Puro como el diamante
Por Caron Todd
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Puro como el diamante - Caron Todd
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2008 Caron Hart
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Puro como el diamante, n.º 98 - agosto 2018
Título original: Her Favorite Husband
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-879-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Capítulo 1
Nada más verlo, quiso sentirlo dentro de ella. Y casi podía hacerlo. Se quedó sin aire y tuvo que recordarse dónde estaba. A dos mil quinientos kilómetros de casa, en el bar de un hotel decorado con grandes pantallas de televisión y animales disecados. El ambiente del local llamaba a la calma y la discreción.
Una camarera se acercó, balanceando una bandeja cargada de vasos.
—¿Quieres una mesa, cariño? Siéntate donde quieras. Cualquier lugar es bueno.
Entonces él se giró, con una mirada desinteresada hacia la puerta y una cerveza a medio camino de su boca. Dio un sorbo y dejó la jarra. Era imposible saber si sólo estaba sorprendido, o también furioso. Aunque no tenía razón alguna para estar enfadado, después de todo ese tiempo.
Eligió la ruta más directa entre las mesas que los separaban. Él no se levantó para saludarla ni la estrechó entre sus brazos. Se limitó a tomar otro trago de cerveza mientras la veía acercarse. Ni siquiera le dedicó una sonrisa, después de que ella hubiese llegado hasta allí, a un tiro de piedra del Círculo Polar Ártico.
—Sarah.
—Ian.
—¿Qué demonios estás haciendo aquí?
Estaba sorprendido. Y enfadado.
Ella se sentó en un taburete junto a él e intentó adoptar un tono alegre y despreocupado.
—Estoy explorando.
—¿En falda y tacones?
—A prueba de arrugas —dijo, agarrando un puñado de la exquisita mezcla de seda y algodón. Era su traje favorito para viajar, de color gris oscuro y combinado con una blusa roja para dar una imagen de negocios, salvo por el colgante de rubí auténtico. Levantó un pie y lo puso sobre el pie de Ian—. Y zapatos cerrados.
—Ah. Muy práctico.
—Siempre.
Él retiró el pie.
De momento, la visita no iba demasiado bien. Pero ¿qué se había esperado? Algo más, quizá. Un abrazo. Una muestra de satisfacción además de la sorpresa…
Tenía un aspecto magnífico, si bien excesivamente informal, con sus vaqueros, su camisa azul marino y su pelo oscuro formando rizos sobre el cuello, como siempre que se olvidaba de cortárselo. Su voz seguía siendo tan profunda como ella recordaba, y seguía irradiando una fuerza tan poderosa como hostil.
Sarah sonrió al barman, quien le devolvió la sonrisa con un brillo en sus ojos azules. Estuvo tentada de ponerlo como ejemplo de lo que debía ser un saludo amistoso.
—¿Podría tomar una copa de vino? Algo afrutado… ¿Beaujolais? Sólo un poco, o me entrará sueño.
—Algo peligroso para una exploradora —dijo Ian.
Era difícil seguir por sí sola una conversación irrelevante. Se giró de lado a lado sobre el taburete, consciente de cómo él se fijaba en su falda al estirarse sobre los muslos.
—Permíteme señalar, en aras de la más absoluta claridad y transparencia, que, aunque en cierto sentido pueda estar explorando, no soy una verdadera exploradora. Estoy aquí porque me estoy tomando unas vacaciones.
—En Yellowknife…
—Mucha gente viene aquí de vacaciones.
—Tú no.
—¿Cómo estás tan seguro? ¿Y si hubiera cambiado?
—¿Tanto como para escoger este sitio para tomar una copa?
Sarah siguió la dirección de su mirada hacia la cabeza de alce y el oso disecado que se erguía sobre las patas traseras junto a los aseos.
—Lo que nos lleva de nuevo a mi pregunta inicial —siguió él.
