Regalo de Navidad
Por Barbara Hannay
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Barbara Hannay
Barbara Hannay lives in North Queensland where she and her writer husband have raised four children. Barbara loves life in the north where the dangers of cyclones, crocodiles and sea stingers are offset by a relaxed lifestyle, glorious winters, World Heritage rainforests and the Great Barrier Reef. Besides writing, Barbara enjoys reading, gardening and planning extensions to accommodate her friends and her extended family.
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Regalo de Navidad - Barbara Hannay
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Barbara Hannay
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Regalo de navidad, n.º 2080 - octubre 2017
Título original: Christmas Gift: A Family
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-476-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
VÍSPERA de Navidad. ¡Tiempo de felicidad! Pero para Jo Berry, significaba sentarse detrás del mostrador de la tienda en Bindi Creek mientras pensaba en todas las fiestas que se estaba perdiendo en la ciudad.
Estaba tratando de no pensar en la fiesta de la oficina de aquella noche. Tenía la sensación de que las cosas se iban a descontrolar. Su amiga Renee tenía claro que quería impresionar al jefe, comprándose algo despampanante para la fiesta, para escalar puestos.
Jo todavía creía en que una chica podía ascender trabajando duro, sin tener que ponerse escotes de vértigo o flirtear con el jefe.
Pero aun así, le hubiese gustado ir aquella noche a Brisbane, ya que le gustaba estar con sus amigos. Era divertido asistir a fiestas que de vez en cuando se volvían escandalosas.
Pero no eran las payasadas que hacían sus amigos las que le impedían ir a la fiesta en la ciudad. Cada Navidad, se tomaba sus días libres en el trabajo y viajaba a su casa para ayudar en la tienda de la familia.
No era un angelito, pero no podía hacer otra cosa, ya que su padre vivía de una pensión de invalidez y su madre no tenía suficiente tiempo para hacerse pasar por Santa Claus para media docena de niños y al mismo tiempo preparar la comida de Navidad, aparte de encargarse de la tienda de Bindi Creek con todo el ajetreo de aquellas fechas.
Pero en realidad, en Bindi Creek no había nadie ajetreado. No pasaba nada interesante.
Aunque aquel día, había alguien que tenía muchísima prisa.
Jo observó cómo una persona desgarbada, de pelo oscuro, se bajó de un coche que había aparcado descuidadamente frente a la tienda.
Era posiblemente el hombre más guapo que Jo había visto nunca. Iba elegantemente vestido, con pantalones beige y camisa blanca que, debido al calor, llevaba desabrochada en el cuello y remangada, dejando entrever sus musculosos antebrazos.
El hombre se paró delante del escaparate de la tienda y Jo no pudo evitar mirarlo, pensando en lo elegante y atractivo que era.
En un momento dado, el hombre, de ojos azul claro o verdes, Jo no estaba segura, dirigió su mirada hacia dentro de la tienda y se encontró con la suya. ¡Caray! La había pillado mirándolo.
Mientras retiraba su mirada, Jo sintió cómo sus mejillas se ponían rojas. Él sonrió. Pero era una sonrisa formal y Jo se dio cuenta de que estaba buscando algo en especial. Su curiosidad se despertó aún más cuando el hombre entró en la tienda.
–Buenas tardes –dijo Jo amablemente. Al tenerlo en aquel momento suficientemente cerca, pudo comprobar que sus ojos eran verdes–. ¿Puedo ayudarlo?
–Voy a echar un vistazo –dijo sonriendo, mirando con indecisión la comida de la tienda.
En cuanto habló, Jo se dio cuenta de que era inglés. Su voz era profunda, madura y refinada.
–Mire todo lo que quiera –le contestó Jo, tratando de mostrar indiferencia–. Avíseme si le puedo ser de alguna ayuda.
En momentos como aquél, cuando la tienda no estaba concurrida, se divertía tratando de adivinar lo que iría a comprar el cliente. Se preguntó qué iría a comprar aquel tipo. ¿Espuma de afeitar? ¿Preservativos? ¿Aceite para el motor?
–¿Tiene muñecas? –preguntó el hombre–. Quiero el mejor regalo posible para una niña pequeña –continuó exigente el hombre–. Las niñas pequeñas siguen todavía jugando con muñecas, ¿no es así?
–Algunas sí. Pero lo siento, no tenemos muñecas.
–¿Tiene pequeños juegos de té? ¿O tal vez una caja de música? –preguntó el hombre frunciendo el ceño.
–Lo siento. No tenemos nada de eso –contestó Jo.
–¿No tiene nada apropiado para una niña?
Jo se acercó a él y lo acompañó por los pasillos analizando las estanterías; comida, artículos para la casa, para mascotas, novelas…
–¿Está buscando un regalo de Navidad?
–Sí, para una niña pequeña. Tiene cinco años.
–Me temo que no va a encontrar nada aquí –dijo Jo.
Pensó que ésa era la misma edad que tenía su hermana, Tilly.
–Tenemos algunos dulces y chocolates especialmente elaborados para navidades –continuó Jo, señalando los tarros que había en el mostrador.
–Supongo que tendré que conformarme con eso –refunfuñó el hombre–. Será mejor que tome algunas cosas por si fueran necesarias –empezó a apartar artículos al azar: bolígrafos, un cuaderno y artículos de decoración navideña.
Al acordarse de la preciosa muñeca que le había comprado a Tilly en Brisbane, Jo pensó que aquel hombre necesitaba ayuda, pero con los artículos que había en la tienda, no iba a ser fácil. Se preguntó qué estaría haciendo allí en medio de ninguna parte.
