Una pasión desconocida
Por Kristi Gold
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Kristi Gold
Since her first venture into novel writing in the mid-nineties, Kristi Gold has greatly enjoyed weaving stories of love and commitment. She's an avid fan of baseball, beaches and bridal reality shows. During her career, Kristi has been a National Readers Choice winner, Romantic Times award winner, and a three-time Romance Writers of America RITA finalist. She resides in Central Texas and can be reached through her website at http://kristigold.com.
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Una pasión desconocida - Kristi Gold
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Kristi Goldberg
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una pasión desconocida, n.º 1151 - septiembre 2017
Título original: Dr. Desirable
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9170-057-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo Uno
Aquella mujer tenía cara de ángel y cuerpo de locura.
Por desgracia para el doctor Nick Kempner, Michelle Lewis lo tenía en muy baja estima por el pequeño incidente ocurrido unos meses atrás en la boda de su hermana.
Nick seguía sin comprender por qué se había ofendido tanto por llamarla princesa. Al fin y al cabo, era lo que parecía con aquel vestido de dama de honor. Teniendo en cuenta que lo había llamado sapo con esmoquin, el ofendido debería de ser él. Claro que su ex mujer le habría llamado algo peor.
Aquel día, Michelle Lewis, en su papel de gurú de relaciones públicas del San Antonio Memorial seguía siendo una mezcla de pecado y santidad. No le había puesto buena cara cuando Nick había llegado un poco tarde a la reunión. Bueno, había llegado bastante tarde, sí. Teniendo en cuenta que Michelle era la única que quedaba en la sala de juntas, estaba claro que se había perdido la reunión entera.
Michelle apenas se dignó a dedicarle una mirada cargada de desaprobación cuando él se apoyó en la mesa y la observó. Siguió guardando sus cosas sin ni siquiera decirle «lárgate de Dodge, Nick».
Como un niño, esperó a que reparara en su presencia. No sucedió.
–¿Qué me he perdido? –tuvo que preguntar al final.
–La reunión entera. Hemos terminado hace cinco minutos.
Nick se encogió de hombros.
–Perdón por llegar tarde. Tenía quirófano a las nueve y he tardado más de lo previsto.
Michelle guardó el ordenador portátil.
–Es la segunda reunión seguida que se pierde. Tal vez debería pensarse mejor estar en el comité si eso perturba su horario.
Nick sonrió.
–Podríamos tener las reuniones en el quirófano. Podría hacer sus presentaciones mientras yo hago un implante de cadera.
Le pareció que sus labios se curvaban en una débil sonrisa, pero no lo suficiente como para que se le marcaran aquellos encantadores hoyitos.
–Interesante sugerencia, pero los demás médicos se las arreglan para venir a la reunión mensual sin tener que recurrir a medidas tan drásticas.
–Supongo que no soy como los demás, señorita Lewis. Prefiero anteponer las necesidades de mis pacientes. Soy así de rarito cuando se trata de mi trabajo –contestó él encantado de ponerla en su sitio.
A juzgar por cómo se estaba cruzando de brazos y mirándolo con aquellos ojos azul índigo, no había sido una buena idea.
–Una cualidad admirable, pero necesito que los médicos me ayuden para que esta campaña publicitaria salga bien.
Había llegado el momento de ser diplomático.
–¿Qué tal va, por cierto?
–Muy bien, gracias. Hoy hemos hablado de los nuevos equipos pediátricos y de cómo los vamos a utilizar en los anuncios.
Nick no podía dejar de mirar el jersey rojo sin mangas que le marcaba los pechos. La falda de punto negro le cubría hasta las pantorrillas, pero dejaba adivinar las maravillosas piernas que había debajo. El pelo, largo y oscuro, brillaba como la superficie de la mesa y Nick se moría por tocarlo.
–¿Qué va a salir en los anuncios? ¿La nueva UCI?
–Vamos a utilizar la nueva sala de familia.
–¿Sí? ¿Está segura?
Michelle lo miró molesta.
–Muy segura –contestó–. Queremos que los padres sepan que tienen una habitación donde descansar cuando sus hijos están enfermos. Además, según lo que nos ha dicho el doctor Rainey en la reunión, todo el mundo da por hecho que hay equipos de alta tecnología.
Nick supuso que Al Rainey estaba intentando ganar puntos con Michelle. Aquello lo enfureció. Aquel tipo era un perfecto capullo con las mujeres. Alguien debería recordarle a menudo que estaba casado.