—¿Que por qué estoy aquí? —por primera vez desde el día anterior por la mañana, cuando empezó a trazar sus planes, a Sarah le pareció una buena pregunta. «Me ha pasado por aquí para verte», era la única respuesta que tenía. Dos mil quinientos kilómetros para verlo—. ¿Necesito un motivo para viajar?
Sabía lo que él estaba pensando. Para viajar a aquella ciudad en particular, a aquel taburete en concreto, sí, necesitaba una buen motivo. Podía sentir la pelea que se estaba gestando tras la fría expresión de Ian. Una continuación de la última pelea, diez años después.
No pudo evitar una profunda decepción. Aquel viaje le había parecido la mejor idea posible, y se había abrazado a la ilusión durante todo el día. Debía de haber estado imaginando un universo paralelo, donde a Ian también le encantaba la idea, porque en su mundo real no había el menor contacto entre ellos. Sin llamadas de cumpleaños, sin tarjetas navideñas, sin la menor insinuación de que fueran a alegrarse de volver a verse.
Pero ella sí se había alegrado.
—Pues claro que no necesitas un motivo —dijo él en un tono fríamente amable—. Puedes viajar siempre que quieras. Simplemente me resulta curioso tu destino, nada más.
—Siempre he querido ver el Norte. Desde que oí hablar de Santa Claus.
A Sarah le pareció divertido, pero no vio el menor atisbo de humor en sus ojos. Aquellos ojos negros e impenetrables que siempre la habían cautivado…
—Estás enojado.
—No lo estoy.
—Después de todo este tiempo y sigues enojado.
—Escéptico, más bien.
Se apoyó en un codo e hizo girar su botella de cerveza mientras miraba a Sarah. A ella le costaba creer que estuviese abriendo una brecha tan grande entre ellos. ¿Cómo era posible que los recelos durasen tanto? Ella tenía tantos motivos como él para desconfiar, pero no se mostraba fría ni desdeñosa.
Su plan se estaba desmoronando. ¿Significaba eso que no era un buen plan? ¿Que los astros no estaban alineados o algo así?
El asunto era que había conocido a alguien. Un hombre simpático, atractivo, inteligente y divertido. Más o menos perfecto. Aunque cualquier hombre que le gustara le parecía perfecto al principio. No era propio de ella vacilar a la hora de comenzar una relación nueva, pero se sentía muy insegura. Ir hasta allí le podría ofrecer algo de perspectiva. Muy pronto estaría ocupada con la próxima novela de Elizabeth Robb, pero en aquellos momentos no había nada en la oficina de lo que no pudiera ocuparse Oliver, su socio en Fraser Press.
Una vez decidida a viajar en avión, había planeado dirigirse hacia Winnipeg después de pasar unos días en Yellowknife. Una visita a sus padres siempre la ayudaba a calmarse. Luego iría a Three Creeks, a una hora y media de la ciudad, para animar e inspirar a su autora más prolífica. Liz guardaba un silencio inquietante sobre sus futuros proyectos. Eso podía significar que no habría un libro nuevo para el próximo año, una posibilidad que no sería del agrado de nadie… ni de Liz, ni de sus lectores ni de Fraser Press.
El único defecto del plan era que si lo hubiera pensado uno o dos días antes, podría haberle ahorrado a Liz unos cuantiosos gastos de mensajería y haber recogido el original en persona.
Pero ahora todo estaba en el aire.
Miró a Ian, que seguía esforzándose por ignorarla. Sólo habían estado juntos diez minutos. Si la visita hubiera sido una novela, no habría dado ni para un borrador. Pero con un poco de esfuerzo aún podía acabar bien.
Ian miró una vez más hacia la derecha. Sí, seguía allí. Seguía siendo ella y seguía mirándolo como una niña con un juguete.
Pues él no estaba dispuesto a jugar.
Sabía que su actitud no era la correcta. Si podía comportarse educadamente con los cazadores furtivos que mataban elefantes para traficar con el marfil, o con los plantadores de café que arrasaban la selva amazónica, ¿por qué no podía serlo con Sarah? Al fin y al cabo, ella no había arrasado su vida… sólo uno o dos años.
