El retorno del príncipe
Por Christine Flynn
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Un simple error le había arrebatado la alegría a Madison O'Malley, un error estrechamente relacionado con el playboy Cord Kendrick. Cord hizo todo lo que pudo para arreglar las cosas y Madison prometió que la historia no aparecería en los periódicos. Pero en cuanto empezaron a compartir besos además de negocios, ella se dio cuenta de que estaba jugando con fuego.
Cord estaba dispuesto a hacer cualquier cosa con tal de evitar un nuevo escándalo, pero cuanto más tiempo pasaba con la encantadora Madison, más lo sorprendían sus propios sentimientos....
Christine Flynn
Christine Flynn is a regular voice in Harlequin Special Edition and has written nearly forty books for the line.
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El retorno del príncipe - Christine Flynn
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2005 Christine Flynn
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El retorno del príncipe, n.º 1579 - junio 2020
Título original: Prodigal Prince Charming
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-731-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
MADISON O’Malley, esto es lo más agradable que han hecho por mí en toda la semana —sonriendo como un chaval, el fornido obrero se echó hacia atrás el casco y pasó un dedo por el glaseado de la magdalena que tenía en la mano. La llama chisporroteaba y bailaba en la vela que había clavada en el chocolate—. No me puedo creer que te acordases.
—Recuerda el cumpleaños de todos —dijo el soldador que había a su derecha—. A mí también me hizo una el día de mi cumpleaños.
—¿Sí? ¿Y puso tu nombre, como en la mía?
—Claro que sí —asintió él—. ¿Verdad, Madison?
—Sí que lo hice, Jake —Madison sonrió, sus ojos marrones chispearon con el placer que le producía hacer que el día de un cliente fuera especial. Hacía magdalenas glaseadas de cumpleaños para todos los clientes de su ruta, cuando llegaba a conocerlos; ponía una vela y dibujaba el nombre—. No sabía si te gustaba más la tarta de chocolate o la de zanahoria. Si me lo dices, lo recordaré el año que viene.
Él le dijo que la que había hecho era perfecta y se marchó, sonriendo.
El soldador, Jake, eligió un mollete envuelto en celofán y le entregó un dólar.
—Buenos días, Madison —otro de los cuarenta clientes le dio un billete de cinco—. Dos de semillas y uno de plátano.
—Yo tengo café y un panecillo de jamón y queso —anunció una voz detrás de él.
—Yo lo mismo —otro trabajador, desconocido, ocupó el lugar de Jake. Le entregó dos billetes de cinco dólares—. Esto es por lo mío y lo de Sid, que está detrás.
Madison miró el casco blanco del recién llegado. Sobre la visera había escrito Buzz, con rotulador.
—Gracias, Buzz.
—¡Eh, Madison! ¿Tienes molletes de tarta de zanahoria hoy?
—Sólo los hace los martes y los viernes —contestó alguien por ella—. Hoy son de calabacín o de semillas —otra mano sucia con billetes apareció entre el mar de camisas y monos de trabajo—. Tengo uno de cada.
—Yo lo mismo. Y zumo de naranja —un maquinista con grasa en la cara le dio un billete de diez.
Ella aceptaba el dinero y les daba cambio de la riñonera negra que llevaba en la cintura. Las cuidadosas hileras de molletes y panecillos que había preparado ella misma esa mañana estaban desapareciendo rápidamente, junto con cartones de zumo, de leche y litros de café de la cafetera integrada en su camioneta de reparto.
No le molestaba la suciedad de las manos y la ropa de los hombres. La mayoría de los soldadores, electricistas y obreros de esa obra, al igual que los estibadores del muelle de su siguiente parada, eran hombres llanos que trabajaban duro. Se parecían a la gente del barrio donde había nacido, vivía y probablemente moriría, Bayridge, Virginia, que los vecinos llamaban Ridge. Ella también conocía el valor del trabajo duro, día a día. No se imaginaba vivir de otra manera.
—Eh, Madison —dijo una voz profunda, a su lado—. ¿Qué haces el viernes por la noche?
Ella sonrió al fornido obrero siderúrgico que llevaba tres semanas haciéndole la misma pregunta. Eddie Zwicki era alto, guapo y uno o dos años más joven que ella, que tenía veintiocho.
—Irme a la cama temprano. Tengo que levantarme a hacer la compra y limpiar la camioneta el sábado.
—¿No sales nunca?
—No con mis clientes —contestó ella con amabilidad, repitiendo la norma que había adoptado para no herir sentimientos. En realidad no salía con nadie. Trabajaba tanto para levantar su negocio que no tenía tiempo—. Pero, ¿sabes una cosa? —le dijo, porque parecía un chico agradable—. Creo que tú y Tina Deluca os llevaríais muy bien. Ya te hablé de ella. La profesora del jardín de infancia. ¿Quieres su teléfono?
