Solo los miércoles
Por Jo Leigh
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Susan Carrington estaba harta de ser una buena chica que nunca se arriesgaba por miedo a que le rompieran el corazón. Lo único que quería era una aventura, por eso le susurró a David al oído que salieran juntos el miércoles por la noche.
Aquella fue una cita apasionante, intensa... Como lo fueron todos los miércoles siguientes. El problema fue cuando David empezó a querer tener a Susan los siete días de la semana.
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Solo los miércoles - Jo Leigh
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Jolie Kramer
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Solo los miércoles, n.º 132 - septiembre 2018
Título original: Scent of a Woman
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com
I.S.B.N.: 978-84-9188-910-6
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
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Epílogo
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Lo sabía muy bien. Comprarse zapatos nuevos solo era un alivio temporal. La animaría durante cuánto tiempo, ¿una hora? ¿Dos? Después, volvería a estar por los suelos.
Susan Carrington levantó la mirada del escaparate y se obligó a seguir andando. Ella era mucho más fuerte que la atracción que le producían aquellos zapatos, ¿o no? Aunque fueran un diseño de Jimmy Choo. O aunque fueran de color rosa y con tacón de aguja y le conjuntaran a las mil maravillas con su chaqueta de raso de Dolce & Gabbana.
No. Ya tenía suficientes zapatos.
Aquel pensamiento la hizo sonreír. Como si alguna vez una mujer pudiera tener suficientes zapatos. Sin embargo, a pesar de la alegría y los dolores de pies que le causaban y de las miradas de envidia de las desconocidas, los zapatos no lo eran todo. Por ejemplo, no podían evitar que deseara que las cosas fueran diferentes. En algún lugar de Manhattan debía de existir el hombre perfecto. Si no podía encontrar a su media naranja, entonces se conformaría con alguien apasionado, fuerte y dotado.
Hacía mucho tiempo desde la última vez que estuvo con un hombre y su cuerpo se resentía. Llevaba inquieta toda la semana. Y no solo un poco inquieta. Quería… algo. Lujuria, peligro, excitación… Solo con los zapatos no le bastaba. Deseaba a un hombre. Un hombre agradable, fuerte, excitante. Alguien con cerebro. Alguien que supiera encenderla tan fácilmente como a una bombilla… ¿No sería maravilloso si aquel tipo fuera también su media naranja? Era improbable, pero podía soñar, ¿no?
Mientras bajaba por la Quinta Avenida, dejó que su imaginación volara. Casi podía verlo. Sería alto, al menos de un metro ochenta para que pudiera superar su metro setenta y cinco. Moreno, no porque los rubios no pudieran ser monos, sino porque le gustaba el contraste y dado que ella era rubia… Sería guapo, pero no demasiado. De rasgos fuertes y masculinos, pero con una sonrisa que lo cambiara todo. Tendría ojos expresivos, manos grandes, pies grandes, y, aunque sabía que el tamaño no importaba, tendría una impresionante herramienta. ¿Por qué no? Después de todo, era el hombre de sus sueños, así que podía decorarlo como quisiera.
Cruzó la calle, como siempre asombrada del número de peatones. Era lunes. Gracias a Dios, las vacaciones ya se habían terminado y, sin embargo, el bullicio a la una y cuarto de la tarde era casi tan grande como en hora punta.
No era que le importara. Le encantaba el ritmo de Manhattan, el pulso de la ciudad. Ningún lugar de La Tierra estaba más vivo. Incluso en los peores momentos, aquella era su casa.
Al ver el escaparate de una librería, aminoró el paso. Miró los nuevos bestsellers y frunció el ceño al no encontrar nada que la atrajera. Aquello significaba que tenía que entrar. Trató de recordar la última vez que había pasado por delante de una librería y no había entrado. Inútil. Nunca podía resistirse.
La música hizo que se detuviera en el umbral de la puerta. Conocía aquella melodía. Cerró los ojos y escuchó atentamente la sinfonía. Tenía el nombre en la punta de la lengua.
—¡Scherezade! —exclamó, en voz alta, muy orgullosa de sí misma.
Siempre le había gustado la música de… Rimsky Korsakov. Eso era. ¡Ja! Era una pena que ninguno de sus amigos estuviera con ella. Dudaba que nadie, aparte de Peter, hubiera sabido el nombre de la pieza, y mucho menos del compositor.
