El hijo de otro
Por Rosemary Carter
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Ambas cuestiones se solucionaron enseguida: él le ofreció a Sara trabajo como secretaria y un lugar donde vivir. Había algo en ella que encontraba abrumadoramente atractivo. Pero de lo que no se dio cuenta al principio fue de que su damisela en apuros necesitaba más que una mera ayuda... ¡Necesitaba un padre para su bebé!
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El hijo de otro - Rosemary Carter
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Marion Hoffman
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
El hijo de otro, n.º 1086 - junio 2020
Título original: A Wife and Child
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-768-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
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Capítulo 1
NO! –la palabra brotó como una explosión de los labios de la camarera.
–Venga, deja que me divierta un poco.
La joven, con odio en su expresión, encaró al hombre de brazos tatuados que vestía una camiseta empapada de sudor para volver a exclamar:
–¡No!
Sterling Tayler, que presenciaba la escena desde una mesa cercana, se dio cuenta de que la camarera estaba sometida a una gran presión. Se preguntó si ella volcaría el contenido de la bandeja –café, una pila de lonchas de beicon, huevos y patatas fritas– sobre el regazo de aquel hombre, y eso hizo a Sterling sentirse también en tensión.
Sin embargo, la camarera tomó aliento, aferró la bandeja con más fuerza y retrocedió un paso.
Para disgusto de Sterling, el hombre tatuado no parecía comprender lo cerca que había estado de irse con la ropa manchada de comida y su dignidad, si la tenía, deshecha.
–Oh, vamos –suavizó él, tratando de darle otra palmada en el bien formado trasero–, no quiero hacerte daño, sólo divertirme un poco antes de volver a la carretera.
Rápidamente, la camarera aumentó la distancia entre ambos.
–Conmigo no –dijo enojada.
Su expresión era de enfado, pero sus ojos tenían una mirada extrañamente angustiada.
No era la primera vez que Sterling descubría esa mirada, ya que no era la primera vez que la veía esquivar ademanes indeseados.
–Llevo doce horas conduciendo mi camión. Así que ¿por qué no le das al viejo Johnny un poco de cariño y un beso? Después, me marcharé.
–¡No vuelva a tocarme o le aseguro que se arrepentirá! –advirtió la camarera.
A Sterling se le estaba quedando fría la comida mientras contemplaba la escena que se desarrollaba tan cerca de él. Sabía que la camarera se llamaba Sara, porque se lo había oído a las otras.
Sara le había fascinado tanto, que había acudido a cenar allí tres días seguidos. Durante su primera visita al pequeño pueblo del sur de California, a las afueras de San Francisco, había aparcado cerca el coche para tomar una rápida taza de café antes de dirigirse a su finca de Napa Valley, dedicada al cultivo de la vid. Para un hombre que no disfrutaba mucho saliendo a cenar, tres visitas consecutivas eran muchas, sobre todo teniendo en cuenta que le llevaba más de una hora en coche el ir y otro tanto el volver.
Sara había sido el motivo que le había hecho volver una y otra vez. Al principio, sólo se había sentido cautivado por un dulce rostro y una bonita figura. Tres días después, cuando se sintió intrigado por la mirada triste y su expresión de angustia, se propuso acudir más veces para conocerla mejor.
El rostro de Sara era un perfecto óvalo sobre un cuello casi demasiado delgado para sostener la cabeza. Sus labios eran suaves y ligeramente curvados en las comisuras, pero los ojos eran el rasgo más sobresaliente: grises, con unos tonos azulados, grandes y almendrados. Sterling aún esperaba verla sonreír, porque hasta ahora sólo había contemplado su tristeza y aquella expresión temerosa.
Pero no era el físico de Sara lo que había llevado a Sterling a cenar allí, noche tras noche. Sara poseía una fragilidad que había despertado una extraña emoción en él.
Aunque intentaba parecer segura de sí misma, contemplar el modo en que se comportaba con el camionero le demostraba que esa confianza era puro teatro.
Paula, otra camarera, apartó a Sara. Sterling estaba tan cerca, que pudo escuchar la conversación:
–Apenas llevas aquí dos semanas, bonita. Cuando lleves más, comprenderás que los tipos como Johnny no son malos en realidad.
–Odio que me toquen –respondió Sara con fiereza.
–¡Eh, chicas! ¡Estoy esperando mi comida! –gritó el hombre de los tatuajes.
–¡Ahora mismo va, Johnny! –respondió Paula, y luego en voz baja le dijo a Sara–. Todavía tienes tú la bandeja.
–Dios mío… no me había dado cuenta.
–Johnny no es tan malo.
–Es un asqueroso, Paula. Y no tiene derecho a ponerme encima sus pezuñas.
Paula sacudió la cabeza; sus largos pendientes le golpearon el cuello.
–Hablarle a un tipo como él de derechos es como arrojar piedras a una cantera, bonita: las palabras le entran por un oído y le salen por el otro.
A Sterling le hizo gracia la inusual mezcla de metáforas, pero Sara no parecía divertida.
–No lo puedo soportar, Paula. Ningún hombre, ningún hombre tiene derecho a tocarme.
–Claro, Sara, ya lo he oído –el tono de Paula era pacificador–. Dame la bandeja, yo le llevaré la comida.
Los ojos grises brillaron aliviados.
–¿De verdad lo harías?
–Claro, ¿por qué no? Sé manejarme y las manos largas no me asustan. Y no te preocupes por la propina. Te la daré… si es que él deja alguna. Ahora dame la bandeja: el jefe está mirando.