–Sin ánimo de ofender, Al Rainey es cirujano plástico –dijo Nick pensando que, encima, era mediocre–. Su fuerte son los estiramientos, no las campañas publicitarias.
–En realidad, la idea fue mía.
Vaya, qué metedura de pata.
–¿De verdad?
Michelle frunció el ceño.
–Sí y la verdad es que el doctor Rainey se ha mostrado de lo más cooperador. Además, siempre llega pronto a las reuniones.
Nick intentó ignorar la referencia a su tardanza, pero le molestó que defendiera al libertino del hospital.
–Dicen que llega pronto a todo.
Michelle tosió y se puso como un tomate.
–Es el presidente del comité y ha estado de acuerdo en que nos centremos en la sala de familia.
Nick se apostaba el cuello a que Al estaba centrado en ella.
No podía controlar los celos y tampoco pudo controlar las ganas de darle donde más le dolía, como había hecho ella en la boda y como estaba haciendo en aquellos momentos.
–Si queremos que nos tomen en serio, debemos ofrecer medicina de calidad. Claro que no sé si mi opinión contará porque está visto que yo llego mucho más tarde que Rainey a ciertas cosas.
Michelle se quitó las gafas y lo miró con calma aunque todavía sonrojada.
–Por supuesto que su opinión cuenta, doctor. Le prometo que el nuevo equipo se mencionará en el anuncio. ¿Le vale así?
Lo único que le valdría sería besarla.
–Sí, me vale, señorita Lewis.
Por fin, sonrió abiertamente y Nick vio aquellos hoyitos maravillosos.
–Me alegro mucho, doctor Kempner. ¿Algo más?
Sí, la verdad es que unas cuantas y ninguna decente.
–No, nada más –sonrió–. Eso es todo, para empezar.
De todos los médicos engreídos e inaguantables, Nick Kempner estaba el primero en la lista y eso que la lista era larga.
Aquel hombre la sacaba de quicio. Todo había comenzado cuando los habían presentado oficialmente en la boda de Brooke y Jared. Por respeto a su hermana y a su cuñado, lo había tolerado. Por respeto a su trabajo, lo había tolerado ese día. No era que fuera feo, la verdad.
Sin embargo, ella no se doblegaba ante un hombre si no era estrictamente necesario. Seguramente, muchas mujeres estarían dispuestas a hacer el pino por él. Le debía de bastar con mirarlas a los ojos con su mirada oscura. Inmediatamente se verían transformadas en sumisas ovejitas buscando un pastor.
Pero ella no era así. Ya había conocido a suficientes embaucadores de buenas palabras que solo tenían en mente llevársela a la cama prometiéndole matrimonio y asegurándole que eran médicos cuando era todo mentira. Nick no tenía nada que ver con aquello, pero daba igual. No quería saber nada de su fama con las mujeres ni le importaba que fuera el mejor amigo del marido de Brooke, que le había dicho que tenía que conocerlo mejor. A pesar de los esfuerzos por emparejarlos de su hermana y su cuñado y de que Nick era todo carisma, no pensaba caer en aquello.
Michelle se dirigió a los ascensores pensando en la reunión, que había ido muy bien.
–Señorita Lewis, espere.
Dios, ¿la estaba siguiendo?
–¿Alguna otra cosa, doctor Kempner?
–No –contestó él con una sonrisa arrebatadora.
Michelle se sintió medio desnuda y se apretó el ordenador contra el pecho.
–¿Entonces?
–Solo quería que me concediera un minuto.
Se pararon delante de los ascensores y tuvo que mirarlo.
–Aquí llega el ascensor, Michelle –dijo Al Rainey desde dentro.
–No, ya voy en el próximo.
–¿Seguro? –sonrió Al.
–Sí, sí –contestó ella mirando a Nick con impaciencia–. ¿Qué puedo hacer por usted?
–Es un encanto, ¿verdad?
–Con ese acento, doctor Kempner, no sé cómo no se llama Billy Bob.
–Supongo que se me notan las raíces.
–¿Las raíces?
–Nací y me crié en Texas.
–Ah, esas raíces –dijo ella mirándole los pies. Zapatillas de deporte. Lo volvió a mirar a los ojos.
–Sí, claro, esas raíces, no las del pelo, como a Al, que se las tiene que teñir ya.
Michelle intentó no sonreír.
–No le