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AMAR A DOS HOMBRES
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Libro electrónico208 páginas3 horas

AMAR A DOS HOMBRES

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Información de este libro electrónico

Tory Bradbury era una mujer divida entre dos amores, pero, como solo podía casarse con uno, decidió escoger el que le ofrecía más seguridad y le dijo adiós al hombre cuya presencia le hacía temblar... Poco después, el destino le demostró que nada en la vida podía ofrecerle esa seguridad que tanto anhelaba.
Ya de viuda, Tory nunca esperó volver a encontrarse con aquel viejo amor, pero Adam Reed, el sexy y peligroso soltero al que tanto miedo le había dado entregar su corazón años atrás, volvió. Adam aseguraba que había vuelto solo para hacerla reír, pero Tory veía en sus ojos la promesa de algo más. ¿Sería posible que aquel duro soltero estuviera por fin dispuesto a comprometerse? ¿Y sería ella la novia elegida a la que tanto había esperado?
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 jun 2021
ISBN9788413755649
AMAR A DOS HOMBRES
Autor

Cara Colter

Cara Colter shares ten acres in British Columbia with her real life hero Rob, ten horses, a dog and a cat. She has three grown children and a grandson. Cara is a recipient of the Career Acheivement Award in the Love and Laughter category from Romantic Times BOOKreviews. Cara invites you to visit her on Facebook!

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    Vista previa del libro

    AMAR A DOS HOMBRES - Cara Colter

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 1999 Cara Colter

    © 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Amar a dos hombres, n.º 1458 - junio 2021

    Título original: A Bride Worth Waiting For

    Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises

    Limited. Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.: 978-84-1375-564-9

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Si te ha gustado este libro…

    Capítulo 1

    VETE.

    Aquellas palabras no eran demasiado amables, pensó Adam. Sobre todo después de haber viajado tres mil kilómetros sólo para oírlas.

    Sin embargo, Adam se sentía bien. Quizá fuera porque aquella estúpida misión podía darse por concluida incluso antes de comenzar. La razón no era, se dijo resuelto en silencio, el hecho de volver a verla tras casi siete años.

    —Te he dicho que te vayas –volvió a ordenar ella, decidida.

    Adam la miró pensativo. Estaba al otro lado de la puerta de rejilla con los brazos cruzados sobre el pecho dando golpecitos impacientes con el pie y con los ojos brillantes, según parecía, de ira.

    Ella nunca había sido demasiado guapa, y la madurez tampoco le había otorgado la belleza. De hecho, apenas había cambiado, reflexionó. Durante el viaje en avión, Adam había estado observando a mujeres de la misma edad de ellos dos, y aquello le había confirmado en la idea de que su aspecto sería distinto. Se habría puesto rolliza y fea, había pensado. O quizá una vena de sofisticación hubiera acabado con aquel natural y mágico encanto que siempre le había hecho pensar que era bonita. Ella siempre se había revelado contra aquel adjetivo, recordó, pero su enojo no servía sino para multiplicarlo.

    Pero no, se dijo. Seguía siendo bonita. No se había puesto rolliza y, ciertamente, menos aún fea. Seguía sin haber en ella sofisticación alguna y, aunque Adam sabía que ambos tenían la misma edad, treinta años, enseguida se dio cuenta de que estaba exactamente igual que la primera vez que la vio. Por aquel entonces estaban en sexto grado, y ella llevaba una gorra de béisbol ladeada hacia atrás. Tenía el pelo de un color cobrizo dorado y lo llevaba rizado y revuelto alrededor del rostro. Las pecas destacaban sobre el puente de la nariz, la barbilla se elevaba altiva y los labios eran finos. En ese momento, en cambio, no llevaba la gorra de béisbol, pero su barbilla se alzaba desafiante hacia él mientras los labios dibujaban un gesto de desaprobación.

    En aquella primera ocasión ella llevaba un jersey de los Stampeders que le venía grande y unos vaqueros remangados que dejaban ver una venda en la rodilla. Y sonreía, recordó. Su sonrisa era tan cálida y estaba tan llena de encanto que había conseguido derretir el tierno corazón de Adam a los doce años. Y nunca antes ni después su corazón se había ablandado de ese modo, recapacitó.

    Aquel día, en cambio, llevaba una camisa grande, de hombre, y unos pantalones de ciclista negros. Era una estupidez, pero Adam no pudo evitar bajar la vista hasta las rodillas dejando que sus ojos se pasearan por el resto de la figura. Su silueta infantil había desaparecido durante la adolescencia pero, según parecía, no había cambiado desde entonces. Seguía siendo esbelta, y su cabello rizado seguía cayendo desordenado como un joven sauce llorón, pensó.

    —Tengo tantas curvas como una regla –se lamentaba ella siempre por aquel entonces.

    Pero, por aquel entonces, ella era ya la reina de su corazón, y aquello le había hecho inmune y ciego a las curvas llenas y femeninas de otras mujeres, reflexionó.

    Adam se asomó curioso y observó sus rodillas a través de la puerta de rejilla. Ella escondió una de sus delgadas piernas tras la otra, pero él tuvo tiempo de ver el barro que las cubría y que, por estúpido que pareciera, encontró encantador.