Pero Sara cambió de opinión.
–Yo lo haré, Paula. Es mi trabajo y no puedo permitir que ese tipo pueda conmigo. Gracias de todas formas.
Sterling la aplaudió en silencio. Estaba claro que Sara no se iba a dejar intimidar por un tipo grosero. A pesar de su aspecto de delicadeza, era evidentemente voluntariosa y decidida.
Eso también era algo que él había atisbado en ella. Aquella mezcla de seguridad y vulnerabilidad era muy fuerte. La joven era un misterio. Sterling no podía apartar de ella los ojos.
Sara colocó la bandeja sobre la mesa de Johnny y después se apartó rápida y deliberadamente.
Luego, se acercó a Sterling con la cafetera en la mano.
–¿Desea repetir, señor?
Sterling pensó que su voz era suave y clara, una voz muy bonita.
Deseaba darle a Sara conversación para escuchar su risa. Incluso en la forma de preguntar era diferente a las demás camareras, que solían decir: «¿más café, guapo?». Los buenos modales de Sara estaban fuera de lugar en aquella cafetería.
–Gracias –dijo Sterling–. Agradecería otra taza.
Por algún motivo, lo miró con extrañeza, como si hubiera dicho algo que la hubiese sorprendido. Pero sólo duró escasos segundos, y en seguida estaba llenándole la taza.
–Usted sabe que no tiene que dejar que se salga con la suya –dijo Sterling con tranquilidad, señalando con la cabeza en dirección a Johnny.
De nuevo Sara lo miró.
–Parece en consonancia con el lugar –su tono era repentinamente seco.
–No debería ser así.
–No –era evidente que ella no deseaba continuar hablando.
Cuando Sara se marchó, Sterling comenzó a beberse el café. Le quedaban un montón de cosas que hacer aquel día. Sus pensamientos se centraban en el trabajo cuando se produjo otro grito:
–¡Cómo se atreve!
Girando la cabeza, Sterling alcanzó a ver a Sara zafándose violentamente de un par de dedos mugrientos que le pellizcaban el trasero bajo la minifalda negra.
–¡Le advertí que no lo hiciera! –estaba furiosa.
–Tranquila, bonita –aconsejó Paula con serenidad.
–Eso, chica, tranquilízate. Relájate, dulzura, y pásatelo bien –dijo Johnny sin asomo de arrepentimiento, mientras reía estridentemente.
Sterling creyó que se asfixiaría de enojo al ver a aquel tipo riéndose de Sara. Ésta lo vio acercarse y retrocedió; al hacerlo tropezó con la gran barriga de su jefe, al que todos conocían como Big Bill, quien se aproximaba a la escena. El choque sacudió el brazo derecho de Sara. Johnny soltó un rugido cuando el café le salpicó la ropa.
–¡Zorra! ¡Maldita zorra! Me ha abrasado, Big Bill.
–No ha sido a propósito –Sara estaba aturdida–. Ha sido un accidente. Usted me ha empujado, Big Bill.
–¿De qué demonios estás hablando? –exclamó el jefe–. Y además, ¿qué pasa contigo? ¿Por qué no tienes más cuidado? Todavía estoy esperando verte llevar más de dos platos de una vez, por no hablar de la lentitud. ¡Y ahora esto! –se volvió hacia Johnny–. ¿Estás bien, muchacho?
–¿Tengo aspecto de estar bien? –replicó el hombre de los tatuajes con beligerancia–. Mis ropas están echadas a perder y pasarán días hasta que vuelva a casa para cambiarme. ¿Qué vas a hacer al respecto, Big Bill? –el hombre juraba y maldecía mientras se miraba una camisa ya mugrienta antes del incidente–. Eso es lo que quiero saber, Big Bill: ¿cómo vas a solucionar esto?
El dueño de la cafetería lanzó a Sara una mirada despiadada antes de volverse hacia su cliente.
–No te apures, Johnny, te pagaré un lavado en seco.
–Del sueldo de la chica, espero –dijo el hombre, ansioso de venganza.
–Pues claro, ¿de dónde si no? No pensarás que voy a sacar el dinero de la caja.
–¿De mi sueldo? –Sara palideció.
–Ya lo has oído, muchacha –Big Bill se volvió a Johnny–. ¿Qué estabas comiendo? ¿Beicon con huevos y patatas fritas? Sara, tráele otro plato igual. Esta vez corre por cuenta de la casa, muchacho.
–Corre a por ello –ordenó a Sara Johnny, el cual parecía sólo ligeramente calmado.
Una cólera mortal comenzaba a crecer en Sterling. A sus treinta y cuatro años no podía recordar la última vez que se había sentido tan protector con una mujer, pero así era como se sentía en aquel momento.
–Traeré el encargo –dijo Paula a Sara con suavidad.
–Nada de eso –fue la rápida aseveración de Johnny– . Lo hará Sara.
A lo que Big Bill añadió:
–¿Que estás esperando?
Suplicante, Sara miró el rostro congestionado de su jefe.
–Big Bill… –comenzó a decir.
–Ya lo has oído –dijo Johnny implacable. Y entonces, ante la incredulidad de Sterling, le dio un nuevo pellizco a Sara.
Hasta ese momento, Sterling se las había arreglado de alguna manera para controlar su enojo, pero aquello fue demasiado. En un segundo, se encontraba de pie, y entró en escena, olvidando por completo la moderación. Agarró la mugrienta mano del camionero