Libro electrónico152 páginas2 horas
Del odio a la pasión
Por Joan Johnston
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Harriet Alistair se marchó a Montana para empezar una nueva vida, convencida de que el rancho que había heredado de su tío abuelo la ayudaría a demostrar su valía ante todos; pero entonces conoció a Nathan Hazard.
La enemistad entre los Hazard y los Alistair se había mantenido durante generaciones y, cuando Nathan se encontró con la orgullosa y obstinada Harriet, comprendió por qué.
Desde su rancho, vecino al de Harriet, Nathan deseaba que la desesperación la empujara a abandonar las tierras de los Alistair. Pero no esperaba que aquella mujer irritante le llegara al corazón.
La enemistad entre los Hazard y los Alistair se había mantenido durante generaciones y, cuando Nathan se encontró con la orgullosa y obstinada Harriet, comprendió por qué.
Desde su rancho, vecino al de Harriet, Nathan deseaba que la desesperación la empujara a abandonar las tierras de los Alistair. Pero no esperaba que aquella mujer irritante le llegara al corazón.
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Del odio a la pasión - Joan Johnston
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1991 Joan Mertens Johnston
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Del odio a la pasión, n.º 292 - junio 2020
Título original: A Wolf in Sheep’s Clothing
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-1348-422-8
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
Capítulo Uno
¿Qué abunda según los recién llegados en las localidades ovejeras del Oeste?
Respuesta: Un mundo pintoresco y encantador.
Nathan Hazard estaba tan enfadado que habría sido capaz de mascar un alambre de púas. Cyrus Alistair había muerto; pero incluso después de muerto, el viejo cascarrabias se las había arreglado para frustrar los intentos de Nathan de comprar sus tierras.
Cyrus había legado su rancho de Montana a un familiar lejano de Virginia, Harry Alistair. Durante años, aquellas tierras habían sido una espina clavada en el corazón de Nathan; no eran más que un pedazo insignificante de terreno, pero se encontraban en mitad de su rancho y venían a ser el último vestigio del enfrentamiento que los Hazard y los Alistair mantenían desde un siglo antes.
Gracias a John Wilkinson, el albacea de Cyrus, sabía que Harry Alistair se había dado prisa y que ya había llegado al valle del río Boulder, decidido a tomar posesión de su herencia. Sin embargo, esperaba que el nuevo Alistair, quien indudablemente sería tan terco y tendría tan malas pulgas como su antepasado, no se pusiera demasiado cómodo en su rancho.
Nathan quería que se marchara. Estaba dispuesto a ofrecerle un precio justo, incluso generoso si no tenía más remedio; pero lo quería fuera de allí.
Piso el acelerador de la camioneta, despreciando los baches del camino polvoriento que llevaba a la minúscula y destartalada cabaña de Cyrus. Nathan suponía que Harry Alistair aceptaría cualquier oferta de compra después de haber visto el estado del rancho. La cabaña se caía a pedazos y en toda la propiedad no quedaban más de quinientas ovejas.
Además, un virginiano de Williamsburg no sabría nada del negocio de las ovejas. Cuando comprendiera que sacar adelante una hacienda tan pequeña y dilapidada implicaba demasiado esfuerzo y demasiados riesgos, querría quitársela de encima.
Nathan ni siquiera había contemplado la posibilidad de que Harry Alistair se negara a vender. No iba a aceptar un «no» por respuesta.
Mientras conducía hacia la cabaña, vio que un hombre salía de uno de los cercados que se encontraban junto al granero y pensó que sería Harry Alistair. En la distancia, no pudo distinguir lo que estaba haciendo; pero por su agitación y por el movimiento de sus brazos, dio por sentado que tenía algún tipo de problema.
El hombre entró en el granero, salió al cabo de unos segundos con lo que parecían ser provisiones y volvió a desaparecer en el interior del edificio.
Nathan suspiró, disgustado. Era evidente que el recién llegado no había perdido el tiempo y que ya se había metido en algún lío.
Consideró la posibilidad de dar la vuelta y marcharse; pero por muy enconado que estuviera el enfrentamiento entre los Hazard y los Alistair, no se podía ir sin ofrecerse a ayudar: las normas del Oeste lo obligaban.
Un hombre con problemas no era ni amigo ni enemigo, sino simplemente un hombre con problemas. Nathan no tenía más remedio que echarle una mano y dejar la vieja disputa con los Alistair para después.
Frenó en seco y salió de la camioneta sin cerrar la portezuela a su espalda. A continuación, cruzó el campo nevado y se acercó poco a poco al granero. Cuanto más cerca estaba, más fruncía el ceño. El recién llegado, que acababa de salir otra vez, era alto, delgado, de hombros estrechos y facciones suaves, delicadas. Nathan se llevó una buena sorpresa, porque no esperaba encontrar a alguien tan joven.
Sin embargo, su sorpresa fue aún mayor cuando se acercó lo suficiente y pudo distinguir bien su figura y su cara. La persona que entraba y salía del granero de Cyrus Alistair no era un hombre; era una mujer.
Un momento después, vio el origen de su inquietud. Una de las ovejas estaba dando a luz, pero el cordero no salía en la posición correcta y la pobre oveja balaba y balaba de dolor.
