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Embarazo secreto
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Libro electrónico193 páginas4 horas

Embarazo secreto

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Información de este libro electrónico

Estaba a punto de recibir una noticia que cambiaría su vida...
Shallis no esperaba encontrarlo a él en el bufete de abogados que tenía su padre en el pueblo. Jared Starke era un guapísimo e importante abogado de la gran ciudad. Y desde luego la ex miss Tennessee no esperaba que aquella reunión sobre las propiedades de su difunta abuela acabara convirtiéndose en un apasionado romance secreto...
¡Pero eso era lo que había ocurrido! Y ahora Shallis estaba embarazada de Jared. Tenía que contárselo, por supuesto. Lo que ella no sabía era que Jared había recibido otra noticia relacionada con la paternidad...
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 ago 2017
ISBN9788491700685
Embarazo secreto
Autor

Lilian Darcy

Lilian Darcy has now written over eighty books for Harlequin. She has received four nominations for the Romance Writers of America's prestigious Rita Award, as well as a Reviewer's Choice Award from RT Magazine for Best Silhouette Special Edition 2008. Lilian loves to write emotional, life-affirming stories with complex and believable characters. For more about Lilian go to her website at www.liliandarcy.com or her blog at www.liliandarcy.com/blog

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    Embarazo secreto - Lilian Darcy

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2005 Melissa Benyon

    © 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Embarazo secreto, n.º 1586- agosto 2017

    Título original: The Father Factor

    Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.: 978-84-9170-068-5

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Epílogo

    Si te ha gustado este libro…

    Capítulo 1

    PERDONA, creo que me has dado demasiado cambio —Shallis Duncan enseñó una mano llena de monedas y billetes al adolescente de la caja, pero él siguió mirándola boquiabierto, con los ojos como platos.

    —¿Eh? —su mirada nublada bajó a donde habría estado su escote si llevara puesto un bikini, en vez de un traje chaqueta gris paloma. Su boca se abrió aún más, revelando su desilusión al ver tanta tela.

    —Demasiado cambio —repitió Shallis con paciencia—. ¿Ves? Te di cinco dólares para pagar algo de dos dólares y seis céntimos, y me has devuelto cuarenta y siete dólares y noventa y cuatro céntimos —esbozó una sonrisa tipo hermana mayor—. No creo que a tu jefe le guste.

    —Ah, sí —contestó él vagamente—. ¿Quería verlo?

    Por lo visto, el chico seguía sin entender. Se rindió.

    —Toma —agarró su mano, volvió la palma hacia arriba y puso dos billetes de veinte y uno de cinco en ella. Él se miró la mano, inmóvil—. Ponlo de nuevo en la caja, ¿de acuerdo? —lo aleccionó—. Que tengas un buen día.

    Las cinco últimas palabras parecieron encender una lucecita en la mente del chico. Dejó de mirarse la mano.

    —Ah, sí, que tenga un buen… —se detuvo, con la impresión de que alguien acababa de decir eso— ah, Miss Amé… señorita Duncan —concluyó.

    Shallis suspiró mientras salía de la tienda con el tubo de bálsamo labial en una mano y un maletín de cuero en la otra. Antes o después, esas cosas acabarían.

    Pero no aún.

    —¡Vaya!, la princesa local de Hyattville —dijo un hombre que salía de una agencia inmobiliaria.

    —Buenos días, señor Delahunty —dijo ella, con la sonrisa adecuada de su amplio repertorio.

    El bufete de Abraham Starke estaba unas puertas más allá. Tenía persianas de lamas de cedro en las ventanas, un llamador y una placa de latón bruñido en la puerta y una bonita fachada de ladrillos pintados de color crema, con remates azul pálido.

    Si se hubiera guardado los cuarenta y cinco dólares sin decir nada, no se habría cruzado con el señor Delahunty. Ya estaría en la relativa seguridad de su cita privada con un hombre de edad suficiente para ser su abuelo que no se impresionaría ni se convertiría en tartamudo al ver a una ex reina de belleza.

    Quizá debía concluir que a veces los actos criminales eran justificables.

    El señor Delahunty era ayudante de dirección de su padre, en el Banco del Condado de Douglas; no podía ser grosera con él. En realidad, si fuera grosera con cualquiera en la ciudad, ya fuera día o noche, la historia saldría en la portada del semanario de Hyattville.

    «La princesa local de Hyattville le dice ¡Largo! a un honrado vecino», o algo por el estilo. Llegaba a ser agotador, y hacía que algunos asuntos fueran más difíciles de resolver. Por ejemplo, quién era ella y qué la haría feliz.

    El señor Delahunty estaba haciéndole preguntas: si le gustaba estar de vuelta allí, si se quedaría tres meses, cómo le parecía después de Los Ángeles, si echaba de menos las luces, las fiestas y la celebridad que había dejado atrás…, etc.