—¿Sabe cocinar?
—La receta de tus galletas de avena favoritas es de su madre.
—Ya, ¿pero ella sabe hacerlas?
—Está aprendiendo —respondió ella. Era listo.
Alguien que había detrás de Eddie, lo empujó. Mientras se daba la vuelta, las conversaciones se detuvieron. Algo había distraído a los hombres.
Madison estaba junto a la puerta de su camioneta plateada, con el lateral levantado, en forma de toldo. Unos momentos antes sólo había visto hombres en filas de cuatro a seis, esperando para elegir. Ahora todos se apartaban como un Mar Rojo de tela vaquera.
—Buenos días, señor Callaway —dijo alguien.
—Buenos días, señor.
—Eh, señor Callaway.
—Hola —respondió él, cordial—. ¿Qué tal va la mañana? —las respuestas llegaron entre murmullos.
Madison reconoció de inmediato a Matt Callaway. Era el hombre alto e imponente con traje y casco al que todos saludaban con deferencia. Era el propietario de la empresa constructora que construía el enorme centro comercial York Port, que aún no era más que metros y metros de bloques de cemento y vigas de metal.
No estaba solo.
Madison también conocía al hombre que lo acompañaba. Igual de alto, e incluso más imponente, el hombre que recibía las miradas que iban de curiosidad a envidia era Cord Kendrick.
Nunca lo había visto en persona antes. Pero, como casi todo el mundo en América, había visto fotos de él en People, Newsweek y Entertainment Tonight y en las revistas que su abuela, Nona Rossini leía con avidez. Su reputación de libertino y aventurero siempre era noticia. Incluso la gente que no prestaba atención a la vida de los ricos e infames lo conocía. Toda la familia Kendrick era casi realeza para la prensa. Madison había oído que su bella madre era parte de la realeza.
No recordaba si el último escándalo de Cord había sido un juicio por paternidad o un accidente de coche. Convencida de que su abuela lo sabría, se centró en atender al jefe de los obreros.
—Buenos días, señor Callaway —sonrió—. ¿Quiere lo habitual?
De repente, recordó que él también era una celebridad. Su boda con la hija mayor de los Kendrick, el año anterior, había pillado a media nación por sorpresa, ya que nadie sabía que Ashley Kendrick tuviera una relación romántica. Cuando su abuela leyó en voz alta el nombre del esposo, se dio cuenta de que Matt era el mismo hombre que le había dado permiso para ir a vender comida dentro de la obra.
El nacimiento de su hija, hacía un par de meses, también había aparecido en todos los titulares. Muchos periodistas habían ido a la obra a intentar sacarle fotos.
—Lo habitual —repitió Matt, rascándose la barbilla—. No sabía que me estaba volviendo tan predecible.
—Entonces, ¿quiere calabacín o plátano y nueces?
—Sorpréndeme.
Ella le dio un mollete de calabacín y una taza vacía para que la llenase él mismo.
—¿Y usted? —preguntó, mirando a su cuñado. Había oído decir que los Kendrick eran los dueños del centro comercial. Eso explicaría cómo el dueño de la empresa constructora había conocido a la hermana de Cord. Y también la presencia de Cord Kendrick en la obra.
Su abuela Nona iba a quedarse muy impresionada cuando le dijera que los había visto. Pero lo que realmente impresionó a Madison fue que Matt Callaway parecía a sus anchas con el casco plateado, mientras que el hombre de los fantásticos ojos azules parecía estar luciendo el suyo para una revista de moda. Su chaqueta era de diseño, probablemente italiana. El suéter que llevaba debajo parecía de cachemira.
—Yo tomaré lo mismo que habitualmente toma él —respondió, sonriente.
—Uno de semillas. ¿Café? —preguntó, intentando ignorar el salto que dio su corazón cuando la miró.
No fue nada sutil. Estaba evaluándola de arriba abajo, en detalle. Por lo visto le gustó lo que veía, mientras recorría sus largas piernas cubiertas con unos vaqueros, el suéter de cuello vuelto marrón y el pelo recogido atrás con un pasador.
Su bien esculpida boca esbozó una sonrisa demoledora. Las fotos no le hacían justicia. Su expresión tenía encanto suficiente para fascinar a cualquier mujer.
—Leche. Sin azúcar.
—Encontrará leche junto al café.
—¿De qué tipo es?
—Del tipo que dan las vacas.
