Como cualquier hombre
Por Gayle Kaye
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Como cualquier hombre - Gayle Kaye
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Gayle Kasper
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Como cualquier hombre, n.º 1668 - agosto 2019
Título original: Kiss the Cowboy!
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-442-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
CANDACE Porter se quitó aquellas gafas que le daban aspecto de intelectual, tomó aire y cruzó la puerta del Gunslinger’s. Necesitaba una mesa desde la que pudiera observar y donde no la miraran a ella, como de costumbre.
Al borde de la pista de baile se agolpaban unos cuantos vaqueros cerveza en mano con la esperanza de tener suerte.
Había una orquesta de country que tocaba tan alto que las paredes retumbaban. Miró a aquellos hombres vestidos con vaqueros y sombreros ladeados.
Nada.
Ni uno de los que había allí le llamaba la atención. Supo que su proyecto iba a tener éxito. El artículo que iba a escribir para la revista Mujer del Milenio demostraría que los vaqueros no eran más guapos que el resto de los hombres del mundo, que la testosterona de Texas no era más potente que la de otro lugar.
Estaba convencida de que aquello era una fantasía femenina sin ninguna base lógica. Unas cuantas semanas observando a aquellos chicos en su salsa y tendría suficientes datos para demostrarlo.
–¿Qué quiere beber?
–Una copa de vino blanco, por favor –dijo dándose cuenta de que no estaba en una fiesta sofisticada en Connecticut. Allí todo el mundo bebía cerveza y ella acababa de dejar claro que era de fuera. Al ver que el camarero enarcaba una ceja, sus temores quedaron confirmados.
–Esto no es un club de campo, preciosa, pero veré qué puedo hacer.
Menos mal que había querido pasar desapercibida.
Se puso un mechón de pelo rizado y pelirrojo detrás de la oreja, se cruzó de piernas y se echó hacia atrás en la silla. Su misión era observar a los vaqueros texanos y acabar con aquel mito de que eran irresistibles. Y Candace era buena en lo que hacía.
Sus artículos eran serios y minuciosos.
Y estaba orgullosa de ello.
Tras beber un poco de vino, se sintió más relajada. Volvió a mirar a los vaqueros de la barra. Nada estimuló sus fantasías.
Casi todos habían ligado… menos el del fondo. Estaba sentado solo, algo apartado de los demás y estaba rastreando el lugar con la mirada… en busca de una mujer, claro.
Candace sintió que se le salía el corazón por la boca al ver que la había encontrado.
Ella.
Intentó mirar hacia otro sitio, pero le faltaba el aire. En contra de todo pronóstico, comenzó a hacerse un hueco en su cabeza cierta fantasía erótica. Habría bebido demasiado. Sí, tenía que ser eso.
Apartó la copa de vino.
Hacía calor, la música estaba alta y había demasiada gente. Al vaquero del fondo parecía no afectarle nada de aquello. Parecía estar en su salsa, con el tacón de la bota enganchado en la barra del taburete, el sombrero, bajo el que Candace vio un rostro de rasgos angulosos y marcados, unos ojos oscuros y desafiantes y unos labios carnosos y… seductores. Durante un momento de locura, se imaginó aquellos labios deslizándose por su piel caliente ante la necesidad de sexo.
Dejó de mirarle la boca y apartó aquella fantasía inconsciente de su mente. Entablaron contacto visual y él sonrió.
Abiertamente.
Con descaro.
A ella.
Candace ahogó una exclamación y se dio la vuelta rezando para que aquel hombre no se hubiera dado cuenta de sus pensamientos calenturientos. Con el mentón levantado con dignidad se puso a mirar hacia la pista de baile con la esperanza de que el material que hubiera allí no fuera tan perturbador.
Tenía que mantener la calma y no involucrarse si quería demostrar que su teoría era cierta.
La orquesta dejó de tocar música de baile y comenzó a interpretar una canción sobre noches largas y ardientes y amor no correspondido.
