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La promesa de un hombre
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Libro electrónico159 páginas2 horas

La promesa de un hombre

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Información de este libro electrónico

¿Cómo podría convertirse en la novia de su enemigo?
El ranchero Connor Brodi era el hijo del mayor enemigo de Lara Dearborn, y todo el mundo sabía que no se podía confiar en él. ¿Entonces por qué se sentía tan terriblemente atraída por aquel hombre cuando lo que debía hacer sería temerlo?
Pero los rasgos marcados de Connor y su maravillosa sonrisa seguían haciendo que se le acelerara el corazón. Además sus repetidos intentos por compensar los errores de su padre hacían que Lara se sintiese tentada a perdonarlo, olvidarlo todo... y enamorarse de él. A pesar de su nombre, a pesar de todo...
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 ene 2016
ISBN9788468780009
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    Vista previa del libro

    La promesa de un hombre - Jodi O'Donnell

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2002 Jodi O’Donnell

    © 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    La promesa de un hombre, n.º 1359 - enero 2016

    Título original: The Rancher’s Promise

    Publicada originalmente por Silhouette® Books.

    Publicada en español en 2003

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.: 978-84-687-8000-9

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Si te ha gustado este libro…

    Capítulo 1

    LARA Dearborn agarró el pomo de latón y golpeó la puerta con la cadera. La puerta de madera, deformada tras décadas de la humedad que reinaba al sur de Texas, cedió de golpe, y Lara entró de sopetón y a trompicones en la desierta sala de espera de la clínica.

    Consiguió detenerse antes de chocar contra el mostrador de recepción, pero en su desesperado intento por mantener el equilibrio dejó caer los libros e instrumentos que llevaba entre los brazos. El estetoscopio, afortunadamente protegido en su caja rígida, resbaló por el suelo hasta meterse bajo el sofá de cuadros que había junto a la pared. Sin embargo, la voluminosa enciclopedia médica le cayó en el arco del pie.

    Lara no solía maldecir, ni siquiera cuando sentía dolor. Se agachó para darse un masaje en el pie y soltó varias de las alternativas favoritas que solía utilizar.

    —Mecachis, jopelines y recórcholis —exclamó con cierto alivio. La satisfactoria sensación duró solo un segundo, hasta que oyó una profunda risa masculina en algún lugar de la clínica, más allá del mostrador.

    —¡Oh! —exclamó Lara con sorpresa y cierta vergüenza. Era sábado por la tarde y había creído que estaría sola en la clínica, y que podría explorarla e incluso hacer algo de trabajo antes de conocer a sus pacientes la semana siguiente—. Bueno —exigió—, ¿quién hay ahí?

    —Mi nombre es Bond —respondió una voz que imitaba perfectamente a Sean Connery—. James Bond —a esas palabras siguió una risa profunda.

    Lara dobló la cintura y palpó bajo el sofá en busca de su estetoscopio; en cuanto lo encontrara, pensaba salir de allí a toda prisa. No creía que la persona cuyos pasos se acercaban a la sala de espera fuera peligrosa, al fin y al cabo estaba en Bridgewater, Texas, donde todos se conocían. Pero prefería comprobarlo en un entorno en el que se sintiera menos vulnerable.

    Pero no tuvo esa suerte. Acababa de poner la mano en la caja negra en la que estaba su estetoscopio cuando un vaquero rodeó el mostrador.

    —¿Puedo ayudarla, señora? —preguntó un hombre vestido con unos vaqueros usados, una camisa verde remangada y unas botas polvorientas. Lara pensó que solo le faltaba un rifle y mascar tabaco para completar la imagen de vaquero de película.

    —No, no. En absoluto —dijo con nerviosismo, dándose una palmada en el muslo para simular coraje—. Solo he venido para… mmm, pero creo que será mejor que me vaya. Es decir, si no lo molesta, señor, ejem, Bond —sus palabras provocaron otra atractiva carcajada.

