Familia en prácticas
Por Emma Richmond
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Entre fax y fax, informe e informe, también le tocaba cuidar del ahijado de Adam: Nathan. Llegaría un día en que Nathan tendría que volver con sus padres. Pero, para entonces, tanto Adam como Claris seguramente ya habrían desarrollado un cierto gusto por la paternidad y estarían pensando en practicar por su cuenta...
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Familia en prácticas - Emma Richmond
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Emma Richmond
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Familia en practicas, n.º 1475 - abril 2021
Título original: The Boss’s Bride
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1375-554-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Si te ha gustado este libro…
Prólogo
ADAM TURMAINE se acercó a un viejo mapa colgado en el recibidor, extendió un dedo con aire pesado y aburrido y tocó el lienzo.
—¿Qué pone aquí?
Claris se aproximó y leyó.
—«El tesoro de la música mecánica».
—Es la escritura más enrevesada que había visto nunca. ¿Qué estoy haciendo aquí?
—Estás esperando a tu tía.
Adam a su acompañante.
—¿Tengo una tía?
Claris hizo un gesto de impaciencia.
—Asumo que la respuesta es afirmativa, aun cuando no puedo imaginar por qué has supuesto que me interesa conocer a una pariente lejana.
—¿Porque es familia? ¿Porque tiene un serio problema con su asesor financiero, que la está dejando sin blanca?
—¡Qué expresión tan fea! Deberías evitarme este tipo de cosas, Claris. ¿Por qué asumes que he de interesarme por asuntos ajenos? —se volvió de nuevo hacia el mapa de Rye—. ¿Desde cuándo trabajas para mí?
—Sabes perfectamente desde cuándo trabajo para ti.
—Entonces, también deberías saber que no me interesa la familia —se volvió y le sonrió cálidamente—. Señálame quién es.
—¡Adam, si tú conoces a tu tía!
—¿La conozco?
Ella lo miró con una sonrisa burlona.
—Hace años desde la última vez que la vi —se excusó él—. Fue en el funeral de mi tío.
En la recepción había una serie de desconocidos que, inexplicablemente, insistían en mirarlo. Sonrieron al unísono.
—¿Quién es toda esa gente?
—Autoridades locales, o al menos eso creo. Es normal que quieran conocerte.
—¿Lo es? ¿Acaso he mostrado yo alguna falsa evidencia de querer conocerlos a ellos?
—No.
—Pues entonces entiendo aún menos por qué ese interés. Hemos llegado hace sólo unos días y ya se supone que tenemos que visitar a… ¿quién?
—Al coronel Davenport —dijo Claris.
—Eso es, al coronel Davenport. Un hombre al que no conozco absolutamente de nada y no tengo ganas de conocer, pero que considera imprescindible ponerme al día sobre el vandalismo local.
—Eso es porque no te conoce —murmuró ella.
—Pero tú sí. Por eso me resulta doblemente sorprendente que insistas en que me ocupe de los asuntos de mi tía. Me parece una insolencia por mi parte asumir que ella no sabe ocuparse de sus propios asuntos financieros. Además…
Claris esperó a que continuara.
—Mi recuerdo de ella… claro que a veces me puede fallar la memoria. Creo que tengo una especie de amnesia…
—Selectiva —afirmó Claris.
—Recuerdo que era un mujer incapaz de componer una sola frase con sentido…
—Imagino que la ponías nerviosa.
Él la miró sorprendido.
—¿Por qué? —preguntó anonadado.
Claris sonrió y se abstuvo de responder a esa pregunta.
—¿Tienes otros familiares?
Él hizo un gesto de repugnancia.
—¡Qué idea tan aterradora! Espero que no…
—No lo dices en serio.
—¿No?
—Claro que no. Vamos a conocerla. No te puedes quedar toda la noche en la recepción del hotel —dijo ella, convencida de que o se llevaba de allí o era perfectamente capaz de quedarse hasta el día siguiente—. Vamos, por favor.
Adam suspiró resignado.
—Está bien, pero te agradecería que moderaras ese entusiasmo con el que me metes siempre en circunstancias tan incómodas.
—¿Que yo te he metido en esto? Fuiste tú el que aceptó la invitación.
—No comprendí en toda su extensión el alcance de mi visita… ¡Dios santo! ¿Qué es eso?
Claris se dio la vuelta y vio a una enorme mujer que se acercó hasta ellos, se detuvo y les tendió la mano.
—¡Señor Turmaine! —la mujer se abalanzó sobre él, pero Adam evitó el abrazo—. ¡No sabía que ya había llegado! Soy la señora Staple Smythe, la anfitriona de la fiesta.
Claris podía sentir el rudo comentario que estaba a punto de emerger de los labios de su jefe, así que, por precaución, le dio un ligero pisotón.
Adam maldijo entre dientes.
—¿Ésta es su mujer?
—No tengo mujer —le aseguró.
—¡Oh! Pero, supusimos…
—¿Sí?
—Nada… No tiene importancia —dijo ella—. Por favor, no se quede aquí. Entre conmigo.
