En el género de misterio o relato detectivesco (que no es lo mismo que novela negra) hay una clara —yo diría indiscutible—sucesión de detectives ilustres de ficción. Casi se podría decir que una estirpe. Primero tenemos a C. Auguste Dupin: el primer detective ficticio, el gran precursor, la piedra fundacional del género. Un oscuro y brillante genio de la deducción que aparece por primera vez en 1841 en el relato de Edgar Allan Poe, “The Murders in the Rue Morgue”. Aparece solamente en tres cuentos más: “The Murders in the Rue Morgue”, “The “Mystery of Marie Rogêt” y “The Purloined Letter”. Se trata de piezas tan perfectas que aunque sean tan pocas fueron suficientes para iniciar una tradición literaria, un género. Nunca está de más, para poner las cosas en perspectiva, decir que los traductores de Poe han sido ni más ni menos que Baudelaire, Cortázar y Borges.
El segundo en la línea, más célebre y conocido por todo el mundo, desde luego es fue escrito gracias a cientos de lectores que presionaron a Doyle para que lo reviviera. Doyle lo resolvió de una forma magnífica y elegante: no lo revivió (eso hubiera sido inverosímil), pero escribió relatos que se ubican antes de la muerte de Sherlock en la línea temporal en la que transcurre la saga. Debemos estar agradecidos con el pueblo inglés, que con su férrea voluntad y justificada devoción le exprimió hasta la última gota a ese genio que fue Conan Doyle.