—El café —volvió a sonreír—. ¿Jamaicano? ¿Tostado?
—Normal —dijo ella con educación—. Es un dólar y medio.
—Yo pagaré —ofreció Matt.
—Lo haré yo —replicó Cord. Sacó un billete de cinco dólares y señaló con la cabeza el logo que había en la puerta del conductor, formando un arco de color verde oscuro: «Mama O’Malley, catering». —¿Quién es Mama? —preguntó.
—Ésa soy yo —sonrió por encima de su hombro a otro obrero que elegía un mollete y le daba el dinero.
—¿Tú? —alzó una ceja, curioso.
—Eso es.
Cord observó a la alta morena de cuerpo esbelto y cara de ángel, entregarle un panecillo de queso al hombre que había detrás de él. No estaba siendo grosera o descortés, su voz era cálida. Pero no le estaba dedicando la misma sonrisa brillante que recibían los demás.
Tampoco parecía interesada en conversar con él. Siempre conseguía hacer que las mujeres le hablaran. Desde jóvenes a ancianas, pasando por todas las edades. Cord odió pensar que estaba perdiendo cualidades.
—No te pareces en nada a mi idea de una Mama O’Malley —confesó, moviendo la cabeza.
No parecía madre de nadie. Tenía unos ojos increíbles, la piel tan suave que apetecía acariciarla y una boca que pedía a gritos ser besada. Y sus piernas no se acababan nunca.
—¿Por qué le pusiste ese nombre?
—Porque me apellido O’Malley y me gusta como suena. Hola, Bob —allí estaba la sonrisa de nuevo. Pero no era para él, sino para un soldador tripudo—. ¿Qué quieres?
—Venga —dijo Matt—. Volvamos al trabajo.
—Gracias —dijo Cord, intentándolo por última vez.
—De nada —contestó ella con educación. Después se concentró en el resto de sus clientes.
Cord arrugó la frente. Sus ojos parecían iluminarse para todos cuando sonreía. Pero no para él. Miró hacia atrás y la vio sacar cambio de la riñonera que colgaba de su esbelta cintura. Se preguntó si se habían visto antes. Quizá la había conocido en algún club nocturno y la había ofendido de alguna manera. Una de sus normas era no ofender a ninguna mujer si podía evitarlo. Había descubierto de la peor manera que una mujer despechada no sólo podía ser diabólica, sino también muy cara.
Pero la mujer a la que llamaban Madison no le resultaba familiar. Habría recordado su nombre. Y esa sonrisa. Le iluminaba los ojos y hacía que pareciese amistosa y asequible, como si brillara desde dentro. Sin ella, no sería más que otra cara bonita.
—¿Viene aquí todos los días?
—¿Quién? —Matt miró por encima de su hombro—. ¿La chica de los tentempiés?
—Sí.
—Vienen un par de camionetas —intentó recordar algo específico sobre ella—. Creo que lleva viniendo desde que empezamos la obra —un trozo de mollete desapareció en su boca, apagando su voz—. ¿Por qué?
—Simple curiosidad —Cord encogió los hombros y clavó los dientes en un trocito de cielo que sabía a mantequilla dulce y limón. Delicioso.
Madison vio a los dos hombres de casco plateado alejarse, devorando sus molletes. Los obreros sólo tenían quince minutos de descanso. Solían acabar con un tercio de sus existencias en cinco. Eso le daba diez minutos para sacar existencias de la cámara de almacenamiento y reponer huecos en las tres filas de molletes, galletas y panecillos, recolocar la fruta y poner café nuevo en la cafetera, para que hubiera ocho litros recién hechos para su siguiente parada, en el muelle, en veinte minutos. Media hora después tenía una última parada en otro punto del muelle. Después regresaría a casa a reponer la mercancía con bocadillos y postres para el turno del almuerzo, que empezaba a las once y cuarto.
Oyó risas a sus espaldas mientras pulsaba el interruptor de la cafetera y cerraba la puerta. Hizo un esfuerzo consciente para no darse la vuelta y averiguar si Cord estaba a la vista. Odiaba la idea de que la pillase y creyera haberla impresionado. No lo había hecho. Al menos no en especial.
Nunca antes había conocido a un hombre de su estrato social o económico, ni cuya presencia fuera tan… imponente. Pero conocía al típico hombre, atractivo e irresponsable cuyo único objetivo era meterse en la cama con una mujer y desaparecer antes del desayuno. Había muchos así que iban y venían por el pub de su amigo Mike; ella vivía encima y utilizaba su cocina para preparar su comida. Y los hombres como ésos, por ricos y famosos que fueran, no se merecían pensar en ellos dos veces.