    No podía contestarle. Aunque él tuviera todo el día, ella no. Abraham Starke la esperaba y ella tenía que volver a su despacho en el Hotel Grand Regency después de comer, para ocuparse de una interminable lista de cosas que hacer.

    —Hyattville es una pequeña ciudad fantástica —le dijo—. No me arrepiento de haber dejado Los Ángeles.

    Eso era verdad, pero sólo una minúscula parte.

    —Bueno, que tengas un buen día, y dile a tu padre que te he visto. Ya sabes, si Miss América hubiera resultado ser una presa fugada, o algo así…

    —Lo sé —Shallis sonrió—. Qué injusto, ¿eh? ¿Cómo se habrá atrevido esa mujer a haber llevado una vida intachable?

    —Lista, guapa y además graciosa —dijo Duke Delahunty al cielo de abril. Su expresión empezó a parecerse a la del cajero de la tienda, hacía unos minutos.

    —Ha sido un placer verlo, señor Delahunty —dijo Shallis rápidamente.

    Después volvió a sonreírle porque, como casi todos los ciudadanos de Hyattville, estaba orgulloso de ella y lamentaba mucho que no hubiera ganado el título de Miss América por un pelo. Sería descortés enfadarse por el apoyo que siempre había tenido allí; los que miraban su escote eran franca minoría.

    Pero el concurso había sido hacía más de cinco años. Se preguntó si Hyattville la dejaría avanzar en su vida alguna vez.

    Shallis abrió la puerta del bufete de Abraham Starke y sonó una campanilla de latón. La recepcionista desvió la mirada de la pantalla de ordenador.

    —¡Señorita Duncan! —sonrió esplendorosa—. Le diré al señor Starke que está aquí. La espera.

    Instintivamente, Shallis miró su reloj.

    —Oh, no, no llega tarde —dijo la recepcionista con premura—. Quería decir que contaba con verla hoy.

    Echó la silla hacia atrás demasiado rápido, se puso en pie y tropezó con una de las ruedas. Se le escapó una palabrota y miró a Shallis con pánico, como si una ex finalista de un concurso de belleza tuviera derecho a arrestar a una mujer que maldecía en público.

    Se preguntó que más le quedaba por ver. Quizá a Abraham Starke le diera un ataque de acidez al verla. Había sido el abogado de la familia desde antes de que Shallis naciera. Al menos, él no la vería con un vestido de noche y una diadema en la cabeza, tendría otros recuerdos menos exaltados. Por ejemplo, en pañales, o vestida de scout. Eran muy preferibles.

    —La señorita Duncan está aquí, señor Starke —dijo la recepcionista, tras llamar y asomar la cabeza.

    —Sí, por favor, dígale que entre —dijo una voz que no parecía pertenecer a un octogenario.

    Dos segundos después, Shallis estuvo frente a frente con el hombre que seis años atrás había estado cerca de arruinar no sólo el día de boda de su hermana Linnie, sino toda su vida matrimonial con Ryan.

    Jared Starke.

    No Abraham.

    Y sí, ese señor Starke sí tendría recuerdos sobre ella.

    Su cuerpo empezó a arder, luego se heló. Sintió una oleada de reacciones. Era como sufrir la emboscada de sentimientos antiguos de los que no había disfrutado en su momento y que en la actualidad le gustaban aún menos.

    Había sido muy protectora con su hermana desde su vuelta a Hyattville, hacía tres meses, después de enterarse de por qué Linnie y Ryan no eran padres aún, tras seis años casados. No quería que nada más interfiriese con la felicidad de Linnie.

    Y si Jared aún tenía el poder de conseguirlo…

    Probablemente fuera la única persona del mundo que podía conseguir que Shallis sintiera nostalgia por el tratamiento de princesa que todos le daban en Hyattville, excepto su padre. No soportaba ser tratada como una princesa, pero al menos sabía manejarlo.

    Nunca había sabido manejar a Jared. Como mucho, simulaba hacerlo, eso había hecho en la boda de Linnie.

    No sabía que el nieto de Abraham Starke había vuelto a la ciudad y, por lo visto, estaba a cargo del bufete de su abuelo. Era pecaminosamente guapo, nada fiable, y a ella no le gustaba nada.

    En realidad no.

    No podía traicionar a Linnie de esa manera, y no era tan tonta. En los últimos años había desarrollado un poderoso instinto de autoprotección.

    —Shallis —dijo él. Se puso en pie rápidamente. La cortesía sureña que le habían inculcado desde la infancia no parecía afectada por su estancia en Chicago.

    El sol que entraba por la ventana iluminaba los reflejos rubios de su cabello, haciendo que destacaran sobre los mechones inferiores, más oscuros. El bronceado, probablemente artificial y debido a sesiones habituales de rayos ultravioleta, le quedaba muy bien.