Miró a Claris de arriba a abajo, pero ninguno de los dos hizo aclaración alguna sobre la naturaleza de sus relaciones. La mujer sonrió y se puso en camino hacia el salón.
—¡Desconcertada! —le susurró Adam.
Claris se rió y la mujer se sintió patentemente incómoda.
—Tu tía Harriet está ansiosa por verte —continuó la masa de carne—. ¡Es una gran amiga mía!
—¿De verdad? —preguntó Adam en un tono de voz que dejaba muy claro que le resultaba incomprensible semejante relación.
La mujer fingió no haber captado la insinuación.
—Les traeré algo de beber —se ofreció y fue Claris la que tuvo que darle las gracias.
—No estaría mal que trataras de ser un poco más amable —le reprendió Claris.
—Me niego. Esa mujer es detestable —miró de un lado a otro de la habitación—. Creo que aquélla de gris es mi tía.
—Ve y salúdala.
—¿Y después nos podremos ir a casa?
Claris sonrió. Él sabía perfectamente que se iría a casa cuando quisiera, porque siempre hacía lo que le venía en gana, sin importale la opinión ajena.
La anfitriona apareció con las bebidas. Adam agarró la suya y se alejó rápidamente, para evitar cualquier intento de conversación.
—Va a hablar con su tía —lo justificó Claris.
—Pues se equivoca de persona. No es aquélla —dijo la mujer en tono pedante.
Claris se rió nerviosamente.
—¡Hace demasiado tiempo que no la veía!
Claris miró la copa de vino aguado que la anfitriona le tendía.
—No sé quién es usted —le aseguró la señora Smythe con más impertinencia que estilo.
—Soy Claris Newman —se presentó, sin dar más explicaciones, lo que no aclaró nada.
La señora Smythe claramente incómoda por la respuesta se excusó.
—Tendrá que disculparme, pero debo atender a mis otros invitados.
—Por supuesto —Claris sonrió amablemente, pero no pudo disimular el placer que el desconcierto de la mujer le causaba. ¡Era una mujer realmente estúpida! No le extrañaba que Adam odiara aquel ambiente. Claro que Adam odiaba muchas cosas y, especialmente, las fiestas. Por eso, no comprendía que se hubiera prestado a asistir a aquella.
Claris se refugió en una esquina, para no ser blanco de la curiosidad y para poder observar discretamente a su jefe.
Era un hombre alto, delgado, con una elegancia lánguida que rayaba en la afectación, pero sin llegar a ella.
Trabajar para él era como estar asistiendo diariamente a una representación. Claris, urbanita en cuerpo y alma, iba a tener ciertos problemas para vivir en el campo y, después de haber conocido los que serían sus vecinos, aún más. Pero, de no haber aceptado el traslado de domicilio a aquel pequeño pueblo cercano a Rye, habría tenido que renunciar a su trabajo. Y no quería renunciar a su trabajo… Especialmente a su jefe. Adam era un hombre egoísta y caprichoso, pero hacía de su trabajo un continuo reto, lo que a Claris le gustaba. Aunque no era lo único que le gustaba, pues tenía que admitir que su impertinente jefe era lo que realmente le agradaba de su empleo. No es que tuviera ninguna posibilidad ni la más mínima esperanza de obtener nada por su parte. Adam Turmaine tenía un gran letrero de prohibido tocar, que ella respetaba honorablemente.
Miró al resto de los invitados. Rezumaban prepotencia. No se sentía en nada identificada con ellos.
Algunos de ellos se fueron acercando a Claris, se presentaron y la interrogaron. Ella respondió con unas cuantas evasivas que no les agradaron y optaron por marcharse, sin trabar más conversación.
Toda la sala le lanzaba miradas de soslayo que daban clara cuenta de que estaba siendo el centro del cotilleo de la noche, cosa que, lejos de alarmarla, la divertía.
Adam estaba hablando con una mujer vestida de azul que, seguramente, sería su tía. Otra mujer, joven y muy delgada, lo miraba con tal apasionamiento que se diría que Adam fuera la respuesta a todas sus preguntas en la vida. Tal vez lo era. La mujer de azul se separó del grupo y se encaminó hacia Claris.
Ésta se sintió como un presunto pecador a punto de ser interrogado por el más fiero representante de la Inquisición. La verdad era que ya estaba acostumbrada a aquellas alturas, pues siempre que Adam la llevaba a alguna parte, el interrogatorio era ineludible. Adam guardaba con un celo casi paranoico su privacidad, y por ello, jamás explicaba cuál era la naturaleza de su relación. El resultado, siempre era el mismo: la sospecha de que había algo entre ellos, y el mismo gesto de desaprobación por parte del interrogante. ¿Cómo un hombre así podía estar con una insignificancia como aquélla? Porque, no era en absoluto fea, pero tampoco era una gran belleza. Era pelirroja, pero no de esas pelirrojas caoba que dejan sin aliento, sino a medio camino entre el rojo y el dorado estropajo. Sus grandes ojos verdes le daban