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El diario perdido
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Libro electrónico199 páginas5 horas

El diario perdido

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¿Qué pensaría de ella si descubriera sus deseos más secretos? Sam MacInnes había regresado a la ciudad y seguía siendo tan guapo como siempre, aunque se adivinaba cierta angustia en su mirada. Ahora era policía, por lo que sin duda debía de haber visto cosas terribles en su trabajo. Kelsey Schaeffer siempre había estado enamorada de él, pero Sam nunca se había fijado en ella. Ella lo había escrito todo de él en su diario y se moría de vergüenza sólo de pensar que alguien pudiera leerlo algún día… El problema era que parecía que Sam estaba remodelando precisamente la casa en la que Kelsey había escondido el diario, así que tendría que recuperarlo antes de que él lo encontrara…
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 dic 2017
ISBN9788491707783
El diario perdido
Autor

Christine Flynn

Christine Flynn is a regular voice in Harlequin Special Edition and has written nearly forty books for the line.

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    El diario perdido - Christine Flynn

    HarperCollins 200 años. Desde 1817.

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2005 Christine Flynn

    © 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    El diario perdido, n.º 1671- diciembre 2017

    Título original: Confessions of a Small-Town Girl

    Publicada originalmente por Silhouette® Books.

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.: 978-84-9170-778-3

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Si te ha gustado este libro…

    Capítulo 1

    TENER fantasías con un hombre no era necesariamente algo malo. Las fantasías eran normales; incluso saludables. Lo que no era muy inteligente era dejarlas por escrito, reconoció Kelsey Schaeffer tratando de controlar el pánico que le entró al oír la conversación de algunos de los clientes de su madre. Y mucho menos narradas con tanto lujo de detalles. Pero en su defensa podía argüir que nunca imaginó que el protagonista de aquellos sueños de adolescente llegaría a estar nunca en el mismo lugar donde había escondido su diario hacía tantos años. Hasta ese momento no tenía ni idea de que Sam MacInnes había regresado a Maple Mountain. De hecho, ella apenas llevaba doce horas en el pueblo.

    —¿No vas a dar la vuelta a esas tortitas, cariño?

    La madre de Kelsey entró en la cocina de la pequeña cafetería que regentaba y miró la espátula que su hija sostenía inmóvil en la mano, inmóvil ella también delante de la plancha. Con el pelo rubio y canoso recogido en una pulida trenza que estaba a su vez recogida en un moño, los rasgos de la mujer se habían suavizado con la edad aunque para su hija, Dora Schaeffer tenía prácticamente el mismo aspecto de siempre. Amable, eficiente y capaz de hacer frente a cualquier contratiempo. La única diferencia con la última vez que Kelsey fue a verla el año anterior era la escayola blanca que lucía desde el codo del brazo izquierdo a la mano, a causa de la caída que había sufrido mientras colgaba una pancarta para el desfile del Cuatro de Julio que se iba a celebrar al domingo siguiente. La enorme pancarta roja, blanca y azul estaba ahora recogida en el suelo del almacén.

    La voz de su madre devolvió a Kelsey a la realidad y ésta dio la vuelta a las tortitas sin dejar de prestar atención a la conversación que tenía lugar entre dos de los habituales del local sentados al otro lado del mostrador.

    Amos Calder y Charlie Moorehouse, dos de los jubilados más cotillas de la pequeña ciudad donde había nacido, esperaban a que Dora les sirviera el desayuno mientras comentaban que la hermana de Sam MacInnes había comprado la antigua casa de los Baker y que éste se estaba ocupando de las reformas. Lo que la puso al borde de la histeria fue el comentario de Amos de que Sam estaba tirando prácticamente todos los tabiques de la última planta.

    Oh, no. Allí estaba su diario, el que había escrito en sus años de instituto. Atrapado en el interior del tabique de uno de los dormitorios, con su nombre en letras brillantes en la tapa y el de Sam prácticamente en todas las páginas. En algunas rodeado incluso de un corazón.

    Hasta hacía un minuto, casi se había olvidado de su existencia. Ahora, la sola idea de que Sam MacInnes lo encontrara la aterraba.

    Ni siquiera recordaba lo que había escrito. Sólo que el verano que cumplió dieciséis años, estando Sam estudiando en la Universidad, éste pasó el verano trabajando en la granja de su tío, además de despertando su corazón e inspirando un montón de sueños y fantasías que ella se había ocupado de describir página tras página con tanto lujo de detalles que si su madre lo hubiera encontrado en su casa la habría despellejado viva.

    Por eso lo escondió en casa de Michelle Baker, su mejor amiga, después de descubrir que el viejo molino abandonado tampoco era un lugar seguro para sus secretos. Desafortunadamente, cuando metieron el diario en el hueco que quedaba entre dos tabiques, el cuaderno se deslizó hasta el suelo y nunca lograron volver a recuperarlo, a pesar de todos sus intentos.

    —Kelsey, las tortitas —le recordó su madre empujando las puertas abatibles de la cocina antes de salir al comedor.

