro.
Después de todo, ¿cómo podía negarse a una petición de un oficial superior?
Kevin se mordió los labios, tragándose la respuesta que hubiera querido darle, y contestó en su lugar:
–Estaré encantado de ayudar, señor.
El coronel Forrest lo miró suspicaz, dándole a entender que no iba a dejarse engañar. Sabía perfectamente que Kevin no tenía ningún deseo de realizar esa tarea pero, aun así, la haría. Y, según parecía, eso le bastaba.
–Excelente –contestó el coronel levantándose de su sillón para acercarse a la ventana y observar la base militar, desde la segunda planta de su despacho.
No era necesario que Kevin mirara por la ventana para saber qué estaba viendo el coronel. Se trataba del barullo de las tropas de soldados, marchando. Marines. El pelotón. El brigada gritando instrucciones, marcando el ritmo, tratando de hacer de un grupo de críos algo que se pareciera a un ejército de duros marines.
Los rayos de sol del mes de mayo entraban por la ventana separándose en haces de colores, como si atravesaran un prisma. La brisa marina entraba también por ella, llevándoles el ruido de hombres y mujeres marchando. El motor de un avión, despegando del aeropuerto de San Diego, sonó como un trueno lejano.
–No quiero que me malinterprete, Rogan –dijo el coronel–. Mi hija es una persona… muy especial.
–Por supuesto, señor –respondió Kevin educadamente, preguntándose, sin embargo, hasta qué punto sería especial, cuando su padre necesitaba obligar a un hombre a acompañarla durante todo el mes que durara su visita en la base.
Kevin dirigió la vista hacia la mesa del despacho del coronel para ver si encontraba allí una fotografía enmarcada de ella. No había ninguna. No dejaba de preguntarse cómo podía haberse metido en aquel lío. ¿Acaso la hija del coronel estaba loca?, ¿resultaba desagradable?, ¿era un troll de un solo ojo?
Pero Kevin sabía muy bien quién era ella. Era la hija del coronel. Y solo por esa razón haría todo cuanto estuviera en su mano para que disfrutara de su visita. Aunque acabara con él.
Kevin juró en silencio. Un sargento de Artillería del Cuerpo de Marines, reducido a gloriosa niñera.
Lilah estaba sentada al volante de su coche de alquiler, a las puertas de la base, repitiéndose a sí misma que era una estúpida. Siempre era así. Un simple vistazo a lo que su padre consideraba su hogar, y el estómago se le revolvía. Era una sensación muy familiar.
Lilah se aferró al volante. También se le revolvía el estómago cada vez que veía a su padre, después de una larga ausencia. Hubiera debido estar acostumbrada, ¿no?
–No –murmuró