–¿Hacia dónde va? –preguntó Jo.
–Voy a Agate Downs.
–Conozco esa casa. Es la de los Marten. No está lejos. Así que está buscando un regalo para la niña pequeña que ellos están cuidando, ¿no es así?
–¿La conoce? –le preguntó el hombre, acercándose a ella con una expresión intensa.
–¿A Ivy? Sí, la conozco. Esto es un pueblo pequeño. ¿Sabe lo que le gusta?
–No. Nunca la he visto –contestó el hombre con dificultad.
–Es una niña encantadora –dijo Jo con sinceridad.
Le había llamado mucho la atención la pequeña, que tenía la cara más bonita que Jo había visto en una niña. Su belleza contrastaba con las feas cicatrices que tenía en el brazo. La pobrecita resultó gravemente quemada en un accidente hacía algunos años.
–Ivy ha estado aquí un par de veces esta semana comprando con Ellen Marten.
–¿De verdad? –dijo el hombre. Su voz estaba llena de entusiasmo y sus ojos desconcertados.
Jo se preguntó si habría alguna relación entre aquel hombre y la niña, que tenía el pelo oscuro y los ojos verdes claros como él.
¿Qué estaba pasando? ¿Sería el padre de Ivy? No le gustaba ser demasiado cotilla y por ello no había preguntado a los Marten quiénes eran los padres de la niña. Pero algo había oído de que había ocurrido una tragedia y que su padre iba a ir a reclamarla.
–Me había olvidado completamente de que una niña pequeña necesita un regalo en Navidad –dijo el hombre, suspirando y agitando levemente la cabeza.
Jo sintió simpatía por aquel hombre. «Vamos, Jo, haz algo para ayudar», se dijo a sí misma.
–¿Le gustarían algunas de éstas? –preguntó levantando una enorme jarra con chocolatinas–. Ivy tiene debilidad por ellas.
–Me llevaré todas –dijo el hombre, que parecía muy contento–. Y me voy a llevar dos botes de dulces de mantequilla y una bolsa de frutos secos.
–Tal vez pueda envolver todo esto en papel de regalo para que parezca más alegre –sugirió Jo.
–Sería maravilloso –dijo el hombre sonriéndole.
Mientras Jo envolvía todo aquello en un alegre papel de regalo de color rojo, sintió cómo él la observaba apoyado en el mostrador con los brazos cruzados en el pecho. Con cualquier otro cliente, habría mantenido una conversación, pero estaba demasiado absorta por la misteriosa conexión entre aquel hombre e Ivy.
No parecía que él tuviera prisa, así que Jo se tomó tiempo para envolver los regalos y que quedaran bonitos.
–Muchas gracias. Es estupendo –dijo el hombre, que sacó varios billetes de su cartera y se los dio a Jo–. ¿Va a cobrarme algo más por todo el esfuerzo que le ha supuesto todo esto?
–No cuando es Navidad –contestó Jo, sonriéndole mientras le devolvía el cambio.
Pensó que se marcharía en aquel momento, pero se quedó allí, mirando al mostrador, como con la mirada perdida.
–¿Quiere algo más? –preguntó Jo tímidamente.
–Si me pudiese llevar algo más emocionante, algo que a Ivy realmente le encantara –dijo el hombre mirando hacia los libros que había en la tienda y tomando un tebeo–. ¿Qué le parece esto?
–Creo que Ivy no ha empezado el colegio todavía –dijo Jo, tratando de disimular la impresión que le causó que quisiera comprarle a la niña un tebeo de acción para niños–. Me sorprendería que supiera leer.
–Hubiese sido tan fácil comprar un juguete en Sidney… No hay tiempo suficiente para llamar a una tienda de juguetes y que manden algo por avión, ¿verdad?
–Bueno… no. Creo que no… –¡válgame Dios! Si estaba dispuesto a alquilar un avión, todo aquello tendría que ser muy importante. Tenía que ser el padre de Ivy.
–¿No hay más tiendas por aquí?
–Me temo que no hay tiendas de juguetes. A no ser que quiera retroceder doscientos kilómetros.
Con resignación, el hombre empezó a agarrar lentamente los paquetes que había comprado.
–Realmente desea impresionar a Ivy, ¿no es así? –sugirió Jo.
–Es de vital importancia –asintió el hombre. Su voz estaba cargada de intensidad y sus ojos reflejaban tristeza.
¡Qué espantoso! Podía ser que fuera el padre de Ivy y nunca hubiera visto a su hija. ¿Dónde estaría la madre de la pequeña? ¿Qué clase de tragedia habría ocurrido? Sintió mucha pena por él.
–Bueno… muchas gracias por toda su ayuda –dijo el hombre, dándose la vuelta para marcharse.
–Mire –dijo Jo, que se sentía fatal por no haber sido capaz de venderle un regalo más apropiado–. Si este regalo es tan importante, tal vez podría ayudarle.
El hombre se dio la vuelta y la miró con sus intensos ojos verdes. Jo se acaloró.
–Tengo muchos juguetes que he comprado para mis hermanos y hermanas –dijo Jo–. Seguramente más de los que necesitan. Si… si quiere verlos. Encontraremos un pequeño juguete para regalarle a Ivy además de las chocolatinas.
El hombre se quedó mirándola y ella intentó aparentar estar calmada, pero él sonrió y Jo se derritió por dentro.
–Es muy amable por su parte.
–Sólo tengo que llamar a uno de mis hermanos para