    —En realidad, no me llamo Bond, y tampoco estoy loco —dijo él para tranquilizarla—. Ha sido por tu manera de preguntar quién era; además, siempre he querido decir eso en público, y no ante el espejo del cuarto de baño. Eso y «adelante, alégrame la vida» —explicó. Al ver la mirada intranquila de Lara, hizo un gesto con la mano—. Perdona. Tienes ante ti al producto de una imaginación hiperactiva. No me prestes atención.

    El problema era que no prestarle atención hubiera sido imposible. Por eso lo miraba fijamente. Era tan guapo como cualquiera de los héroes que decía imitar ante el espejo del cuarto de baño. Incluso más.

    Tenía los ojos color chocolate y pelo corto del mismo tono marrón profundo. El mentón estaba tan bien definido, que parecía tallado. Medía más de un metro ochenta, tenía la espalda ancha y caderas estrechas. Pero fue su sonrisa, amplia, blanca y levemente nostálgica lo que hizo que se le desbocara el corazón. Tenía hoyuelos profundos en ambas mejillas.

    —¿Te has hecho daño? —la sonrisa se desvaneció cuando la vio quitarse el zapato para frotarse el arco del pie. Un segundo después estaba arrodillado ante ella y tenía su tobillo en la mano, sin darle tiempo a quejarse—. Dios, aquí estoy, hablando sin parar, sin pensar en que algo ha debido provocar esas divertidas blasfemias.

    Incluso a través del grueso calcetín deportivo, sintió la calidez de sus enormes manos; en vez de desear apartarse, Lara sintió un escalofrío de excitación. Al verlo tan cerca, notó lo espesas que eran sus pestañas. También tenía las cejas oscuras y gruesas y realzaban su mirada igual que hacían los hoyuelos con su sonrisa.

    —Estoy bien —contestó—. Lo sabría si me hubiera roto algo… Soy la nueva asistente médico de la clínica.

    —Claro. Debes ser Lara, la prima de Griff —dijo él. Ella sintió cierta decepción cuando le soltó el tobillo.

    —Es el diminutivo de Larissa. En vez de 007 o Harry el Sucio, a mi madre la apasionaba el Doctor Zhivago —admitió ella, poniendo los ojos en blanco.

    —Es una suerte —dijo él alzando sugestivamente las cejas—. Si no recuerdo mal, las chicas Bond suelen tener nombres muy picantes.

    Lara se echó a reír y él la miró con una expresión tan satisfecha, que ella bajó los ojos y jugueteó con la caja del estetoscopio. Ya no sentía la más mínima aprensión.

    —¿Conoces a Griff? —preguntó con voz temblorosa.

    —Claro que sí. Me enorgullezco de considerarlo uno de mis mejores amigos —se sentó en los talones—. Por eso, cuando Griff mencionó que tenía una prima en Dallas que acababa de graduarse como asistente médico y buscaba trabajo, le di la lata para que te trajera aquí, a la clínica de Bridgewater.

    —¿Eres el jefe de Griff? —su estima por él subió otros diez puntos. Según su primo, la idea de reemplazar al doctor Beckett, jubilado, con un asistente médico en vez de un médico a tiempo completo, había sido del ranchero para el que trabajaba. Un médico vendría desde Houston para atender a los casos graves. Esa solución ahorraría tiempo y dinero a todo el mundo. Pero, sobre todo, proporcionaría mejor asistencia médica a los miembros de la comunidad con menos recursos económicos, dado que el jefe de Griff se había ofrecido a pagar su salario.

    —Bueno, no me considero su jefe —dijo, aún en cuclillas ante ella—. Griff es el capataz de mi rancho y lo considero más bien un socio. Mi nombre, por si no lo sabes, es Connor.

    Le ofreció la mano y Lara no tuvo más remedio que aceptarla. Sintió una oleada de calor que recorrió su brazo y le llegó al pecho.

    —La verdad, Lara —añadió Connor con candidez y la mirada segura y sincera—. Me alegro de que hayas llegado. Te necesitamos aquí, en Bridgewater.

    Lara no pudo evitar sonrojarse. Sabía que su rostro estaba encendido como una bombilla; siempre le ocurría cuando un hombre atractivo le prestaba la más mínima atención. Por lo general, eso provocaba que saliera corriendo en dirección opuesta. Sin embargo, con Connor no se sentía así. Por una vez le parecía que estaba donde debía estar y eso la extrañó.

