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Heridas de amor
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Libro electrónico141 páginas3 horas

Heridas de amor

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Necesitaba una vida nueva… y un hombre de verdad
Renee Wilson necesitaba desesperadamente conseguir ese trabajo en la granja Blackstone. No podía marcharse, pero tampoco se atrevía a quedarse con el viudo Sheldon Blackstone, ni a negar el deseo que ardía dentro de ella cuando él estaba cerca.
Nada más ver a Renee, Sheldon supo que la convertiría en su amante. ¿Sería suficiente con seducirla, o acaso la futura madre deseaba algo más de él? No pasaría mucho tiempo antes de que Sheldon admitiera que, con su vulnerabilidad y su encanto, Renee estaba destruyendo la coraza de hierro con la que protegía su corazón.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 mar 2012
ISBN9788490105719
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    Heridas de amor - Rochelle Allers

    Capítulo Uno

    –Por favor, diga su nombre –pidió una voz a través del altavoz.

    Unas puertas automáticas de hierro coronadas por una historiada letra B y rodeadas de cámaras de seguridad componían la entrada a la legendaria cuadra Blackstone.

    Renee sacó la cabeza por la ventanilla del coche y miró a la cámara.

    –Renee Wilson –dijo, y al momento se abrieron las puertas para dejar pasar su coche.

    Estaba en un lugar nuevo, con un empleo nuevo y tenía por delante un comienzo nuevo, pensó mientras conducía entre vallas blancas y muros de piedra que delimitaban los verdes campos.

    Renee devolvió el saludo a un hombre que estaba en un tractor y volvió a concentrarse en el camino. Movió la cabeza; le dolía el cuello, los hombros y la espalda del largo viaje. Había salido de Louisville, Kentucky, hacía poco más de ocho horas y sólo se había detenido dos veces: una para echar gasolina y otra para comer. Y por fin había llegado a su destino en Staunton, Virginia.

    «Sí», se dijo. Había acertado al aceptar el puesto de administrativa para la cuadra Blackstone. Vivir y trabajar en una granja de caballos iba a ser una nueva experiencia para alguien como ella, acostumbrada a la energía frenética de Miami. A ella le encantaba esa ciudad, pero sabía que no podría haber seguido viviendo allí. No quería arriesgarse a encontrarse con su exnovio, el hombre que la había dejado embarazada y que había olvidado convenientemente decirle que estaba casado.

    Renee siguió las indicaciones hacia la casa principal. Era finales del mes de octubre. Los árboles desplegaban sus colores más bellos y olía a tierra mojada tras una semana de tormentas.

    Renee aparcó el coche junto a una camioneta, delante de la casa de Sheldon Blackstone. Su hijo Jeremy era quien le había hecho la entrevista y quien la había contratado. Él sería quien se convirtiera en su jefe cuando Sheldon Blackstone se jubilara al final del año.

    Ella apagó el motor, agarró su bolso de mano y abrió la puerta del coche. Apenas puso los pies en el suelo, una figura alta se colocó delante de ella. Sorprendida, Renee ahogó un pequeño grito y miró hacia arriba.

    Dos ojos grises que brillaban en un rostro color café la dejaron clavada. El sol de la tarde sacaba destellos rojos y grises de aquel pelo negro y abundante. Renee se quedó sin respiración mientras el corazón le latía como loco y sintió que se mareaba. Sin duda aquel hombre era Sheldon; su hijo Jeremy se parecía mucho a él. Pero había algo en la mirada del padre que la ponía nerviosa.

    Renee se recompuso y extendió la mano.

    –Buenas tardes, soy Renee Wilson.

    Sheldon Blackstone observó aquella mano menuda y la vio perderse en la suya al estrecharla. Se preguntó cómo reaccionaría aquella mujer de rasgos delicados y piel chocolate, perfectamente arreglada, cuando supiera que iba a tener que vivir con él en lugar de en el bungalow que le había sido asignado. Forzó una sonrisa.

    –Y yo, Sheldon Blackstone.

    –Es un placer conocerlo, señor Blackstone –respondió ella, soltándose de él.

    –Por favor, llámame Sheldon. Aquí usamos el trato informal.

    Renee sonrió, destacando más los hoyuelos de sus mejillas y su boca carnosa y suave.

    –Así lo haré, Sheldon, pero sólo si tú me llamas Renee.

    Él esbozó una amplia sonrisa. Esa mujer era encantadora.

    –Así lo haré, Renee.

    La condujo del codo hacia el enorme edificio de dos pisos que era la vivienda principal.

    –Tengo que comentarte algo antes de que te instales –añadió él, y al ver la mirada de desconcierto de ella, puntualizó–: Algo sobre tu alojamiento.

    Renee cerró los ojos unos instantes y rezó porque los Blackstone no retiraran su oferta de alojarla en la granja y cuidar de su hijo.

    –¿Qué sucede? –preguntó por fin con cautela.

    Sheldon se cruzó de brazos.

    –El bungalow que te habíamos asignado no puede usarse de momento. Hace unos días ardió el tejado a causa de una rayo y, cuando logramos apagar el fuego, se puso a llover y se inundó todo. Ayer estuvo un perito evaluando los daños y dijo que hay que tirar todo el interior y reconstruirlo.

    Renee abrió los ojos abrumada y sin dar crédito.

    –¿Estás diciendo que no puedo vivir en la granja?

    –Hablaremos mejor dentro de la casa –le aseguró Sheldon, tomándola del codo de nuevo.

