Solo amor: Los Gentrys (3)
Por Linda Conrad
4/5
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Información de este libro electrónico
Tras la muerte de su esposa en un terrible accidente de coche, Cal Gentry regresó a casa a curar sus heridas y a buscar una niñera para su hija. Por eso cuando apareció la adorable y seductora Bella, Cal pensó que era la respuesta a sus plegarías... aunque jamás habría pensado que despertaría en él aquella pasión arrolladora. Sin embargo, Bella había traído consigo el peligro al rancho de los Gentry... aunque lo más peligroso seguía siendo dejarse perder en los brazos de Cal. ¿Podría aquella pasión curar las heridas de los dos?
Linda Conrad
Bestseller Linda Conrad first published in 2002. Her more than thirty novels have been translated into over sixteen languages and sold in twenty countries! Winner of the Romantic Times Reviewers Choice and National Readers' Choice, Linda has numerous other awards. Linda has written for Silhouette Desire, Silhouette Intimate Moments, and Silhouette Romantic Suspense Visit: http://www.LindaConrad.com for more info.
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Solo amor - Linda Conrad
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2003 Linda Lucas Sankpill
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Solo amor, n.º 1260 - enero 2018
Título original: The Gentrys: Cal
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9170-750-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Noticia de última hora: Celebridad local implicada en un accidente mortal.
Callan A. Gentry, natural de Gentry Wells, resultó herido grave la semana pasada cuando una camioneta que trataba de escapar de la comisaría de Fort Worth colisionó lateralmente con su furgoneta. La esposa de Gentry, Jasmine, y el conductor de la camioneta murieron a causa del choque. La hija de cuatro meses de Gentry, Kaydie Ann, resultó ilesa.
Corredor de coches de fama mundial y ganador de varios títulos, Gentry heredó parte del rancho familiar hace doce años, después de que sus padres desaparecieran en el mar y se les diera por ahogados. Gentry se graduó en el Instituto de Gentry Wells y prosiguió sus estudios en la Universidad de Texas, en Austin.
El estado de Gentry sigue siendo grave. El portavoz del Hospital Metodista Harris, en Fort Worth, se negó a confirmar o a negar los rumores de que podría enfrentarse a una discapacidad permanente. Las especulaciones de diversas fuentes de la prensa deportiva se han centrado en la posibilidad de que Gentry se vea obligado a abandonar sus planes para regresar al circuito de competición la próxima temporada.
Capítulo Uno
Dos meses después: Rancho Gentry, Texas.
No había ninguna duda al respecto. Cal Gentry había encontrado por fin algo a lo que no podía enfrentarse. No sabía lo que hacer.
Al oír el llanto de su hija, se acobardó y se preguntó por qué diablos no dejaría de llorar. Mientras tenía a la pequeña en un brazo, Cal consideró las opciones que tenía. Sin embargo, con los movimientos restringidos por la muleta que tenía que utilizar por su lesión de rodilla, estas se desintegraron rápidamente.
Tras hacer unos malabarismos para colocarse a la pequeña, comenzó a pasear a la niña por el salón de la cabaña en la que, temporalmente, residían. El modo de tranquilizar a la pequeña parecía eludirle más que nunca y le dolía la cabeza de lo que se preocupaba por ella. Muy pronto, probablemente se ahogaría en las lágrimas de la pequeña.
Maldijo su mala suerte. En primer lugar, por perder a la niñera de la pequeña aquella misma mañana, dado que la mujer parecía ser la única persona capaz de tranquilizar a la niña. En segundo lugar, porque el abogado de la familia, Ray Adler, se había mostrado muy comprensivo con él, pero no parecía capaz de ofrecerle una solución rápida. Cal la necesitaba inmediatamente.
De repente, alguien llamó con fuerza a la puerta principal. Cal hizo un gesto de fastidio. Tenía que ser alguien de la familia que venía a comprobar cómo estaban. Maldita sea… Odiaba mostrarse tan incompetente delante de ellos casi tanto como ir a la casa principal del rancho para enfrentarse a los dolorosos recuerdos y a su evidente falta de independencia.
