Un amor en el destino
Por Charlotte Maclay
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Entonces conoció a Alex, el nuevo director del colegio, entre cuyos planes no figuraba el amor. Pero ¿qué podía hacer un hombre cuando encontraba una rubia tan persuasiva que no aceptaba un no por respuesta?
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Un amor en el destino - Charlotte Maclay
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Charlotte Lobb
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un amor en el destino, n.º 1682 - noviembre 2019
Título original: A Hitchin’ Time
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-647-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
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Capítulo 1
Vivir en Nowhere Junction, Texas, era casi tan excitante como un sándwich de puré de patata.
Lilibeth Anderson suspiró y encendió el ordenador en la pequeña trastienda del café y almacén que ayudaba a llevar a sus padres. Tal vez ese día tuviera alguna respuesta por e-mail a su búsqueda de marido a través de un servicio por Internet que se dedicaba a encontrar parejas a la gente. Hasta entonces solo había aparecido un marido en potencia y resultó que el atractivo Lucas McRifle había elegido a otra, a Mimsy Miles, la médico del pueblo.
Aunque no es que Lilibeth hubiera estado interesada por Lucas. No había sentido nada de química entre ellos, pero aun así le fastidiaba saber que había sido ella la que había agitado las aguas y había sido otra la que se había hecho con el pez.
Apretó los dientes y esperó a que apareciera HitchingPost.com en la pantalla.
La próxima vez que un hombre adecuado apareciera por Nowhere, estaba bien segura de que le echaría el lazo ella misma. Tenía veintisiete años, era ex reina de belleza del baile de graduación y no tenía ninguna perspectiva a la vista. Todos los hombres del pueblo o eran demasiado mayores, demasiado jóvenes o estaban casados, ya que últimamente había habido una terrible epidemia de matrimonios, lo que hacía que ella se sintiera incluso más aparte todavía.
Las lágrimas le nublaron la visión.
El pensamiento de vivir toda su vida en Nowhere como una solterona era como una sentencia a cadena perpetua en un convento, incluyendo las reglas sobre el celibato. Pero no podía dejarlo todo y marcharse como había soñado hacer.
Sus padres, Job y B. K. Anderson no habían ganado mucho dinero con el almacén durante los últimos treinta años. Nunca habían querido cobrarles mucho a sus amigos y vecinos por las medicinas e, incluso, los batidos, no cuando el dinero no abundaba para casi nadie. Salvo para Quade Gardiner, un ganadero millonario que no había llevado al altar a Lilibeth a pesar de los esfuerzos de esta para atraerlo. Mazeppa era otra anormalidad. Todo el mundo en el pueblo creía que esa mujer era pobre y resultó que era más rica que Quade.
Y ahora, cuando JoJo y B.K. estaban a punto de jubilarse, simplemente no tenían dinero suficiente para mantenerse en su ancianidad.
¿Y quién en su sano juicio podría querer comprar un almacén en Nowhere y que, además, estaba casi en la ruina?
Parpadeó y miró la pantalla. Entonces sintió que el corazón se le caía un poco más a los pies. Ni una sola respuesta a su anuncio. Heredera divertida y ex reina de belleza busca pareja para matrimonio.
Lilibeth se enorgullecía de no haber falseado el anuncio, por muy desesperada que estuviera por encontrar marido. Pudiera ser que exagerara un poco, pero lo cierto era que le encantaría divertirse más. Y había sido la reina de belleza del colegio durante cuatro años seguidos, algo realmente inusual. Eso debería contar para algo, ¿no? Y, en su momento, heredaría el almacén y el café, dando por hecho que sobreviviera a sus padres en vez de morirse antes de aburrimiento.
Había sido tan sincera con el anuncio como lo sería cualquier mujer en sus circunstancias.
Pero solo había respondido Lucas McRifle y él había elegido luego a otra. Ella deseaba desesperadamente un hogar y familia propios para que la conocieran como algo más que la bonita chica de los Anderson.
La próxima vez…
Alexander Peabody se dio cuenta de dos cosas nada más entrar en el almacén. Una que la campanilla de la puerta no sonó para anunciar la entrada de un cliente, y otra de la mujer que estaba colocando en las estanterías unos productos de higiene íntima femenina y que parecía un ángel.