    —¿Por qué se retrasará tanto? —oyó Kelsey comentar a Amos cuando dejó los platos con las tortitas en el alfeizar de la ventana que comunicaba la cocina con el comedor—. A esta hora ya suele estar aquí.

    —Sam —fue la respuesta paciente de Charlie mirando el plato que Dora Schaeffer acababa de dejar delante de él— seguramente habrá ido a St. Johnsbury. Ayer nos dijo que tenía que hacer otro viaje a la serrería —explicó a su acompañante—. Ya le he dicho que aquí las cosas no están tan a mano como en la ciudad. Hay que hacerse una lista y comprarlo todo en el mismo viaje.

    —Con el trabajo que hace, seguro que está acostumbrado a apuntar un montón de cosas.

    Charlie se volvió hacia su amigo y lo miró por encima de las gafas.

    —¿Qué tiene esto que ver con ser policía?

    —No es policía. Es detective, que no es lo mismo —explicó Amos con la misma paciencia, mientras se rascaba la mandíbula cubierta por una ligera barba canosa de varios días—. Digo yo que un hombre que tiene que buscar pistas y cosas así sobre crímenes y asesinatos tendrá que hacerse listas para saber lo que sabe y lo que no sabe.

    La madre de Kelsey dirigió otra paciente sonrisa a los dos hombres ya jubilados que se preciaban de conocer todo lo que acontecía en el pequeño pueblo de Maple Mountain y sus alrededores.

    —Dudo que haya ido a ninguna parte —les aseguró a los dos—. No creo que haga un viaje tan largo sin desayunar antes. Y ha desayunado aquí todos los días desde que llegó hace dos semanas.

    —Eso es porque le encanta tu cocina, Dora —dijo una voz grave desde una de las mesas—. Por cierto, Kelsey, a ti tampoco se te da nada mal —dijo el hombre alzando un dedo en señal de aprobación—. Me alegro de verte por aquí.

    Kelsey sonrió a través de la amplia ventana que comunicaba el comedor con la cocina a Smiley Jefferson, el cartero de toda la vida de Maple Mountain que no había perdido la costumbre de desayunar en la cafetería de Dora antes de iniciar su reparto.

    —Yo también me alegro de estar aquí —dijo ella.

    Al menos hasta hacía un par de minutos.

    —Me han dicho que Drew y Kathy han tenido otro niño. Enhorabuena —le dijo con una sonrisa.

    —Por fin le han dado un nieto —comentó el propietario de la única gasolinera de la ciudad sentado en otra mesa—. Pero no le digas que te enseñe las fotos o hoy nos quedaremos sin correo.

    En la cafetería de Dora, donde todos los clientes se conocían, no existían las conversaciones privadas, y todo el mundo formaba una especie de gran familia en la que todos ayudaban a todos a pesar de los fallos y defectos de cada uno. Y en la que todos cotilleaban de los asuntos ajenos por igual.

    En ese momento la puerta principal de la cafetería se abrió y todos los presentes levantaron o volvieron la cabeza para ver quién era. Como siempre. Esta vez Kelsey también, y se le hizo un nudo en el estómago.

    En los doce años que hacía que no veía a Sam Mac-Innes, su imagen apenas era un recuerdo lejano en su memoria, pero en cuanto lo vio aparecer supo que era él.

    A pesar de que cuando se enamoró platónicamente de él era una impresionable e ingenua adolescente de dieciséis años que siempre había vivido muy protegida en un pequeño pueblo de Vermont y ahora era una mujer hecha y derecha, más sofisticada y con mucha más experiencia a sus espaldas, al verlo se dio cuenta de que no estaba preparada para los casi dos metros de músculo y testosterona cubiertos por una vieja camiseta de algodón con las iniciales del departamento de policía de Nueva York y unos vaqueros desgastados que entraron en el restaurante con pasos seguros y una sonrisa en los labios.

    El hombre dominaba totalmente el espacio y lograba atraer la atención de todo el mundo sin hacer el menor esfuerzo, pensó Kelsey mientras lo veía saludar a los presentes con naturalidad.

    No lo recordaba con el pelo tan moreno, de un tono tan oscuro que casi parecía negro. Y en los ojos grises había una intensidad cauta y serena que no recordaba de sus fantasías. Sin embargo, lo que más le sorprendió de él fueron las líneas que se marcaban en su rostro, antes atractivo, pero que ahora le daban un halo de poder y control, incluso de peligro.

    Sus miradas apenas se encontraron una décima de segundo. Ella apartó la suya y se ocultó detrás de la pared.

    Al pensar que era posible que él ya hubiera encontrado el diario se le cayó el alma a los pies.

    —Buenos días, Sam —oyó la voz alegre de su madre al otro lado de la ventana—. Menos mal que has venido. Estos dos estaban empezando a preocuparse por ti —le informó con una sonrisa de complicidad.

    Dora dejó una taza de café humeante en el mostrador delante de él.

    —Acabo de decirles que no te irías sin desayunar. ¿Qué vas a buscar a la serrería?