Volvió a abrir los ojos y sorprendió a un joven mirándola. El muchacho se enrojeció y apartó la mirada. Susan se olvidó de aquello rápidamente. Le había ocurrido muchas veces antes. En otro tiempo, le había parecido algo maravilloso. Sin embargo, al poco, se había dado cuenta de que las miradas no iban dirigidas a ella, sino a su cabello, a su altura, a sus senos o a sus rasgos. Tenía que admitir que había tenido suerte en la lotería de la genética, pero la enojaba que no consideraran que había algo más que belleza. Al menos, ella no quería que fuera así.
Se dirigió a uno de los pasillos, preguntándose si podría evitar hojear los libros de autoayuda. Quería narrativa, no transformación. Novelas. Ficción. Historias.
La música seguía sonando, lo que la hizo pensar en Scherezade, la mujer que había salvado su vida relatando mil y un cuentos: Alí Babá y los cuarenta ladrones, Simbad el marino, Aladino y la lámpara maravillosa…
Susan sabía exactamente lo que le pediría a un genio. En vez de tres deseos, se conformaría solo con uno. Amor de verdad, de la clase que dura para siempre…
Desgraciadamente, le haría falta una lámpara maravillosa para conseguir su deseo. El amor y ella no estaban hechos el uno para el otro. Su única experiencia había terminado catastróficamente cuando descubrió que el hombre al que le había dado su corazón no había sentido ningún interés por ella, sino solo por su físico. Y su dinero. Principalmente su dinero.
Suspiró y se puso a mirar los libros, aunque decidió dejarlo cuando vio que no se podía centrar. Aquello era grave. Normalmente, no era tan sentimental, pero ver a Katy y a Lee a la hora de desayunar la había hecho pensar. Habían hablado de lo mal que se sentían, de cómo desean que llegara la hora, de que estar embarazada casi de nueve meses no era nada fácil… Susan se había echado a reír, pero los celos la habían comido por dentro.
Adoraba a Katy y a Lee y a sus esposos Ben y Trevor. Junto con Peter, ellos eran sus mejores amigos. Su familia. Se habían conocido todos en la universidad y nunca habían perdido el contacto. Los seis seguían siendo uña y carne y habían pasado juntos todas las tribulaciones del trabajo, del amor y de las rupturas sentimentales.
Sin embargo, cuando las otras dos mujeres se habían quedado embarazadas, Susan se habían sentido distanciada. Había hecho todo lo posible por no demostrarlo, pero ellas lo sabían. Era la pieza discordante, se sentía aislada… Y lo odiaba.
Quería sentir que un niño crecía dentro de ella. Quería un marido que la amara por lo que era. En vez de comprarse libros, debería estar buscando lámparas maravillosas y rezando para encontrar a un genio. Dada la suerte que tenía con los hombres y su habilidad para encontrar canallas hambrientos de dinero, la magia era su única esperanza.
El doctor David Levinson miró la selección de echarpes y chales que había en las estanterías. Debería haberlo pensado mejor antes de encaminarse a la pequeña boutique. No sabía nada sobre ropa femenina. Su secretaria le había dicho que ganaría muchos puntos regalándole a su hermana un chal para su cumpleaños, pero tal vez unos cuantos CDs o DVDs tuvieran el mismo efecto.
Tomó una pañoleta de seda y descubrió que el diseño era demasiado complicado para Karen. Comprobó la etiqueta del precio y dobló rápidamente la prenda. ¿Ochocientos dólares? ¿Por un chal? No se había imaginado que serían tan caros.
No era que su hermana pequeña no se mereciera un buen regalo, pero ochocientos dólares… Fue a otra estantería. Era de pashminas. Nunca había oído hablar de ellas. Eran chales tejidos, con un aspecto increíblemente suave. En el mostrador de al lado había un montón muy similar de chales de cachemir. No parecía haber mucha diferencia, solo que las pashminas eran mucho más caras.
—Cierre los ojos.
David se sorprendió al escuchar aquella voz, muy cerca de él, a sus espaldas. Empezó a girarse, pero una mano se lo impidió.
—Adelante. Cierre los ojos.
La voz sonaba tan sedosa como el cachemir, tan sensual como la seda, pero cerrar los ojos…
—No pasa nada —susurró la mujer. Aquella vez estaba tan cerca de él que casi sintió que el aliento le acariciaba la nunca.