    —Estaba en el jardín de atrás –se explicó ella a la defensiva.

    —Yo no he dicho nada.

    —De todos modos, tienes que irte –añadió echando de golpe el pestillo de la puerta de rejilla como si Adam fuera un bárbaro capaz de entrar en su casa sin ser invitado, irrumpiendo en ella y sentándose en el sofá para exigir un té.

    No, una cerveza mejor, pensó. ¿Acaso era eso lo que ella pensaba de él? Por supuesto que sí, se contestó a sí mismo en silencio. Ésa era la razón por la que lo había rechazado en favor de otro hombre mejor.

    Pero si era eso lo que pensaba, entonces, tenía que saber que aquella delgada y vieja puerta no constituía una barrera para él. Probablemente, ni siquiera lo fuera para un simple gatito, pensó.

    —No voy a marcharme.

    Aquellas palabras habían salido de su boca, reflexionó asombrado. No podía evitar sorprenderse porque, en primer lugar, no era ése el lugar en el que deseaba estar. Durante el viaje en avión había estado rogando por que ocurriera algo así, por que ella reaccionara precisamente de ese modo. Eso le permitiría dar media vuelta y tomar el primer vuelo a Toronto de vuelta a casa, se había dicho. Y aquello hubiera bastado para calmar su conciencia. Había ido a verla, ¿no era cierto? ¿Quién podría decir que no lo había intentado? ¿Quién se atrevería a negar que había hecho todo cuanto estaba en su mano?, se había preguntado.

    —Si no te vas, llamaré a la policía.

    Adam dudó de si contarle o no la verdad, la verdad sobre la carta que llevaba en el bolsillo del pantalón. Algo le decía, no obstante, que no era el momento apropiado.

    —No, no lo harás. No llamarás a la policía.

    Ella se quedó mirándolo. Sus ojos eran de un castaño oscuro salpicado de motas doradas. Y eran inmensos, pensó. Siempre habían sido su mayor atractivo, y brillaban danzando con la luz que alumbraba su interior.

    —No tengo nada que decirte.

    —Bueno, siempre podemos charlar sobre tus rodillas manchadas de barro.

    Tory lo miró, ladeó la cabeza y luego cerró de golpe la puerta interior de cristal haciéndola vibrar.

    Aquel gesto no resultaba particularmente amable teniendo en cuenta que había viajado tres mil ciento ochenta y siete kilómetros para verla, recapacitó.

    Sin embargo, para Adam resultó encantador. No era el hecho de volver a verla lo que le causaba aquella sensación interior, se dijo resuelto. No era ésa la razón por la que sentía como si alguien hubiera encendido la luz en medio de su oscuridad interior.

    Adam se metió las manos en los bolsillos del pantalón y se dio media vuelta lentamente. Giró sobre sus talones y le dio la espalda a la casa. Ella vivía a un bloque de distancia del lugar en el que todos se habían criado. Ella, él… y Mark, recordó.

    Era el vecindario de Sunnyside, un viejo y precioso barrio de la ciudad a orillas del río Bow. Desde aquel preciso lugar, el porche de la casa, podía alcanzar con la vista toda la calle hacia el sur y ver el parque que corría paralelo al río atravesando casi toda Calgary. Un par de deportistas disfrutaban del camino asfaltado a la sombra de los enormes árboles en ese momento.

    Adam vio un balancín con cojines rosas y grises en el porche y se sentó. Por el rabillo del ojo pudo ver la cortina de la ventana, que se cerraba bruscamente.

    Se meció despacio, con un solo pie. Le gustaba Calgary, recapacitó. Se había dado cuenta mientras el avión sobrevolaba la ciudad. Le gustaba aquella ciudad, se dijo asombrado, y la echaba de menos.

    El vecindario estaba cambiando rápidamente, observó. Jóvenes profesionales habían ido comprando las antiguas casas del otro lado del río, en el centro de la ciudad, para renovarlas. Todo aquello había comenzado en realidad cuando él y su padre se trasladaron a Calgary años atrás. Por aquel entonces, él estaba en sexto grado, recordó.

    El padre de Tory era médico, y era el propietario de la preciosa y vieja casa que había al lado de la que él y su padre ocuparon. Los padres de Mark, ella psicóloga y él veterinario, vivían al otro lado. Su destartalada casa alquilada estaba justo en medio. Él y su padre, un mecánico que siempre llevaba las uñas sucias de grasa, trataban por todos los medios de ser felices tras la muerte de su madre, recordó.

    Adam escuchó el ruido de la ventana abriéndose.

    —¡Márchate! –gritó Tory desde dentro.

    —No –contestó él.

    La ventana volvió a cerrarse de golpe y él suspiró sintiendo algo parecido al placer. Tory tenía temperamento, pensó.

    Su verdadero nombre era en realidad Victoria, Victoria Bradbury. Era un bonito nombre para una heroína de una novela inglesa, pero nada adecuado para una chica tan poco femenina como ella, que se pasaba la vida subida a los árboles y que siempre tenía las rodillas magulladas. Y una chica, además, con temperamento, reflexionó.