Y no todos eran malos recuerdos. Por eso era tan difícil olvidar.
Aún no podía creerse que estuviera allí sentada, como si no hubiera pasado el tiempo y los dos hubieran ido a pasar una agradable velada al pub. A beber cerveza y jugar a los dardos, ¿por qué no?
Sarah era una mujer sorprendente.
Y tenía muy buen aspecto.
Un aspecto encantador.
Al separarse eran poco más que unos críos, pero ahora se había convertido en una mujer. Su escote apuntaba en forma de flecha hacia los pechos, reflejando la tenue luz del local…
Las estadísticas no eran su fuerte, pero las probabilidades de que los dos se encontraran en un bar de Yellowknife debían de ser prácticamente nulas.
—¿Has llamado a mis padres? —le preguntó—. ¿Te dijo alguien que yo estaba aquí? ¿Estás enferma o algo?
—Estoy rebosante de salud —respondió ella, sonriendo ahora que él había mostrado preocupación—. ¿Importa por qué haya venido, Ian? No tenemos que buscarle explicación a todo… ¿No podemos seguir la corriente y ya está?
—No lo creo —seguir la corriente nunca llevaba a nada bueno.
Se inclinó sobre la barra para ver una de las pantallas de televisión de la pared, detrás de Sarah. Había bajado de su habitación para ver el partido entre los Bombers y los Argonauts. Se prometía muy emocionante, después de la temporada que habían hecho los Bombers.
Con un poco de suerte, Sarah no tardaría en aburrirse y se largaría a otra parte.
Ian parecía estar animándose. Al menos había dejado de echar fuego por los ojos. Sarah tomó un poco de vino e intentó no molestarlo mientras él veía la televisión. Después de un largo rato, él emitió un gruñido y apartó la mirada de la pantalla.
—¿Estoy en medio o tu equipo está perdiendo? —le preguntó ella.
—Las dos cosas.
—¿Quieres que te cambie el sitio?
Él la miró con una expresión mucho menos hostil de la que había tenido hasta el momento.
—No, gracias. Ya está claro cómo va a acabar el partido —movió la botella sobre la barra, como un jugador de ajedrez que estuviera reconsiderando una jugada—. ¿Has llegado esta tarde?
—Hace un par de horas —respondió ella. Nada más llegar había descubierto el primer fallo de su plan. Yellowknife era más grande de lo que se había esperado. Una población que se extendía en forma alargada junto a la costa septentrional del Gran Lago del Esclavo, y que estaba llena de recepcionistas comprometidos con la intimidad del cliente. Había ido de hotel en hotel, esperando encontrárselo en algún vestíbulo, cafetería o salón. Y al fin lo había encontrado. Los astros le habían sido propicios, después de todo.
—Si querías ver el Norte, tenías muchos lugares en el mundo para elegir —dijo él—. Qué curiosa coincidencia que hayas llegado a este bar.
—Debe de ser el destino —dijo Sarah. A Ian no le gustaba el destino. Y quizá una parte de ella aún seguía enojada y escéptica.
—Podrías haber ido a Alaska.
—Cierto. Un vuelo directo desde Vancouver. Un despegue y un aterrizaje, nada más. Habría sido mucho más sensato. Ya sabes cuánto odio los despegues y los aterrizajes.
—O a la Isla de Baffin, el Yukon, el mar de Beaufort…
—No me gusta mucho el mar, y menos los mares fríos.
—Labrador, las islas de la Reina Isabel…
—¿Las qué?
—Las islas situadas en el extremo norte del archipiélago ártico..
—¡Al fin he aprendido algo! Parece que mis exploraciones están dando fruto —le pareció ver un atisbo de regocijo en su expresión, pero se esfumó enseguida. Lo miró fijamente, decidida a demostrarle lo curioso que resultaba encontrarse en un bar de los Territorios del Noroeste.
—Y sin embargo has tenido que elegir este lugar.
—La Capital del Diamante.