La mujer se arrodilló entonces e intentó tranquilizar al animal con una voz tan suave y rasgada que Nathan se estremeció por dentro. Estaba tan concentrada en la tarea que no notó su presencia hasta que le preguntó:
–¿Necesita ayuda?
–¿Cómo? ¡Ah… !
Ella se giró y lo miró con unos ojos marrones llenos de sorpresa. Estaba pálida y se mordía el labio inferior.
–Sí, sí, por favor –continuó mientras se echaba hacia atrás el cabello, del mismo color de sus ojos–. No sé qué hacer.
Nathan notó la angustia y la desesperación de su voz y sintió la necesidad irrefrenable de protegerla. Era una sensación tan poco familiar para él que le incomodó, pero hizo caso omiso y se subió las mangas de la camisa.
–¿Tiene algún desinfectante a mano?
–Sí, aquí mismo…
La mujer alcanzó un bote, lo abrió y se lo echó en las manos y en los brazos. Nathan se quitó lo que sobraba y se arrodilló junto a la oveja. Tras un examen rápido de la situación, dijo:
–El cordero está muerto.
–¡Oh, no! Ha sido culpa mía…
–Puede que no –la contradijo–. Los casos de distocia son complicados; no siempre se puede salvar al animal.
–¿Distocia?
–Sí, significa que el cordero estaba en mala posición. Tenía la cabeza mal puesta.
–Leí un libro sobre problemas en los partos, pero no imaginaba que pudiera ser tan difícil… ¿La oveja también va a morir?
–No si puedo evitarlo –respondió él, serio.
Nathan echó agua enjabonada al animal y sacó el cordero muerto de su cuerpo. Casi de inmediato, la oveja volvió a tener contracciones.
–Hay otro –dijo él.
–¿Está vivo? –preguntó ella con voz esperanzada. –Todavía no lo sé. Nathan se sintió terriblemente confuso.
Por algún motivo, ardía en deseos de que el segundo cordero estuviera vivo. Pero eso era absurdo; a fin de cuentas, eran el cordero y la oveja de una Alistair.
–¡Ya sale! –exclamó la mujer–. ¿Se encuentra bien?
Nathan esperó a ver si el cordero respiraba. Como no respiró, alcanzó un trozo de tela de saco y empezó a frotarlo con fuerza.
El cordero reaccionó y Nathan suspiró, aliviado.
–Está vivo… –dijo ella, muy emocionada.
–Sí, lo está –declaró él, satisfecho–. ¿Puede darme el yodo?
Entonces Nathan cortó el cordón umbilical y ayudó a la oveja a levantarse mientras la mujer iba a buscar el yodo. Cuando ella regresó, Nathan agarró al animal por las patas delanteras y le echó el yodo en el ombligo. Luego, puso al cordero junto a su madre. Tras darse unos cuantos golpes, el animalito encontró lo que buscaba y empezó a mamar.
Sólo entonces, Nathan se giró hacia ella y la miró. La mujer contemplaba al cordero con una alegría que había visto muy pocas veces en otras personas y que él no había sentido nunca. Un momento después, el cordero hizo un ruido al succionar; ella soltó una carcajada de alivio, miró a Nathan y sonrió.
Él se quedó aturdido, casi noqueado. Si hubieran vivido en otro siglo, la habría echado a lomos de su caballo y se la habría llevado al galope, hacia la puesta de sol; pero no vivían en otro siglo y Nathan era un hombre civilizado, de modo que se limitó a tragar saliva, apretar los dientes y devolverle la sonrisa.
Al mirarla con más detenimiento, notó que tenía una ligera separación entre los dos incisivos y que se le hacía un hoyuelo en la mejilla al sonreír, lo cual aumentaba su encanto en ambos casos. Además, el pelo le cayó sobre la frente y tuvo que hacer un esfuerzo para no extender el brazo y apartárselo de la cara.
Tenía una nariz pequeña y algo puntiaguda, unos pómulos llenos de pecas, unos labios grandes y sensuales y una barbilla que estaba pidiendo a gritos que la acariciaran. A Nathan le gustó tanto que se quedó aún más confundido. Su vida estaba llena de obligaciones y, desde luego, no quería una más; sin embargo, a pesar de que aquella mujer era un libro abierto donde se leía su enorme necesidad de afecto y atención, se sentía atraído por ella.
Definitivamente, era absurdo. Pensó que, cuando quisiera vivir con una mujer, buscaría a una que supiera valerse por sí misma, a una que fuera su igual. No quería estar con una persona como la que seguía arrodillada en ese momento a su lado, cuyos ojos marrones parecían suplicar que la abrazara y le diera un poco de calor.
Se levantó, más que incómodo por el deseo que le empezaba a dominar, y dijo con voz tajante, brusca:
–¿Dónde diablos está Harry Alistair? ¿Y qué diablos hace usted aquí, sola?
Nathan sintió una punzada en el estómago cuando la mujer lo miró con un destello de dolor en los ojos. Pero ella se recuperó enseguida y le lanzó una mirada desafiante antes de ponerse en pie.
Era alta, muy alta. Nathan medía un poco más de metro ochenta y apenas le sacaba un par de centímetros.
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