Hielo en el corazón
Por Leslie Lafoy
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El ex jugador de jockey Logan Dupree había jurado no volver a pisar el campo de hielo después de verse obligado a abandonar el juego por culpa de un accidente. Pasaba los días amargado, intentando olvidarse de su antigua vida… hasta que apareció Catherine Talbott, una madre divorciada que le suplicó que se hiciera cargo de su equipo de jockey. El trabajo… y su nueva jefa eran irresistibles.
Catherine se sintió inmediatamente atraída por Logan y trabajar con él codo con codo hacía que resultara muy difícil resistirse a la tentación. Sabía que no era de los que se comprometían… pero quizá, si conseguía seducirlo, se diera cuenta de que ella era todo lo que necesitaba.
Leslie Lafoy
As a new mom, Leslie, at her wit's end, called her mother for advice. "He never sleeps!" she wailed into the phone. From the end of the line came a cackle-yes, a cackle!-and the words, "I have waited thirty-six years for this moment!" Yes, the apple didn't fall far from the maternal tree. Leslie doesn't sleep much. Never has and apparently never will. Why? Well, Leslie says there are just too many interesting things to do with a day. Sleep is at the very bottom of her To Do List. There's the writing, of course. And the reading, the interior decorating, the stained glass work, the sewing, the gardening, the now teenage son's ice hockey and lacrosse schedule (Leslie's the Executive Secretary for the Wichita Lacrosse Association), all the household and financial management stuff, playing the secretary-slash-receptionist for her husband's business one day a week, and being a decent wife, mom, daughter, friend. Leslie used to juggle being a high-school history teacher-and department chair-along with everything else. But her husband, David, begged her to have some mercy on the family and so she gave up the world of academia to be a full-time writer and lady of leisure. Once the son heads off to college, though.... Leslie's toying with the idea of going there herself. She misses that teaching thing-and it would only be a couple of classes, a couple times a week, a semester at a time. Yeah, she thinks the schedule could handle that.
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Hielo en el corazón - Leslie Lafoy
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Leslie Lafoy
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Hielo en el corazón, n.º 1597- septiembre 2017
Título original: Blindsided
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-072-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
Prólogo
LAS cosas habían ido tan bien como cabía esperar, pensó Catherine Talbott cuando vio salir de la oficina al ex gerente del equipo. Seguramente la puerta podría volver a colgarse de sus goznes. Y, si no, podía pasar sin ella. Últimamente pasaba sin muchas cosas.
John Ingram, que acababa de sumarse a las airadas filas de su ex empleados, estaba en la oficina de administración, gritando algo así como que Cat se creía que tenía pene, cuando Lakisha Leonard, la ayudante de Cat, entró a duras penas por la puerta rota, agitó sus trenzas adornadas con cuentas y enarcó una ceja salpicada de brillantina.
—Está un poco molesto.
—Cuando a uno lo acaban de despedir, suele estarlo —contestó Cat mientras ordenaba el montón de facturas que tenía sobre la mesa.
—A Carl tampoco va a hacerle gracia —dijo Lakisha—. Se conocen desde hace mucho tiempo.
—Sí, bueno —repuso Catherine con un suspiro—, si yo puedo encontrar a otro entrenador dispuesto a trabajar a cambio de cacahuetes rancios y cerveza sin gas, ellos también podrán apañárselas.
Lakisha frunció los labios y arrugó la nariz. Hacía un mes que Catherine había heredado de su hermano el equipo de hockey sobre hielo, en aquel breve espacio de tiempo había visto tantas veces la «cara de conejo» de Lakisha como para saber que su ayudante tenía que decirle algo.
—¿Qué pasa? —preguntó con el pulso acelerado—. ¿Conoces a algún entrenador decente que salga barato?
—No quería decírtelo enseguida —comenzó a decir Lakisha—. Tienes tantas cosas en la cabeza…
—¿Pero? —insistió Catherine.
—Tu hermano tenía un plan.
Claro que tenía un plan. Tom siempre andaba embarcado en un Gran Plan. Los intrincados detalles de sus diversos proyectos para hacerse de oro, garabateados en servilletas, ocupaban el despacho de punta a punta.
—Creo que esa servilleta me la he saltado —dijo Catherine.
—Dijo que no era el momento adecuado —Lakisha empezó a enrollarse una trencita en el dedo.
—¿Es que iba a esperar a que los jugadores lo denunciaran por impago?
—No —Lakisha abandonó su pelo para mirarse las uñas postizas, de largura imposible, y luego se encogió de hombros y de dio la vuelta—. Supongo que podría traerte el archivo.
—Eso estaría muy bien —masculló Catherine. Se reclinó en su sillón de cuero y cerró los ojos—. Y habría sido aún mejor hace un mes.
