Amor eterno
Por Anne Peters
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De pronto, Zach se vio a sí mismo leyendo cuentos a la pequeña Nicole y pidiendo besos de buenas noches a Monica. Aunque aquella situación era algo temporal, a Zach le gustaría convertirla en algo permanente...
Anne Peters
Anne Peters, Kochbuchautorin und leidenschaftliche Köchin
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Amor eterno - Anne Peters
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Anne Hansen
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Amor eterno, n.º 1182- diciembre 2020
Título original: Wanted: a Family Forever
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-121-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
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Capítulo 1
El hotel de North Star da la bienvenida a las novias de Alaska.
Al pasar junto al tablón de anuncios, Monica Griffith miró el mensaje y refunfuñó entre dientes.
Algo que al principio le había parecido tan buena idea, se le aparecía como una pesada y complicada carga.
Su vida había cambiado en aquel último año y lo único que realmente le importaba era el bienestar de su hija y el suyo propio.
Cierto que le debía aquello a la mujer que le había dado toda su comprensión sin condiciones y sin preguntas.
A pesar de todo, aunque respetaba y quería a Rebecca Sanders, no era el momento de estar allí, especialmente cuando Nicky estaba tan malita.
Zach Robinson salió del hotel con la intención de aprovechar la oportunidad de esfumarse.
No quería ni necesitaba una esposa y se sentía como un necio por haberse dejado convencer por su hermana.
El salón de baile estaba lleno de mujeres de todas clases y tamaños, pero, por suerte, Becky no había aparecido aún, y podía escaparse.
Se dirigió hacia la puerta del hotel, donde un gran anuncio decía: «Las novias de Alaska». ¡Menudo concepto!
Alzó la vista y vio que una rubia de piernas largas se aproximaba hacia la puerta. Sin saber porqué, pensó que opinaría lo mismo que él de tan absurda frase y, al pasar, formuló en voz alta su comentario.
—Patético, ¿verdad?
La respuesta de la mujer fue un silencio helador y una mirada extraña. Ni siquiera se detuvo, pasó a su lado como una ráfaga de viento y desapareció a través de la puerta giratoria de la entrada.
Zach se quedó mirándola y alzó las cejas desconcertado. No había sido su intención ofenderla. Claro que no se le había ocurrido la posibilidad de que se tratara de una de aquellas «novias», lo que daría una explicación a su poco jovial comportamiento.
Suspiró. Si al menos una parte de las mujeres que estaban en aquella fiesta hubieran sido tan atractivas como la que acababa de pasar, tal vez se habría dignado a intentarlo.
Se cuadró de hombros, alzó la barbilla y, sin pensarlo más, siguió a la mujer a través de la puerta giratoria.
Había un reconfortante calor en la recepción del hotel, en comparación con el frío helador de aquella noche de verano en Alaska.
Se quitó el abrigo, dispuesto a dejarlo en el guardarropa. Allí estaba la mujer, dejando sus cosas también y hablando por teléfono al mismo tiempo. Sus miradas se cruzaron pero, la de la mujer fue cualquier cosa menos cordial.
Zach la miró de arriba abajo. Era muy atractiva, con un bonito cuerpo cubierto por un sencillo traje negro de fiesta, que la delataba como una de las asistentes a aquella fiesta.
No era joven. Debía de estar rondando los treinta y cuatro o treinta y cinco, pero, definitivamente, demasiado joven para él. La diferencia de edad sería de unos doce años a favor de ella. Eso sí, a pesar de sus cuarenta y seis años, Zach estaba aún en plena forma. En cualquier caso, la mayoría de las asistentes a aquella fiesta pertenecían a un grupo de edad muy inferior al suyo y, sin duda, lo que debía hacer era ponerse el abrigo y marcharse.
No lo hizo. Se quedó donde estaba, mirando a la desconocida. El gesto y manera de la mujer mientras hablaba por teléfono denotaba cierto descontento por tener que estar allí. Aquello le hizo pensar que, quizás, tampoco ella había ido por propio interés, que, tal vez, alguien la había manipulado para que asistiera a pesar suyo. Si eso era así, quizás aceptaría ser «rescatada» por alguien en su misma situación. Podrían entrar juntos en la sala de baile y, tras un breve periodo de adaptación a tan peculiar ambiente, cada uno se iría por su lado.
Parecía un plan perfecto.
La estaban observando.
Trató de pensar en lo que su madre decía sobre su habilidad para intuir, para sentir la mirada ajena sobre ella.
Inquieta por la incómoda sensación, alzó la vista y se quedó sin respiración, pálida y confusa. El hombre que la miraba era el mismo que había hecho aquel irónico comentario sobre la frase anunciante del tablón. ¿Podría ser que Richard hubiera enviado a alguien…?
«Ya está bien», se dijo Monica. Era demasiado pronto. Además, Richard no sabía nada sobre el nuevo apellido de su madre, ni dónde estaban.
Todavía estaba lo suficientemente viva como para saber que la mirada de aquel desconocido no era amenazante, sino de admiración.
A pesar de todo, Monica se dio la vuelta para ocultarse y siguió hablando con su madre.
—¿Estás segura de que no tiene fiebre, mamá?
Se tapó el oído para poder escuchar la respuesta de su madre, pues el ruido procedente del salón le impedía oír con claridad.
Maldecía tener que estar allí, especialmente, con la pobre Nicole en la cama con gripe. Sabía que para cualquier otro niño de cinco años, aquello no tenía importancia. Pero Nicole había pasado por muchas cosas en los últimos tiempos, empezando por las batallas de antes y después del divorcio entre Richard y ella, y el drama y trauma posteriores. Todo aquello había sido una verdadera pesadilla para la pequeña. Para colmo, el viaje de Seattle a Anchorage había acabado por aterrorizarla y la pequeña habitación del motel era otra cosa más a la que habituarse. Por suerte, su abuela Carla estaba con ella. Algo era algo.
Eso no quería decir que la niña llorara o se quejara. Ojalá lo hubiera hecho.
—Adiós —susurró en el teléfono y colgó.
Una voz masculina que venía de atrás la sobresaltó.
—Disculpe.
Se volvió alarmada. Se tensó. Era aquel hombre de nuevo. No se había dado cuenta de que se había acercado a ella. Frunció el ceño y se fijó en su extraordinaria altura y en su parecido con Walter Matthau veinte años atrás.
Su sonrisa era encantadora y desconcertante.
Monica levantó todas sus defensas. No quería que le gustara aquel hombre. En realidad, no quería que le volviera a gustar ningún hombre nunca jamás.
—¿Sí? —preguntó ella con extremada frialdad. Pero no podía marcharse, pues, quizás, fuese uno