El que llamaba lo hacía cada vez con más insistencia, lo que hizo que la esperanza volviera a despertarse en Cal. ¿Y si Ray se había equivocado y solo habían hecho falta unas pocas horas para encontrar una sustituta para la señora García?
Se dirigió hacia la puerta con toda la rapidez que le permitía su pierna inútil. Cuando llegó, tardó un minuto en apoyar la muleta contra la puerta, equilibrar el peso de manera que pudiera estar de pie por sí mismo y colocarse a la niña de manera que no se le cayera. Entonces, abrió la puerta con gran entusiasmo.
Ante él estaba una de las mujeres más exóticas y hermosas que hubiera visto nunca. Cal se quedó boquiabierto.
Entonces, tragó saliva un par de veces y cuando la miró con más detenimiento se dio cuenta de que la bellísima mujer de rasgos mexicanos parecía también muy cansada. Tendría unos veinticinco años y llevaba unas ropas muy raídas y unos zapatos muy sucios, a los que se aferraban el polvo y el barro como si hubiera estado caminando durante mucho tiempo.
Aparte de su aspecto de viajera agotada, era absolutamente espectacular. Tenía unos ojos color chocolate con reflejos dorados, que iluminaban un perfecto rostro ovalado. La piel, del color de la miel, parecía tan suave como la seda. Llevaba el cabello, negro y brillante como el ala de un cuervo, recogido en una desaliñada coleta. Unos suaves mechones le enmarcaban el rostro.
–Señor, vi que salía humo de la chimenea. Perdone por la interrupción, pero…
–¡Gracias a Dios que ha venido! –exclamó él–. Entre. ¡Dese prisa!
Volvió a agarrar la muleta y se echó a un lado para franquearle la entrada. La joven dudó y lo miró con una expresión atónita en el rostro, pero, finalmente, entró en la casa.
Tras dar unos pasos, sus hermosos ojos se fijaron en Kaydie.
–¿Qué le pasa a la niña?
–¿Que qué le pasa? No tengo ni idea. No sé lo que quiere. No puedo conseguir que deje de llorar. Tenga, a ver qué puede hacer usted.
De repente, aquellos ojos tan extraordinarios se llenaron de ira.
–Esa no es manera de tratar a un bebé –le dijo, muy enojada.
–No es culpa mía –dijo Cal mientras dejaba a la pequeña en brazos de la mujer–. Yo no estoy preparado…
Inmediatamente, la mujer estrechó a Kaydie entre sus brazos y le dio un suave beso en la frente.
–¡Madre de Dios! –exclamó interrumpiendo así las excusas de Cal–. Pobrecita… Esta niña está muy caliente.
Efectivamente, a Cal también le había parecido que la niña estaba muy caliente, pero no estaba seguro. Lo que quería era que dejara de gritar.
–¿Y darle besos hará que deje de gritar?
–¿Es que no sabe nada de niños? –musitó la mujer–. Al colocar los labios sobre la frente de la niña me he dado cuenta de que está ardiendo de fiebre. ¿No sabe usted hacer nada por ella más que quejarse? –le espetó, lanzando chispas con la mirada.
–Eh, eso no es justo. Yo no…
–¿Ha llamado al médico?
–No. Acabamos de mudarnos y esta mañana estaba bien.
–¿Cuántos meses tiene? ¿Seis?
–Sí, casi, pero…
–¿Dónde está la cocina? –preguntó ella. Cal le señaló la parte posterior de la cabaña–. Veremos lo que podemos hacer –añadió, antes de salir corriendo con la niña en brazos.
Cal se quedó al lado de la puerta abierta, mirándola fijamente. ¿Qué acababa de ocurrir? Aquella mujer, tan extraña como espectacular, no iba vestida como las niñeras que había visto hasta entonces. En realidad, tampoco había dicho que fuera niñera.
De repente, se le ocurrió que acababa de entregar su hija a una completa desconocida. Salió de la cabaña para mirar alrededor de la solitaria cabaña y comenzó a preguntarse quién sería en realidad aquella mujer. ¿Quién la había llevado hasta allí? Si se paraba a pensarlo, no recordaba haber oído ruido de vehículo alguno.