Tom era el dueño del equipo, pero la verdad pura y dura era que quien mantenía engrasada la maquinaria era Lakisha Leonard. Y Lakisha no estaba dispuesta a cederle los mandos a la hermana pequeña de Tom sin que ésta le demostrara previamente su competencia.
Aquellos treinta días habían sido agotadores. Pero, a pesar de que había acarreado sus cosas a través de dos estados, había mantenido interminables reuniones con la junta directiva de la liga y había puesto en marcha la nueva temporada, se las había ingeniado también para convencer a Lakisha de que Tom no había cometido una locura al dejarle el equipo en su testamento.
Naturalmente, Lakisha era la única que lo creía. Cat, por su parte, no las tenía todas consigo. El voto de la junta directiva estaba todavía en suspenso. Los jugadores, aunque muy respetuosos, se sentían francamente incómodos. Carl Spady la llamaba siempre señorita con un retintín que dejaba claro que en su opinión ella debería estar en su casa, ocupándose de la colada. John Ingram solía llamarla encanto. Hasta que lo había despedido por incompetente y entonces el encanto se había metamorfoseado en una zorra sedienta de poder.
Y ella entendía por qué se sentía así. Ingram era desde hacía diez años el gerente de los Warriors. Pero, que ella supiera, había dejado de interesarse por el cargo más o menos en el sexto año. Tom nunca se lo había reprochado. Ella, sí. No porque estuviera en su derecho, sino porque no tenía más remedio.
Ya estaba hecho. Había echado a un hombre de su trabajo. No había vuelta atrás, ni tenía sentido desear que las cosas fueran de otro modo. El equipo estaba prácticamente en la ruina y había que hacer lo necesario por salvarlo. Nadie más podía hacerlo. Era responsabilidad de la propietaria. Se lo debía a los jugadores. A los aficionados. Así eran los negocios. Y, aunque todo eso era cierto, se sentía culpable.
Un tintineo de cuentas anunció el regreso de Lakisha y Cat abrió los ojos al tiempo que una gruesa carpeta marrón aterrizaba sobre su mesa.
—Ahí lo tienes —anunció Lakisha, dispuesta a marcharse otra vez—. Tú lee mientras yo voy a asegurarme de que John no me roba mi único portafolios decente. Reemplazarlo podría dejarnos en la bancarrota.
Catherine le dio la vuelta a la carpeta. Sobre la tapa, escrito con la inconfundible letra mayúscula de Tom, se leía: Logan Dupree.
Cat abrió la carpeta y sacó su contenido: papeles sueltos, recortes de periódico amarillentos, una revista y un montón de fotos. La de arriba era un recorte de un suplemento deportivo de hacía mucho tiempo. Madre mía, qué sonrisa tenía aquel chico. Amplia, luminosa y llena de vida. Logan Dupree, de dieciocho años, decía el pie de foto, ha fichado con los Wichita Warriors. Tom había escrito a mano al final del artículo: Des Moines, julio de 1984.
Catherine hizo la cuenta de cabeza. Habían pasado más de veinte años. El chico ya no era un chico. Tenía casi cuarenta años. Dos menos que ella.
Pasó el recorte y se fijó en una foto publicitaria en color de Logan Dupree con el jersey de los Wichita Warriors. Leyó por encima las notas de Tom. A los dieciocho años, Logan Dupree medía casi un metro noventa y pesaba noventa kilos. Era zurdo y capaz de disparar el disco a ciento cuarenta kilómetros por hora. Catherine sonrió. Tom había olvidado anotar que Logan Dupree tenía el pelo abundante y negro, el mentón cincelado, unos pómulos de morirse y unos ojos castaños y soñadores que la dejaban a una sin habla.
Catherine hojeó los recortes, las fotos y los artículos de revistas, repasando la vida de Logan Dupree. Leyó sobre su paso a la primera división, sobre sus éxitos, sus contratos millonarios, sus casas, sus coches, sus bellas acompañantes. Y lo vio ir cambiando de foto en foto a lo largo de los años. Sus hombros se hacían más anchos y su pecho se engrosaba. Los rasgos de su rostro se definían aún más, se hacían más rudamente bellos. Se notaba que iba adquiriendo una conciencia de su porte, un descaro que hacía su físico más deslumbrante, más peligrosamente atractivo. Pero lo que más cambiaba era su sonrisa, que de luminosa y amplia pasaba a contenida y estudiada. Lo superficial, lo plástico, sustituía en ella a lo auténtico y lo natural. El precio del éxito había sido para Logan Dupree la felicidad. El sacrificio de sí mismo. Era tan triste…
—Contente —masculló Catherine mientras desplegaba un póster de GQ en el que se le veía en esmoquin, con una estrella de Hollywood colgada del cuello—. Ni siquiera lo conoces.