    Había dudado mucho antes de abandonar Dallas para hacerse cargo de la diminuta clínica de una ciudad que siempre recordaba con cierto dolor de corazón. Pero su primo le había dicho que las cosas habían cambiado mucho desde que su madre y ella se marcharon de allí hacía más de veinte años. El hombre que les había causado tanto dolor ya no tenía el poder sobre Bridgewater y el resto del condado que había tenido en aquellos tiempos. Según Griff, todo era distinto y lo ocurrido entonces era agua pasada.

    Lara, impresionada por la sincera acogida de Connor, que la había contratado para ayudar a los ciudadanos menos afortunados, admitió que quizá Griff tuviera razón. Las cosas parecían haber cambiado y, además, se sentía muy cómoda con el hombre que acababa de conocer. Se alegraba de haberse atrevido a regresar. Estaría a cargo de la clínica durante la semana, ocupándose de los casos más sencillos: enfermedades leves, heridas, revisiones y campañas de vacunación. Se ocuparía de la gente y acabarían por necesitarla, sería un trabajo muy satisfactorio.

    Había dejado el pasado atrás y, al mirar los profundos ojos marrones de Connor, se alegró de que hubiera ante ella un futuro lleno de posibilidades. Sonrió, ruborizándose aún más. No le importó, pues los hoyuelos de Connor se hicieron aún más profundos y se imaginó que besar uno de ellos sería una experiencia casi divina.

    —Apuesto a que has venido a echar una ojeada al sitio en el que pasarás la mayor parte del día —aventuró él.

    —Eso es exactamente a lo que he venido —replicó ella con seriedad.

    —¿Me concedes el honor de ser tu guía? —Connor se puso en pie y le ofreció la mano. Ella se sintió como si fueran compañeros de toda la vida. Sin dudarlo un segundo, la aceptó.

    —Te sigo —dijo.

    —He estado encerando los suelos, intentando adecentar esto un poco antes de que llegaras —explicó Connor, abriendo la puerta de uno de los consultorios y encendiendo la luz. Lara se puso de puntillas para mirar por encima de su hombro. Lo siguió al interior de la sala e, hirviendo de excitación, recorrió la habitación con la mirada. Estaba ordenada y resplandeciente, así que, a pesar de sus palabras, Connor solo podía haber estado realizando una limpieza cosmética.

    El sol de octubre se filtraba por las persianas, bañando la habitación con una luz cálida y acogedora. La camilla de cuero tenía un trozo de papel limpio en el centro, lista para el siguiente paciente. Al lado había un aparato para medir la tensión arterial y en la pared opuesta una tabla para medir la agudeza visual. Al otro lado había diversos instrumentos alineados y tarros de cristal con bolas de algodón. Incluso había un termómetro digital junto a un ordenado montón de libros sobre nutrición, cuidados prenatales y enfermedades infantiles.

    —No contamos con equipo muy moderno —se excusó Connor, a su espalda. Lara giró y lo vio apoyado sobre la camilla. La examinaba con interés: sus ojos se posaron en su boca sonriente y luego volvieron lentamente a sus ojos, haciendo que Lara se apartara con nerviosismo, sintiéndose menos cómoda que antes.

    —Eso no me preocupa —le aseguró.

    —Quizá no, pero es otra de las razones por las que no hemos conseguido contratar a un médico a tiempo completo desde que el viejo doctor Becker se retiró, hace año y medio —comentó Connor—. La enfermera, Bev Jefferson, ha hecho lo que ha podido, ocupándose de que aquellos que lo necesitan vean al médico que viene los martes y los viernes. Pero hemos echado en falta a alguien que viviera aquí, que formara parte de la comunidad. Alguien a quien la gente conozca y en quien confíen.

    Lara probó los grifos de agua caliente y fría del pequeño lavabo de acero inoxidable. Connor debió notar, como ella, que el grifo goteaba, porque se acercó y, rozándola con el brazo, lo comprobó él

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