–¿Quiere bailar?
No necesitó mirar hacia arriba para saber que aquella voz ronca y seductora pertenecía al vaquero de la barra y sintió que todas sus terminaciones nerviosas palpitaban al saberlo tan cerca de ella. Sentía su mirada ardiente y descarada y su cuerpo delgado y fuerte.
Ir con él a la pista de baile era tan peligroso como desnudarse en mitad de la autopista. Se le ocurrieron cien excusas, pero no le salían las palabras.
«Solo una canción y me voy», pensó.
Al final, lo de ir al bar no había sido buena idea.
Mañana lo intentaría en otro lugar.
En un lugar más seguro.
El vaquero la guió hasta la pista de baile, la agarró y la apretó contra sí. Candace sintió una gota de sudor que le resbalaba entre los pechos.
–Relájate, preciosa –le dijo él–. Estás más tiesa que un pincho de cactus.
Qué fácil era decirlo para él. No era a él a quien estaba abrazando un metro ochenta de hormonas y músculos masculinos.
–Es que tengo un poco de calor.
Él se echó hacia atrás y la miró. Tenía unos ojos oscuros… del color de unos vaqueros recién estrenados, la mandíbula cuadrada, la piel bronceada. Se notaba que era un hombre acostumbrado a trabajar duro bajo las inclemencias del tiempo.
Y a las mujeres fáciles, claro.
No le costó mucho imaginarse a buen número de féminas haciendo cola delante de él.
Lo vio sonreír de manera seductora y enarcar una ceja.
–Si quieres, podemos ir fuera a mirar las estrellas…
Candace no tenía ninguna intención de mirar las estrellas ni nada con aquel tipo. El vino se le había subido y había revolucionado sus hormonas, que, normalmente, eran dóciles.
–Pensándolo mejor… aquí dentro se está muy bien.
Él levantó el mentón y la miró.
–Estoy de acuerdo, preciosa.
Su voz reverberó en el interior y Candace perdió el paso. Las hormonas dóciles estaban de juerga. Tenía que recobrar la tranquilidad y el aplomo.
–Le dirás eso a todas las chicas.
–No… solo a las guapas.
Le pareció ver sinceridad en sus ojos, pero pensó que sería la luz. Sabía muy bien que ningún hombre era sincero.
–¿Y le suele dar resultado?
–A veces, no siempre –sonrió él.
Aquella sonrisa la afectaba más de lo que hubiera deseado.
Tendría que haber bebido algo sin alcohol porque aquel hombre la estaba haciendo perder la cabeza.
–¿Y qué le trae a usted por aquí? No es como las demás, que vienen a ligar aunque… me ha parecido verla mirar a todos los hombres del local de arriba abajo.
Candace se ruborizó. ¿Tanto se le había notado? Su intención había sido observar sin ser vista y recopilar datos e impresiones.
No pensaba decírselo, claro.
–Siento decepcionarlo, pero no he venido buscando a un hombre que llevarme a casa –contestó sinceramente–. ¿Puede usted decir lo mismo?
Volvió a dibujarse en su rostro aquella sonrisa sensual.
–¿Me está proponiendo algo?
–Por supuesto que no –contestó indignada.
Normalmente, la indignación era lo mejor para pararle los pies a los hombres, pero aquel hombre…
Se acabó la canción. Candace sabía que lo inteligente habría sido irse. Ya había bailado con él. Su proyecto había topado con un muro de ladrillo. Debía irse y recuperar la cordura.
–¿Quiere seguir bailando?
–Eh, no… lo siento, me tengo que ir.
Vio desilusión en sus ojos… ¿o serían imaginaciones suyas? No se podía fiar mucho de su percepción en el estado en el que estaba.
–¿En plan Cenicienta? –le preguntó él retirándole un rizo de la mejilla. Su caricia fue como una descarga eléctrica–. Todavía no han dado las doce.
Vio que tenía un hoyuelo en la mejilla derecha. No había reparado en él. Claro que había