David obedeció. La idea de hacer lo que le pedía una desconocida, sin saber quién era o qué era lo que pretendía era casi tan erótica como el aroma de la mujer que había tras de él. Sintió que ella se movía y tuvo que controlarse para no abrir los ojos. Era alta. Eso lo intuía porque el aliento…
Algo le acarició la mejilla y lo hizo sobresaltarse. Después, ella le colocó la mano sobre el hombro y lo tranquilizó.
—No piense. No analice. Solo sienta…
Una tela le tocó la mejilla izquierda. Era delicada, suave, como la piel del interior del muslo de una mujer. Entonces, desapareció súbitamente. Cuando estaba a punto de protestar, sintió que una tela diferente le acariciaba la mejilla derecha. Era más fresca y ligeramente más gruesa.
A medida que la tela le acariciaba la cara, se dio cuenta del efecto que aquella actividad estaba teniendo en una parte muy diferente de su rostro. Estaba excitada. No era nada como para alarmarse, al menos por el momento, pero entre el tacto del cachemir y el misterio de aquella mujer, estaba cada vez más incómodo.
Cuando la tela se retiró, dudó, esperando para ver si había más.
—Ahora puede abrir los ojos.
Una vez más, obedeció. Ella estaba directamente delante de él, sonriendo con labios perfectos. Efectivamente, la mujer era alta. Sin embargo, su imaginación no había conseguido imaginarse el resto. Tenía el cabello rubio muy claro, algo alborotado y recogido con un pasador, y enormes ojos azules… Bellísima.
—¿Cuál le ha gustado más? —le preguntó. David parpadeó, sin comprender—. ¿La mejilla derecha o la izquierda?
—Oh… La izquierda.
—Era la pashmina. La lana es de Nepal y se obtiene de las cabras del Himalaya. Es mucho más fina que el cachemir. Esta —añadió, mostrándole un chal negro—, es una mezcla del ochenta por ciento.
—De acuerdo.
Ella se echó a reír. Aquel gesto empeoró aún más la situación de David. Se movió un poco, pero no consiguió nada. Los pantalones se le apretaban cada vez más.
—¿Es para su esposa?
—Para mi hermana.
—¡Qué considerado!
—Es muy buena.
La mujer asintió lentamente, sin apartar los ojos de los de él. Era una situación descaradamente sexual. No había posibilidad de que estuviera interpretando mal sus intenciones. La mujer sabía lo que aquella mirada le estaba haciendo.
—Bueno, ¿cuál se lleva?
—¿Cómo dice?
—¿La pashmina o el cachemir?
—Es usted muy buena.
—¿Cómo dice?
—En su trabajo. Espero que trabaje con comisiones.
—No trabajo aquí —comentó ella, riendo.
Había vuelto a hacerlo, a sorprenderlo. Casi nada sorprendía a David. Ser psiquiatra en Nueva York solía endurecer a una persona.
—Y, sin embargo, lo sabe todo sobre las cabras del Himalaya.
—Soy una fuente interminable de datos insignificantes —dijo ella, sin dejar de reír—. Sin embargo, soy a los conocimientos reales lo que una cebolla es a un Martini.
David extendió la mano y agarró la pashmina que ella tenía en los dedos. Un error. La sorda amenaza que tenía en la entrepierna se convirtió en algo peligroso. No recordaba la última vez que le había ocurrido algo similar. ¿En la universidad? Seguramente. No es que no le gustaran las mujeres, pero nunca reaccionaba de un modo tan volátil. Utilizó el echarpe para cubrir su vergüenza…
—Imagino que sabe usted bastantes cosas, señorita…
—Scherezade —susurró ella, tras mirarlo descaradamente durante unos minutos.
—¿Está hablando en serio?
—Por supuesto.
—¿Se llama Scherezade? —preguntó David. Ella se encogió de hombros—. ¿Y quién se supone que soy yo? ¿Simbad? ¿Aladino?
—¿Quién le gustaría ser? —quiso saber ella, acercándose un poco más a él.
—En estos momentos, no me gustaría ser nadie más que yo.
—Excelente respuesta.
—¿Y cómo la llama la gente?¿Sher?
—No, pero usted puede hacerlo.
David estaba a punto de responder cuando un esbelto dedo le acarició los labios. Aquel fue un gesto increíblemente íntimo, algo que solo haría un amante, no una desconocida con nombre falso. No una mujer tan hermosa que casi dolía.
Ella se inclinó un poco más hasta que colocó los labios muy cerca de la oreja de David, lo suficiente como para que él pudiera sentir una vez más su aliento.
—¿Por qué no