    —Paneles de cuatro por dos —dijo él—. Pero no iré hasta que termine de arrancar los tabiques del último piso y vea qué más cosas necesito. He encontrado más madera podrida de la que pensaba.

    —Porque el tejado estaba muy mal —comentó Amos—. Los Baker lo cambiaron para poder vender la casa, pero supongo que antes entraba el agua a chorros.

    —Se lo dijeron a Megan, sí —respondió Sam, hablando por su hermana—. Pero no le importó. A los niños y a ella les encantó la casa.

    —No me extraña —dijo Dora dejando un juego de cubiertos en el mostrador—. Es un lugar precioso, con el arroyo y los árboles. A Kelsey le encantaba ir allí cuando la anciana señora Baker todavía vivía. Era amiga de su nieta. Por cierto —añadió la dueña de la cafetería a su último cliente—, Kelsey llegó anoche, aunque tan tarde que apenas hemos tenido tiempo de hablar, ¿verdad, Kelsey? ¿Kelsey?

    Dora se volvió hacia donde su hija había estado sólo hacía unos momentos, pero no había nadie.

    —Kelsey, ¿dónde te has metido? Quiero presentarte a alguien.

    Kelsey no respondió. Protegida por una pared de tres metros estaba demasiado ocupada cerrando los ojos, sacudiendo la cabeza y deseando que su madre no fuera tan sociable. Aunque por su reacción, estaba muy claro que su madre ni siquiera sospechaba que ella conocía a Sam, se dijo Kelsey asomando ligeramente la cabeza para sonreír al hombre que la observaba desde el otro lado del mostrador.

    —Kelsey, te presento a Sam, el sobrino de Ted y Janelle Collier. Está aquí de vacaciones trabajando en la vieja casa de los Baker para su hermana. Te dije que habían vendido la casa, ¿verdad? —sin esperar su respuesta, Dora se volvió de nuevo a mirar a Sam—. Kelsey tiene unos días de vacaciones y ha venido a ayudarme. No sé qué habría hecho sin ella.

    Las manos de Sam eran grandes. Kelsey se dio cuenta al verlo rodear la taza con una de ellas. Y su sonrisa era agradable. Un poco reservada quizá. Y con un toque de sensualidad.

    Ahora la estaba mirando y sonriendo y Kelsey, presa de pánico, se concentró de nuevo en las tortitas.

    —Menos mal que has podido contar con ella, Dora —dijo Amos a su madre—. Pero ahora tendrás que contratar a alguien hasta que vuelva Betsy.

    Dora sacudió vigorosamente la cabeza y sonrió al recordar a su ayudante, Betsy Parker, que acababa de ser abuela de dos gemelos y había tenido que ir para ayudar a su hija y a su yerno, precisamente la semana con más trabajo de todo el verano.

    —No será necesario —le aseguró con firmeza—. Sólo tengo que acostumbrarme a usar esta cosa —murmuró levantando la escayola—. En cuanto pase este fin de semana estaré bien. Entretanto, Kelsey me ayudará a llenar el congelador de comida por si acaso Betsy necesita pasar más tiempo con sus nietos.

    Relajando la expresión, la dueña y camarera de la pequeña cafetería se volvió de nuevo a mirar a Sam y continúo hablando.

    —Tú solías venir por aquí cuando mi hija estaba en el instituto —le recordó—. Entonces me ayudaba con las mesas. Quizá que acuerdes de haberla visto por aquí.

    Kelsey sabía que en las palabras de su madre no había ninguna intencionalidad. Dora se portaba así con todo el mundo, pero en ese momento lo que menos le apetecía era que su madre recordara su existencia a Sam.

    —Claro —dijo él, aunque por su tono de voz era evidente que lo decía por cortesía—. Tu madre me dijo que ahora vives en Scottsdale. ¿Eres cocinera?

    —Pastelera —explicó ella, sin poder pensar en nada más.

    Un esbozo de sonrisa apareció de nuevo en los labios masculinos.

    —A mí me encanta la tarta de manzana. ¿Prepararás alguna mientras estés aquí?

    —Seguramente —dijo ella.

    Observándola por encima del vapor que ascendía de la taza de café, Sam arqueó una ceja.

    —¿Se te dan bien las tortitas?

    A Kelsey le costaba mantener el contacto visual con él. No recordaba los detalles, pero estaba bastante segura de que muchas de las cosas que escribió de él en el diario tenían que ver con lo atractivo y musculoso que era. Aquellos músculos ahora parecían tan duros como el granito que se extraía en la cantera de las afueras de la ciudad, e irradiaban una especie de tensión que le daban un aspecto más impaciente que relajado.

    Y ella era muy consciente de que él le estaba haciendo sentir lo mismo.

    —No me salen mal.

    —Siempre toma una ración completa, cuatro huevos, tostada integral y dos lonchas de bacon —continúo su madre, acercándose a unos turistas que acababan de entrar con sus dos hijos—. Siéntense donde quieran —les dijo señalando las mesas con un gesto

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