—¿Estás buscando diamantes?
—¿Yo? ¿Te parece que voy vestida para hacer prospecciones?
Otro destello de humor,rápidamente suprimido.
—En cualquier caso, ya tengo diamantes de sobra.
—Tres, según he oído —repuso Ian—. Si cuentas el primero.
—Pues claro que cuento el primero.
—Ahora mismo no llevas ninguno.
—Me obligaron a facturarlo con el equipaje… No se pueden llevar piedras en el avión.
—¿Tampoco permiten llevar un anillo de boda?
A Sarah no le gustaba nada el giro que estaba tomando la conversación. Ian se había pasado una hora ignorándola, ¿y ahora tenía que examinarla con tanta atención? ¿Qué creía que iba a descubrir? ¿Dolor? ¿Vergüenza? Ella no iba a mostrarle ni una cosa ni otra.
—No llevo anillo de casada en estos momentos.
—¿Entre el segundo y el tercero, quizá?
—Ha acabado el tercero.
Él miró su botella de cerveza durante el rato suficiente para leer la etiqueta cinco veces en las dos lenguas oficiales.
—Es una pena. ¿Estás bien?
—Muy bien —respondió ella. Al menos la noticia no le había horrorizado ni excitado, como a muchas otras personas—. Aunque un poco desconcertada, tal vez. Porque aquí estoy, tan contenta por volver a verte, y sin embargo tú te muestras tan… escéptico.
—Me has sorprendido.
—Jamás se me ocurriría hacer algo semejante.
Por fin él sonrió de verdad. Una sonrisa cálida y amistosa, mucho mejor que la del camarero. La sonrisa que Sarah deseaba ver.
—Estoy viendo un partido de fútbol y de repente apareces en el bar. Tú, entre todas las personas posibles…
—Aquí, entre todos los lugares posibles. Un fantasma. Una pesadilla. Una indigestión…
Ian se rió entre dientes. Fue una risa breve y ahogada, pero bastó para alegrar a Sarah.
—Nada de eso. Ha sido más bien como un giro en el tiempo.
—Como ser catapultado diez años atrás…
—Exacto —corroboró él. Había dejado de jugar con la botella y parecía menos distante—. Apareces en el bar, y por una milésima de segundo es como si estuviéramos en aquel sórdido apartamento de Corydon.
Un apartamento pequeño y oscuro en un sótano era todo lo que podían permitirse, pero al menos estaba cerca de la universidad.
—Ojalá estuviéramos allí —dijo ella, tocándolo deliberadamente con la rodilla.
—Sarah.
—¿No te gustaría?
—Había mucha humedad, ¿recuerdas? Y a veces había hasta grillos.
Su mirada ya no era fría y hostil. Sus ojos la observaban con interés, como si su huraña fachada sólo hubiera sido un intento fallido por mantener el control.
Se giró sobre el taburete, de modo que sus rodillas volvieron a rozarse. Una ola de calor le subió por la pierna, y vio que él estaba pensando en lo mismo… Sin saber lo que hacía, le puso una mano en la mejilla, sintiendo la aspereza de su barba incipiente.
Él se puso rígido, y por un momento volvió a erigir un muro a su alrededor. Sarah temió que la mandara de vuelta a Vancouver con su falda favorita y sus bonitos zapatos de tacón, pero no fue así. Sin decirle nada, Ian puso la mano sobre la suya y movió los dedos con cuidado, como si su piel fuese algo fuera de lo común y necesitara toda su atención.
Bajó lentamente hasta la muñeca y volvió a subir, pero Sarah sintió su tacto en todas las células de su cuerpo. Y a juzgar por la expresión de Ian, él también debía de sentirlo.
Se permitió un par de segundos para meditar la decisión correcta.
—Mi hotel está al otro lado del pueblo —dijo—. Es un pueblo pequeño… por suerte.
Él empleó más de dos segundos. Tanto, que ella pensó que iba a rechazarla.
—Mi habitación está arriba.
—Mejor todavía