Su cerebro empezó a pensar instantáneamente en la forma en que podría reparar y mejorar la rudimentaria campanilla. Pero otra parte de su anatomía sufrió una reacción muy diferente y se centró en el rizado y rubio cabello de la mujer que le caía por los hombros, su fina espalda y redondo trasero.
Raramente algo lo distraía de las ideas que lo podían llevar a su gran invento, la chispa de creatividad que lo colocaría entre Thomas Edison y Guglielmo Marconi, permitiéndole cumplir con su destino. Se había jurado a sí mismo darle nuevo lustre al apellido Peabody y ganar el aplauso familiar que siempre le habían negado.
Pero esa mujer, solo con estar de rodillas entre geles de ducha y tampones, hacía que perdiera todo su interés en circuitos impresos y demás y eso lo confundía. Generalmente ninguna reacción física se imponía a su mente analítica y a su normalmente despegado comportamiento.
La presencia de ella era una situación potencialmente desastrosa que no había anticipado cuando firmó el contrato para ser el nuevo rector de la escuela elemental del pueblo.
Cuando ella se levantó con un tubo de vaselina en una mano y uno de crema espermicida en la otra, a Alex se le hizo un cortocircuito en el cerebro. La mujer sonrió con su boca generosa y a él se le secó la garganta.
–Hola, no lo he oído entrar.
La voz de ella era como se la había imaginado, cantarina, encantadora y lírica. Los senos los llevaba apretados bajo un vestido vaquero que se pegaba provocativamente a sus curvas.
–¿Puedo ayudarlo en algo? –añadió ella.
Oh, sí, él necesitaba ayuda desesperadamente. Además del cortocircuito del cerebro, se le había olvidado respirar.
–¿Qué le trae por el pueblo? –continuó ella.
Alex logró recordar por qué estaba allí.
–Internet. Respondí a un anuncio en Internet.
–¿Internet?
¿Es que aquel tipo tan atractivo había ido en respuesta a su anuncio? Se puso tan nerviosa que temió que fuera a mojar las braguitas. Entonces se recordó a sí misma su juramento de no dejar escapar al siguiente que apareciera. De eso nada.
Sacó pecho, su mejor atractivo según los chicos del pueblo, y extendió la mano.
–Bienvenido a Nowhere. Yo soy Lilibeth Anderson.
Él la recorrió lentamente con la mirada, pero no extendió su mano.
–Ah, encantado de conocerla –balbuceó.
¿No era un encanto? Ese hombre adorable y atractivo, con su cabello rizado y castaño y anchos hombros era tímido. ¿No hacía eso que una chica deseara abrazarlo con toda su alma?
Le dedicó su sonrisa más cálida y seductora y miró su mano aún extendida… Con un tubo de crema espermicida en ella.
¡Cielo santo!
Se ruborizó fuertemente y deseó que se la tragara la tierra para siempre.
Dejó la crema apresuradamente sobre el carrito que había estado usando para llevar los productos nuevos y, con las prisas, hizo que las cajas cayeran al suelo en cascada. En un esfuerzo por evitar que cayera una de salvaslips, su cadera chocó contra el carrito, tumbando un bote de champú, abriéndose y derramándole el contenido por la pierna. Tubos de lápices de labios cayeron de la estantería baja y se desparramaron por el suelo, rodeando las botas de vaquero del desconocido.
Estaba a punto de ponerse a gritar cuando él sonrió y el mundo volvió de repente a su ser de nuevo.
–Hola, Lilibeth. Es un nombre muy bonito. Yo soy Alex, Alexander Peabody.
Ella pensó que se había muerto e ido al cielo. La voz de él era de un tono barítono profundo. Suave pero con fuerza.
–Normalmente no soy tan torpe –logró decir ella.
Y de verdad que no lo era. Todos los días ordenaba las estanterías y nunca había producido un desastre como ese. ¿Por qué habría tenido que hacer el tonto de esa manera delante del hombre más atractivo que había visto en su vida?
–Deja que te ayude –dijo él y se arrodilló para recoger los lápices de labios.
Él llevaba una chaqueta de piel de oveja para protegerse del frío de febrero y unos vaqueros que nunca habían estado sobre una silla de montar. No era un vaquero. Parecía mucho más elegante que eso.
Lilibeth se puso en cuclillas a su lado y se