    Adam miró con interés a su alrededor. Aquella casa tendría por lo menos sesenta años. O quizá más, recapacitó. Estaba bien conservada y pintada en un bonito tono de amarillo con adornos en gris. Tory cuidaba de los tiestos de flores igual que lo había hecho su madre. Los marcos de las ventanas que daban al porche exhibían bellos colores en aquella primera semana del mes de junio. Era todo un logro para una ciudad con una primavera tan corta, pensó.

    Por aquel entonces la casa de Tory siempre había estado adornada con flores. Y los padres de Mark también habían mantenido siempre un precioso jardín en la parte de atrás lleno de arbustos y cubierto de hierba. Su jardín, en cambio, estaba perpetuamente regado de piezas de coche, recordó.

    Adam supuso que ésa era la razón por la que se quedaba. Para demostrarle a Tory a dónde había llegado, pensó. Era abogado, y sólo los zapatos que llevaba le habían costado más de lo que su padre pagaba por el alquiler de la vieja casa destartalada.

    Aunque lo cierto era, recordó, que a ella nunca le había importado su origen.

    Ni a Mark, recapacitó.

    Ambos lo habían adoptado y protegido desde el primer día en que llegó al vecindario. Juntos se habían convertido en los tres mosqueteros, habían subido y bajado en bicicleta por aquellas calles, habían construido casas en los árboles y habían paseado interminablemente por el sendero del río. Las puertas de las casas de ambos habían estado siempre abiertas para él, recordó. Y las madres de ambos lo habían recibido como a uno más de la familia.

    Adam sintió un extraño nudo en la garganta mientras recordaba aquellos brillantes días llenos de risas y amistad.

    Y de amor, pensó.

    Aquella palabra describía perfectamente lo que ellos tres habían compartido, sin exagerar en lo más mínimo. Era amor lo que volaba de una puerta a la otra entre aquellas tres casas vecinas.

    Pero, por supuesto, al final había ocurrido lo inevitable, reflexionó.

    Los tres habían crecido y su amor se había trasformado. Y tanto Mark como él se habían enamorado de Tory.

    Pero ella había elegido a Mark, reflexionó.

    El balancín comenzó a chirriar de un modo extraño. El sol se estaba poniendo y bañaba la calle y sus enormes árboles y casas con una luz naranja resplandeciente.

    Adam sacó la carta del bolsillo del pantalón, la abrió y comenzó a leerla de nuevo. La había leído cien veces al menos.

    Tory retiró la cortina y miró hacia fuera. Aún estaba ahí, se dijo, sentado en el balancín sin importarle que la noche hubiera caído. Y probablemente haría frío, pensó.

    —Ni se te ocurra inquietarte por que pase frío –musitó para sí misma en tono de orden.

    Adam.

    Había estado a punto de desmayarse al abrir la puerta y verlo, recapacitó.

    Seguía siendo el mismo y, sin embargo, al mismo tiempo, estaba diferente.

    Pero no, era el mismo, recapacitó. Y seguía tan guapo que te dejaba sin aliento, como siempre.

    El pelo negro y ondulado le seguía cayendo, aunque más corto, sobre el rostro, tapándole un ojo. Los ojos, del negro de la obsidiana, brillaban risueños soltando traviesas chispas plateadas. La nariz recta, los labios grandes y sensuales, y los dientes blancos y brillantes. Aún tenía la cicatriz de la barbilla de cuando se hizo aquella herida saltando en bicicleta por el risco por el que ni ella ni Mark se atrevieron nunca a saltar, observó.

    Cuando su madre insistió en llevarlo al hospital para que le dieran puntos, él se echó a reír sin darle importancia. Y una semana más tarde se rompió el brazo saltando exactamente por el mismo sitio, recordó.

    Sin embargo, en ese momento, no parecía sonreír tanto. La línea que dibujaba su boca permanecía firme y resuelta, y la expresión de sus ojos, nada más abrir la puerta, era seria. Como la de un hombre que tuviera que llevar a cabo una misión, reflexionó.

    Al ordenarle que se marchara había vuelto a asomar por un momento aquel brillo de humor tan familiar en sus ojos. Y luego, esa luz había vuelto a aparecer, reforzada, mientras miraba sus rodillas manchadas, pensó.

    Tory se estremeció recordando aquellos ojos negros que recorrían su silueta en un gesto familiar. Su mirada resultaba tremendamente poderosa y, al mismo tiempo, tan sensual como una caricia, recapacitó.

    Y siempre había sido así. Adam tenía magnetismo. Era indómito, y su presencia resultaba electrificante, pensó. Los otros chicos, a su lado, parecían diminutos e infinitamente menos interesantes. Era como si fueran planos y estuvieran en blanco y negro mientras él se destacaba en tres dimensiones y a todo color, recapacitó.

    Incluido Mark.

    Tory siempre había creído que, cuando Adam creciera, se convertiría en uno de esos hombres medio salvajes que vivían al borde del peligro. Siempre había pensado que vestiría de

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