De pronto soltó un gemido y plantó la mano sobre la fotografía para no ver los espantosos detalles que ya había visto. El pie de foto se quedaba corto. Un golpe accidental del stick . Una herida espeluznante. El súbito final de su carrera como jugador. De sus esperanzas de conseguir la Stanley Cup.
Y, al final del artículo, subrayada en amarillo, una cita: No me interesa entrenar. Si no puedo jugar, se acabó. Y junto a ella, en el margen, una escueta nota de puño y letra de Tom: ¡Ja!
Capítulo 1
A LOGAN Dupree no le hizo falta más que un vistazo para convencerse de que la mujer del traje azul marino era un problema andante. Bebió un sorbo de whisky y se estrujó el cerebro, intentando situarla en un lugar, entre un grupo de gente. Y no pudo. Lo cual no significaba gran cosa. Largos pasajes de su memoria eran apenas un borrón químicamente inducido.
El barco oscilaba bajo él, mecido por la estela de un yate que se alejaba lentamente del puerto del club náutico. El movimiento le devolvió al presente y a la rubia de pelo rizado que permanecía parada en el pantalán, resguardándose los ojos con la mano del sol de Florida mientras examinaba la popa de su barco. En la otra mano llevaba un bolso de piel bastante viejo.
Logan la miró de pies a cabeza. Falda azul, rebeca azul, zapatos azules sin apenas tacón. Medias corrientes. Una sencilla camisa blanca con los dos primeros botones abiertos, detalle que, en una mujer con un canalillo decente, habría resultado sexy. Pero en ella… Ella no era precisamente una top model, eso seguro. Era bajita y muy sosa. No era su tipo. Parecía más bien una… ¿Una abogada? Sí, tal vez. Logan hizo memoria, repasando la retahíla de mujeres que habían pasado por su cama en el último año. No eran tantas. Sus ligues habían mermado mucho desde que se anunció que jamás volvería a cumplir los requisitos de visión de la Liga Nacional de Hockey. Pero durante los años anteriores había ligado mucho. De la mayoría de aquellas mujeres no se acordaba. Ni tampoco de los detalles de sus encuentros. Pero, eso sí, siempre tomaba precauciones. Así que si aquella mujer venía con reclamaciones de paternidad…
«Buena suerte, señora», pensó con aspereza mientras la veía caminar por el pantalán. Ella estaba a medio camino entre la popa y el pasamano cuando logró meter un tacón entre dos tablones del embarcadero. Logan hizo una mueca y sonrió al ver que ella se miraba el pie con el ceño fruncido y se liberaba dejando escapar un leve gruñido. Volvió a meter el pie en el zapato y enseguida miró de nuevo al frente. Y sin mirar a su alrededor por si alguien la había visto. Logan bebió otro sorbo de whisky. Había que reconocer que eso tenía su mérito.
—Buenos días —dijo ella alegremente al pararse junto al pasamano—. Busco al señor Logan Dupree. ¿Es usted, por casualidad?
Tenía que saber perfectamente que era él. No lo habría encontrado si alguien del club no le hubiera indicado el camino. Pero aquella idea palideció comparada con otra que se apoderó de él un instante después. Aquella mujer tenía unos ojos azulísimos. Además, tenía el pelo bonito y una boca que parecía decir bésame.
—Puede ser —contestó él—. Depende de quién sea usted y de qué quiera.
—¿Puedo subir a bordo? —dijo ella con una sonrisa.
Logan se encogió de hombros, compuso una sonrisa amable, dejó la copa sobre la mesa y se levantó de la silla. Pero ella no esperó a que le ofreciera la mano para ayudarla a subir por la rampa. No, subió por la estrecha pasarela ella solita. Logan soltó un suspiro cuando señaló la otra silla que había en la cubierta y preguntó alegremente:
—¿Puedo sentarme?
Él asintió con la cabeza y ella se sentó con una sonrisa tranquila y natural al tiempo que se alisaba la falda sobre las caderas y el trasero. Tenía unas curvas muy bonitas, eso Logan tenía que admitirlo. Ella esperó a que volviera a sentarse y luego le tendió la mano.
—Permítame presentarme —dijo—. Me llamo Catherine Talbott.
A Logan el nombre no le sonaba de nada, pero le estrechó la mano educadamente y contestó:
—Señora.
—Tom Wolford era mi hermano.
El pasado cayó sobre Logan como un mazazo. Tom Wolford, de pie entre las sombras y el humo de la estación de autobuses de Wichita. El hombretón que se inclinaba hacia delante para pasarle un brazo por los hombros al chaval que ya echaba de menos su casa y conducirlo al mundo de la segunda división de hockey. Tom Wolford. Los viejos tiempos. Hacía mucho tiempo que Logan no miraba tan atrás. Hacía ¿cuánto? ¿Cinco años que no hablaban? Podía llamarlo