    Renee se quedó inmóvil. Si no podía vivir en la cuadra Blackstone, sólo le quedaba una opción: volver a su coche y regresar a Kentucky. ¿Cómo iba a decirle a Sheldon Blackstone que ella era una mujer soltera de treinta y cinco años, sin residencia fija, y embarazada de un hombre que la había mentido mientras se casaba a sus espaldas?

    –Por favor, Renee, me gustaría que escucharas mi propuesta. Entremos en la casa –le pidió Sheldon con tranquilidad.

    Ella lo observó en silencio unos segundos y al final asintió.

    –De acuerdo.

    Se sentía incómoda. ¿Por qué no encontraba ningún hombre en quien poder confiar? Todos decían una cosa y hacían justo lo contrario. Para empezar, su padre: Errol Wilson había sido un alcohólico mentiroso, jugador y mujeriego.

    Ella salía con hombres de cuando en cuando y, aunque había ofrecido su pasión a alguno que otro, a ninguno había entregado su amor. Pero todo cambió el día en que conoció a Donald Rush: ella le ofreció todo lo que tenía y que nunca había compartido con ningún hombre. Y al final él también la había engañado. Con los otros, ella había sido capaz de salir ilesa, con su orgullo y su dignidad intactos, pero con Donald se le había terminado la suerte: a los dos meses de dejarlo, ella había descubierto que esperaba un hijo suyo.

    Renee siguió a Sheldon al interior de la casa. El amplio vestíbulo estaba decorado con vitrinas llenas de trofeos, recuerdos y fotografías de jockeys negros desde mediados del siglo XIX hasta el presente. Sheldon la condujo a un salón con sillones de cuero y grandes ventanales.

    –Por favor, siéntate –dijo él, indicándole uno de los sillones.

    Esperó a que ella se hubiera sentado para sentarse él en otro sillón. No sabía por qué, pero tenía la impresión de que aquella mujer que había contratado Jeremy para digitalizar la contabilidad de la cuadra no superaría el período de prueba de tres meses. Por lo que él había leído en su currículum, ella había sido la directora de administración de uno de los bufetes más importantes de Miami; pero eso no podía compararse con vivir y trabajar para una cuadra. Sheldon se preguntó cuánto tiempo aguantaría ella hasta que se cansara de oler a heno y a caballos. Él seguramente no habría contratado a Renee, por muy buenas referencias y experiencia que tuviera, pero la decisión la había tomado su hijo Jeremy, que era quien iba a asumir el control de la cuadra en enero, cuando él se jubilara oficialmente tras treinta años dirigiéndola.

    La mirada de Sheldon recorrió el pelo perfectamente peinado de ella, su casaca amarilla de seda, sus pantalones negros de crêpe y sus zapatos de diseño. Todo en Renee Wilson destilaba sofisticación de gran ciudad.

    –Como ya te he comentado, hasta dentro de unos meses no vas a poder alojarte en el bungalow que tenías asignado –comenzó Sheldon pausadamente–. Pero estoy dispuesto a que te alojes en mi casa hasta entonces.

    –¿Estás diciéndome que voy a vivir contigo? –preguntó Renee, perpleja.

    Ella se había jurado a sí misma que no volvería a vivir con ningún hombre ni siquiera por un período temporal. Por otra parte, Sheldon Blackstone iba a ser su jefe durante los dos próximos meses, no su amante.

    Los ojos de él brillaron de diversión. Era evidente que su sugerencia había descolocado a Renee.

    –Esta casa es muy grande, apenas nos veremos. Una mujer viene varias veces a la semana a limpiar la casa y lavar la ropa. Tú tendrás tu propio dormitorio con baño independiente, y he preparado un despacho provisional en el porche trasero. Si no quieres comer en el comedor o prefieres pedir comida de fuera, puedes comer en la cocina. Y si quieres cocinar tú, avísame de lo que necesites y yo le encargaré al chef que lo compre.

    A pesar de lo preocupada que estaba, Renee sonrió tímidamente.

    –Parece que has pensado en todo –dijo, y vio que Sheldon sonreía abiertamente y asentía–. Te aseguro que el hecho de que yo viva aquí no supondrá ningún problema para tu…

    Renee no terminó la frase.

    –¿Te refieres a si hay alguna mujer en mi vida? –preguntó él, y supo que había acertado en los ojos de Renee–. Existen dos señoras Blackstone y son las esposas de mis hijos, Kelly y Tricia. Mi mujer falleció hace veinte años y yo nunca he tenido nada con ninguna mujer que viviera o trabajara en esta granja.

    Renee respiró aliviada.

    –Muy bien, entonces acepto tu oferta.

    Sheldon no había mentido. Hacía meses que no había ninguna mujer en su vida. Él se había casado con diecisiete años, se había convertido en padre con dieciocho, había enviudado con treinta y dos y, en aquel momento, a los cincuenta y tres años, iba a jubilarse a finales de año. Estaba deseando poder ir de pesca, viajar y malcriar a sus nietos. No tenía planes de buscar una pareja, pero si aparecía alguna mujer que compartiera sus intereses, se plantearía una relación más seria pero sin llegar a casarse; él ya había fallado una vez como esposo y no quería que eso volviera a suceder.

    Tampoco había vivido en celibato desde la muerte de su esposa, pero había llevado sus relaciones muy discretamente. Todas sus citas sucedían siempre fuera de la granja. Nadie, ni siquiera sus hijos, había conocido a ninguna de las mujeres que habían compartido su cama desde que él era viudo.

    –Hay un pequeño problema –comenzó Renee–. He encargado unos muebles y está previsto que los traigan hoy.

    –Llegaron esta mañana temprano –le informó él, poniéndose en pie–.

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