    Unos pantalones de vestir oscuros y una camisa blanca cubrían un fuerte y viril cuerpo que parecía sentirse a gusto bajo la piel; lleno de poder latente pero sin necesidad de probar nada. Debía haberse probado a sí mismo muchas veces, con muchas mujeres. Lo rodeaba un aura eléctrica de éxito sensual, pero él actuaba como si desconociera su existencia.

    Shallis estaba segura de que un hombre como él sabía que ese aura lo rodeaba.

    Debía tener treinta y tres o treinta y cuatro años, mientras que ella tenía veintiocho. Había sido el primer novio serio de su hermana; cuando Linnie estaba en el último curso de instituto y ella tenía trece años.

    Las chicas eran muy impresionables a los trece y Shallis había estado…

    Muy impresionada.

    De hecho, estuvo locamente enamorada de Jared hasta los dieciséis. Durante esos tres años, él apenas pareció notar su existencia. Ella en cambio, sudaba, se ponía roja, decía tonterías o se quedaba muda al verlo, e incluso escribía poemas horribles. No estaba nada orgullosa de cómo se había comportado la noche que él, por fin, se había dignado a fijarse en ella.

    Jared, como si no tuviera noción de que ella podía sentirse hostil o negativa, ni tener sentimientos mucho más complejos sobre él, rodeó el escritorio de roble y le ofreció la mano. Su sonrisa fue tan firme como el apretón de manos. La mirada de los ojos marrón dorado expresaba respeto que daba la sensación de poder convertirse en amistad dadas las circunstancias adecuadas.

    En su actitud y lenguaje corporal no reflejaba el «Otra rubia guapa, bostezo… tal vez una noche en la cama», tratamiento habitual en Los Ángeles; ni tampoco «Oh, guau, estoy en la misma habitación que la bella princesa pródiga de Hyattville», habitual allí.

    ¡Era injusto!

    Se comportaba como Shallis quería que lo hiciera el resto de la población, menos Jared Starke. Sabía por Linnie y por propia experiencia, que su actitud debía formar parte de un juego que sólo podía tener un final: que Jared saliera victorioso.

    —Jared —dijo, con voz fría. Una finalista al título de Miss América aprendía a controlar la voz—. No esperaba verte aquí.

    —Yo no esperaba estar, hasta hace un par de días —farfulló él—. Por favor, siéntate —señaló los dos sillones de cuero que había junto a la ventana, a ambos lados de una mesita de café de roble.

    Shallis se sentó con desgana. Tenía los labios resecos, por eso había ido a comprar bálsamo labial. Había pasado el día anterior al aire libre, en la finca de caballos de Linnie y Ryan, y se había quemado con el sol de primavera y la brisa. El tiempo parecía estar en contra de sus intentos de dejar de estar maquillada a todas horas.

    —Llegué el viernes —explicó Jared—, y el abuelo prácticamente me puso un manojo de llaves en la mano, agarró su caña de pescar y se fue a la montaña —abrió las manos y volvió las palmas hacia arriba—. Pensaba que venía a descansar, pero él tenía otras ideas.

    —Entonces, ¿esto es temporal? ¿Sólo por unos días?

    La voz de Shallis sonó aliviada y ella deseó haber escondido mejor su reacción. Estaba segura de que Jared ocultaba algo.

    —Muy bien —siguió—. Puedo concertar otra cita para cuando regrese tu abuelo.

    Jared la observó en silencio, consciente de su incomodidad y sonrió de nuevo.

    —Perdona, creo que te he dado una impresión errónea —aclaró—. Mi abuelo y yo hemos hablado y acordado que me ocuparé del bufete durante los próximos seis meses, mientras consideramos las opciones de futuro. Debería haberse jubilado hace tiempo, pero quiere pensárselo. La muerte de mi padre, hace seis meses, lo afectó mucho.

    —Oh, sí. Lógico. Lo sentí mucho —dijo Shallis.

    —Fue duro —admitió él—. No nos veíamos mucho desde que él y mamá se divorciaron y se trasladó a Nashville, pero seguíamos estando unidos.

    —Lo supongo.

    Había visto la foto con marco de plata que ocupaba un lugar prominente en la estantería, tras el escritorio. Jared, su padre y su abuelo sonreían a la cámara, con el fondo de hierba y follaje del club de golf de Hyattville.

    Jared no se parecía mucho a ellos. La estructura ósea de su rostro era más angulosa, tenía la mandíbula más prominente y era más fuerte y denso; pero la foto demostraba que los tres se querían mucho.

    —Lo cierto es que no hablamos de unos cuantos días hasta que vuelva mi abuelo —continuó Jared—. He mirado los informes y no creo que tu asunto pueda esperar tanto tiempo.

    —El patrimonio

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