Aquella mañana, le había dado a la señora García las llaves de su furgoneta cuando ella había pedido poder regresar a la civilización. Cal le había pedido que dejara el vehículo en la estación de autobuses de Gentry Wells. Los médicos no le permitían conducir, pero él sabía que solo tenía que llamar a su hermano mayor, Cinco, para que él los acercara adónde necesitaran o les llevara víveres.
Efectivamente, no había ningún vehículo aparcado frente a la cabaña. Miró a su alrededor y vio que sobre las escaleras del porche había un hatillo que parecía hecho de harapos atados…
Aquello estaba empezando a no gustarle. Aquella mujer podía ser una presa fugada, una lunática o cualquier otro personaje indeseable y él le había entregado a su hija. ¿Qué diablos le pasaba? ¿Tanto le había hipnotizado el hermoso rostro de la mujer como para que hubiera perdido la cabeza?
¿Dónde estaban sus referencias? ¿Cómo había llegado allí? Cal se dio cuenta de que ni siquiera le había hecho las preguntas más básicas, como, por ejemplo, cuál era su nombre.
Se apoyó con firmeza sobre la muleta y, renqueando, regresó a la cocina para obtener algunas respuestas.
Bella Fernández trató de contener la irritación que sentía por la falta de simpatía que aquel gringo había mostrado por la niña enferma.
Había acudido a aquella cabaña para conseguir un poco de ayuda y de compasión para sí misma. Sin embargo, al ver la ignorancia y la confusión del hombre sobre el estado de la niña, una justa indignación se había apoderado de ella.
Aquella había sido siempre la peor de sus faltas. Nunca había sabido mantener la boca cerrada para guardarse sus opiniones. La razón que la había llevado a aquella remota cabaña de los Estados Unidos tenía que ver precisamente en lo mismo.
Colocó a la niña muy suavemente sobre la encimera de la cocina y le quitó el vestido y el pañal. Murmurando suavemente, la examinó rápidamente para buscar algo que indicara que aquello fuera algo más que una simple fiebre infantil.
La niña no tenía ni convulsiones ni lesiones en la piel. No parecía deshidratada ni tenía los ojos amarillos y tampoco estaba excesivamente letárgica.
–¿Qué está usted haciendo con mi hija? –le preguntó una voz a sus espaldas.
Bajo la dorada luz del sol vespertino que entraba por la ventana, Bella se dio cuenta por primera vez del aspecto que tenía el padre de la pequeña. Tendría poco más de treinta años y era esbelto, aunque de anchos hombros. Tenía el cabello castaño claro, muy corto aunque con un ligero flequillo que le caía por la frente. Bella sintió una violenta oleada de deseo que ojalá no hubiera sentido nunca.
En vez de responder aquella pregunta inmediatamente siguió examinando al hombre. Notó que él la miraba también, con unos ojos verdes grisáceos que ejercían una potente atracción sexual sobre ella. Para completar una imagen atractiva hasta la perfección, unos gruesos labios y un hoyuelo en la barbilla suavizaban lo que, de otro modo, hubiera sido una mandíbula demasiado severa. El erótico magnetismo que había en sus ojos le daba un aspecto despreocupado y joven. El físico de aquel hombre mezclaba un excitante atractivo con una firme promesa de pasión.
Bella se dio la vuelta y se concentró de nuevo en prodigar atenciones a la pequeña. Sí. Efectivamente, la mayoría de las mujeres caerían presas del hechizo de aquel seductor. Menos mal que ella no era como la mayoría de las mujeres.
Había aprendido la primera lección sobre hombres atractivos cuando trató de atraer la atención del apuesto hombre que era su padre. Cuando creció, se vio relacionada con otro seductor y ese había sido el que le había hecho entenderlo todo. Si podía, prefería estar a cientos de kilómetros de un hombre tan atractivo como aquel gringo. Sin embargo, en aquellos momentos no le quedaba alternativa. Fuera como fuera, no pensaba abandonar a una niña enferma.
Sin volverse, le preguntó: