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El instante de luz: Un testimonio sobre la vida y la muerte
El instante de luz: Un testimonio sobre la vida y la muerte
El instante de luz: Un testimonio sobre la vida y la muerte
Libro electrónico322 páginas4 horas

El instante de luz: Un testimonio sobre la vida y la muerte

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Información de este libro electrónico

Vivir con una enfermedad terminal es como caminar sobre una cuerda floja sobre un abismo insensiblemente aterrador. Pero vivir sano también, sólo que con algo de niebla o nubes que cubren las profundidades de ese abismo.
Nina Riggs estuvo lidiando con un cáncer de mama agresivo durante casi un año, pasando por los procesos de quimioterapia, mastectomía y radiación. Pero una tarde, mientras ella y su esposo enseñaban a su hijo a andar en bicicleta, cayó y se rompió la columna.
Una resonancia magnética reveló un tumor sobre su columna vertebral: el cáncer se extendía como sobre sus huesos. Lo cual sugirió que tenía entre 18 y 36 meses de vida.
Inspirada en la frase de Montaigne "Quiero que la muerte me encuentre plantando mis coles, sin preocuparme por ello, menos aún, por un jardín inconcluso", la autora desafía la noción de "luchar" contra el cáncer, pues no busca "ganar" sino hacer lo que tiene que hacer: cuidar a su familia, comprar comestibles, manejar las finanzas, acudir a los tratamientos médicos, incluso escribir este libro.
Una crónica sobre la convivencia cotidiana entre la vida y la muerte.
IdiomaEspañol
EditorialOcéano
Fecha de lanzamiento15 jul 2017
ISBN9786075272863
El instante de luz: Un testimonio sobre la vida y la muerte

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    El instante de luz - Nina Riggs

    Para mis chicos: John, Freddy y Benny

    y

    en memoria de mi madre, Janet Angela Riggs, 1947-2015

    Me alegra el momento —húmedo, cálido, reluciente, floreciente y melodioso— que derriba los estrechos muros de mi alma y extiende su vida y sus latidos hacia el horizonte. Eso es la mañana: dejar durante un extraordinario momento de ser prisionero de este cuerpo enfermizo y ser tan vasto como la naturaleza.

    RALPH WALDO EMERSON, 1838

    Prólogo

    El paseo en bicicleta

    —Morirse no es el fin del mundo —acostumbraba bromear mi madre después de que la diagnosticaron como enferma terminal.

    Nunca entendí en realidad lo que quería decir hasta el día en que de pronto lo comprendí —algunos meses después de que ella murió— cuando a la edad de 38 años, el cáncer de mama por el que había estado en tratamiento se volvió metastásico e incurable. Hay muchas cosas peores que la muerte: los viejos rencores, la falta de conciencia de uno mismo, el estreñimiento grave, no tener sentido del humor, la mueca en la cara de tu esposo cuando vacía el líquido del drenado quirúrgico en el vaso medidor.

    Mi esposo John y yo nos hallábamos en la acera frente a la casa, nuestros cuerpos se movían en armonía bajo la luz del sol matutino mientras enseñábamos a nuestro hijo menor a andar en bicicleta.

    —¡No me sueltes todavía! —grita Benny.

    —Pero ya aprendiste, ya lo dominas —le repito una y otra vez, corriendo a su lado. Siento una nueva estabilidad en su impulso mientras sujeto la parte posterior del asiento—. Prácticamente lo estás haciendo todo tú solo.

    —¡Pero no estoy listo! —grita.

    Nunca tuvimos que enseñarle a Freddy, nuestro hijo mayor, a andar en bicicleta. Un buen día nos suplicó que quitáramos las ruedas entrenadoras y, a los pocos minutos, estaba dando vueltas por el patio. Pero Benny no es así. Él nunca está listo para que lo soltemos.

    —¿Me detienes? —no deja de preguntar.

    El aire del fin de semana es medicinal y empiezo a sentirme cada vez más fuerte tras meses de quimioterapia y cerca de terminar seis semanas de radiación. Nos dirigimos al letrero de alto de la esquina, a unos 15 metros, con una inclinación apenas perceptible.

    —Mantén las piernas fuertes —indica John—, con la mirada fija, el manubrio estable.

    Una joven pareja con un perro cruza la calle para no interponerse en nuestro camino. Le sonríen a Benny. Les sonrío, a mi vez, y trato de mirar a John de reojo. Lo va a lograr. No agacho la cabeza. Mantengo la vista al frente.

    Entonces, la punta del pie se me atora y tropiezo con un borde en el cemento.

    En ese momento, algo se rompe dentro de mí. Benny me oye gritar, y tanto John como yo lo soltamos. John soporta todo mi peso mientras floto en un nuevo universo llamado Dolor. Sin embargo, también veo a Benny que, bamboleándose, sigue adelante. Avanza y avanza.

    —¡Lo siento, mamá! ¿Estás bien? —grita por encima del hombro—. ¡Mira! ¡Sigo andando!

    Ahí está: el hermoso y vibrante mundo de los vivos sigue adelante.

    Al día siguiente en el hospital, dentro de la máquina de resonancia magnética, que hace mucho ruido, como si alienígenas enemigos hubieran formado un grupo de música punk, recuerdo una historia que oí en la radio sobre un ejercicio para formar equipos de trabajo que un empresario de Corea del Sur utiliza para elevar la moral de los empleados.

    Durante el ejercicio, se ponen batas largas y se sientan a un escritorio. Cada uno escribe una carta a un ser querido como si fuera la última. Se vale sollozar e incluso romper en llanto abiertamente. Al lado de cada escritorio hay una caja de madera grande, pero no es una caja cualquiera, sino un ataúd.

    Cuando los trabajadores terminan de escribir su carta, se acuestan en el ataúd y alguien que finge ser el Ángel de la Muerte se acerca y cierra con un martillo la tapa. Se quedan en la oscuridad dentro del ataúd tan inmóviles como les sea posible durante unos diez minutos. La idea es que cuando salgan del entierro falso, tengan una nueva perspectiva, que sientan mayor pasión por su trabajo y agradezcan por estar vivos.

    A mi alrededor hay pacientes en bata, acostados boca arriba dentro de tubos insonoros y pacientes silenciosos que se deslizan hacia afuera y hacia adentro de estos oscuros túneles del sótano. Estamos practicando, pensé. Mientras la máquina hacía ruidos metálicos y zumbaba durante más de una hora, me convertí en el Ángel de la Quietud. Pensé: Olvida al Ángel de la Muerte. El líquido de contraste chisporroteó en mis venas y, en el preciso momento en que el técnico me lo advertía, el Ángel de Imageneología se acercó, pero jamás me tocó. Cuando el ruido cesó al fin, oí la voz desde otra máquina en algún sitio cercano: RESPIRE, NO RESPIRE, RESPIRE DE NUEVO.

    En la habitación de control de resonancia magnética, una imagen empezó a surgir de la oscuridad de la pantalla: mi columna vertebral era devorada por un tumor. Dijeron que el brote era patológico, es decir, causado por una enfermedad subyacente. Este fue el estudio de resonancia magnética con el que descubrieron que el cáncer se había extendido a los huesos. Fue el estudio de resonancia magnética que indicó que me quedaban entre 18 y 36 meses de vida.

    Media hora más tarde estaba acostada en la misma posición dentro de un cubículo de urgencias con la cortina cerrada; una residente de radioterapia oncológica, con ojos llorosos, me decía, al tiempo que me apretaba la mano y me acariciaba la cabeza calva, que el dolor que había tenido desde hacía dos meses, el que me habían asegurado que era originado por la debilidad causada por meses de quimioterapia, se debía en realidad al cáncer que ahora jamás desaparecería.

    ETAPA UNO

    1. Un pequeño punto

    Recibo la llamada cuando John está de viaje en una conferencia en Nueva Orleans. No nos detengamos a pensar en la tenue luz que se cuela en nuestro dormitorio cuando doblo la ropa limpia, ni en las últimas hojas que se sacuden afuera, en el roble, preparándose para caerse, pero aún sin soltarse. El calor zumba en la rejilla de ventilación. El perro se relame la pata. El año nuevo flota en el aire como un signo de interrogación. El teléfono suena en la cama.

    Es casi mediodía. Allá en la escuela, los niños deben de estar formándose para el recreo, abriéndose paso con los dedos por los agujeros de los guantes como exploradores.

    Cáncer de mama, dice el doctor acerca de la biopsia. Un punto pequeño. Un punto pequeño. Se lo repito a John, que se sale de la sesión en cuanto lee mi mensaje de texto. Se lo repito a mi mamá, que exclama:

    —¡No hablarás en serio! Tú no, ¿tan pronto?

    Se lo repito a mi papá que se presenta en mi casa con caldo de pollo. Se lo repito a mi mejor amiga Tita y ella, a su vez, me lo repite mientras nos sentamos en el sofá y nos obsesionamos con las veinte palabras que duró en total la conversación telefónica con el doctor. Lo repito cuando me cepillo los dientes, en la fila del autobús, mientras me desabrocho el sostén, cuando me estoy quedando dormida, caminando por los pasillos del supermercado, de paseo por el corredor ecológico, acostada en la claustrofóbica y ruidosa cavidad de la máquina de resonancia magnética mientras me examinan más a fondo. Un punto pequeño.

    Se convierte en un canto, un grito de revelación. Un punto pequeño se puede arreglar. Un punto pequeño es un año de tu vida. Nadie se muere de un punto pequeño.

    —Ah, sí, cáncer de mama… —recuerdo que mi tía abuela decía, antes de morir a la edad de 93 años, de un ataque al corazón— es algo que me dio allá por los años setenta.

    2. Un mundo de problemas

    Varias semanas antes de la llamada, una noche tibia: John y yo nos hallamos sentados en el porche de la casa con sendos vasos de whisky, contemplando el atardecer; la luz del crepúsculo nos baña de anaranjado y también al mundo entero cuando el sol se oculta detrás de la casa de enfrente: el vecino, un profesor jubilado que ya no recuerda ni el nombre de su perro, está en el jardín meciéndose en su columpio. Alcanzamos a ver un instante a su esposa en la ventana de la cocina y él nos saluda con un movimiento de cabeza. El único cielo que ve es la oscuridad que empieza a caer.

    Les dije a nuestros hijos que esperaran un mundo de problemas si se atrevían a levantarse de la cama para venir con nosotros aquí afuera.

    3. El cuadro de Punnett

    —Mi abuelo paterno tuvo cáncer de mama —esto suele provocar que quienquiera que haga anotaciones en mi historia clínica levante la vista—. Le hicieron una mastectomía radical en los años setenta. Su hermana también lo tuvo, murió de cincuenta y tantos años. Y una de sus sobrinas. Y también su hija, mi tía.

    Estoy sentada en el consultorio de la asesora genética, mientras ella dibuja como loca mi árbol genealógico en una hoja de papel. Hay cuadrados y círculos y las víctimas de cáncer están marcadas con X, hay muchas X.

    Del lado materno: hay cáncer en ambos padres, aunque no de mama. Mi tía tiene un melanoma incipiente. En menos de seis meses después de esta conversación, mi propia madre morirá de un cáncer de la sangre conocido como mieloma múltiple.

    Mientras la asesora genética dibuja diagramas, recuerdo algo parecido en la clase de ciencias de séptimo grado, el cuadro de Punnett: un diagrama que pronostica el futuro casi como un adivino, mejor que las tablas Ouija y esas papirolas que servían para predecir la suerte, cuando el yo adulto era casi poco concebible e imposible.

    Sólo tenías que escoger a cualquier chico de la clase y este diagrama podía pronosticar la probabilidad de que ambos tuvieran hijos con ojos castaños o vello en los dedos de las manos y los pies o, como el diagrama de la asesora genética parecía indicar, cáncer.

    Según el cuadro de Punnett, dos chicos de mi mesa, Mike Henninger y Christina Stapleton, tenían 100 por ciento de probabilidades de tener un bebé de ojos azules. Esto me emocionó, siendo una niña de séptimo grado: algo del futuro estaba predeterminado. Existía una certeza: claro, si Christina y Mike se enamoraban y querían tener un hijo, y si Christina pudiera embarazarse y el bebé llegara sano y salvo a este mundo.

    Del lado paterno: la hermana mayor de mi padre tiene la mutación del cáncer de mama BRCA2. Ella fue la primera de nosotras en hacerse la prueba, después de su diagnóstico en la década de 1990. Su hija, que no ha tenido cáncer, también tiene la mutación, igual que uno de los tres hermanos vivos de mi padre.

    Sin embargo, resulta que yo no la tengo. Me acaban de diagnosticar cáncer de mama a los 37 años, pero no tengo la mutación del cáncer de mama.

    —Le voy a mandar un artículo que encontré —me dice la asesora genética—. Quizá le interesen las conclusiones, en vista de su situación.

    Los investigadores han descubierto que en las familias en las que hay una mutación identificada del gen del cáncer de mama, como BRCA1 o BRCA2, incluso los miembros de la familia que no tienen la mutación corren mayor riesgo de contraer la enfermedad.

    —Probablemente todo esto significa que hay algunos genes que todavía no hemos logrado identificar —explica la asesora—. Lo que vemos es parte del panorama, pero no la totalidad.

    Sólo estamos seguros de que hay mucho que no conocemos con certeza.

    Hasta donde sabemos hoy, la genética explica sólo alrededor de 11 por ciento de todos los cánceres de mama, lo que deja al 89 por ciento restante volando de manera fortuita hacia nosotros desde el espacio exterior.

    Mi abuelo paterno, el que tuvo cáncer de mama, murió cuando yo tenía siete años, dos años después de mi abuela. Los dos de cáncer, el de él, que era de mama, quizá se metastatizó o tal vez fue otra cosa. No podemos estar seguros, ya que fue a principios de la década de 1980.

    —¿Alguna vez le viste las cicatrices de la mastectomía? —pregunta uno de mis tíos después de mi diagnóstico.

    Una vez, sí, aunque entonces pensé que eran heridas de una guerra. Era verano. Yo tenía 5 o 6 años y habíamos ido a la playa rocosa que estaba debajo de nuestra casa de verano en Cape Cod, donde la pata de Sachem, el caballo de mi abuela, quedó atrapada entre dos rocas grandes, se rompió con la fuerza del propio pataleo del animal por soltarse y hubo que matarlo. El cuerpo del caballo era enorme como para moverlo y todo el mundo estaba esforzándose por cubrirlo con un montón de piedras más alto que yo.

    El cuerpo de mi abuelo era esbelto, musculoso y rígido —la conocida constitución familiar— pero su pecho desnudo era de otro planeta: distorsionado, retorcido por las cicatrices, con la caja torácica ahuecada como una barca de madera.

    Los adultos están llenos de sorpresas, recuerdo haber pensado. ¿Quién podría imaginar siquiera cómo ser adulto?

    Al cabo de los años, mucho más lejos de la playa donde el risco se desvía en una ensenada cubierta de algas, algunos de los huesos de Sachem volvieron finalmente a nosotros: blanqueados, desgastados y tan grandes que al principio imaginé que pertenecían a un animal prehistórico. Ahora, uno se conserva en la mesa cerca de la chimenea, al lado de la mandíbula feroz de un pez azul, la piel de una serpiente real, una hélice quebradiza de miles de huevos de caracol y dos placas de madera tallada con las cronologías de mis abuelos.

    Algunas cosas están destinadas a volver a nosotros una y otra vez.

    4. Nada bueno

    —No creo poder decirles a los niños hasta que yo misma lo asimile —le digo a mi madre el día después del diagnóstico. Freddy acaba de cumplir ocho años y Benny tiene cinco.

    —De acuerdo —responde—, pero debes saber que no hay ningún momento que sea ideal.

    Ocho años antes, cuando mi madre me llamó del consultorio del doctor después de recibir el diagnóstico de mieloma múltiple, yo estaba sentada en la orilla de mi cama, amamantando a mi primer bebé. Tenía dos semanas de nacido.

    —Maldita sea, estoy furiosa de que esto haya ocurrido —recuerdo que me dijo.

    No lloré. Le dije que no se preocupara, que se concentrara en conducir con prudencia para llegar a casa sana y salva y que yo llamaría a mi hermano Charlie, que estaba fuera de la ciudad en la universidad. Sin embargo, cuando me tocó a mí ser la portadora de las noticias, apenas podía hablar.

    —¿Qué estás tratando de decir? —no dejaba de repetir Charlie.

    —Nada bueno —fue lo mejor que se me ocurrió.

    Gracias a Dios, lo entendió con sólo algunas preguntas. No me moví de la orilla de la cama durante mucho tiempo. Mi bebé estaba ebrio de leche en mi regazo y su mameluco estaba empapado.

    5. www.oyeninariggstodovaasalirbien.com

    Los niños no tienen clases el lunes después de mi diagnóstico, por lo que John se toma el día libre para tratar de mantenerlos alejados de la casa mientras yo trato de entender lo que me pasa. Me acuesto boca arriba en la cama e imagino estar enferma. ¿En qué piensan los enfermos? ¿Cómo se sabe cuándo uno empieza a ser un enfermo?

    También pienso en esta calma desconocida que se ha apoderado de mí en los últimos días, desde que el doctor mencionó en el teléfono la palabra cáncer. Al mismo tiempo que veo el terror reflejado en los ojos de John, siento un cierto alivio. Sucedió, no dejo de pensar. Lo más terrible. Así se siente lo más terrible. De alguna manera, un espacio encantador se ha abierto dentro de mi pecho, un estanque pequeño y profundo en la espesura del bosque.

    Una versión anterior de mí, la que era hace apenas una semana, ya está obteniendo un doctorado en búsquedas en Google sobre los índices de mortalidad por cáncer de mama. En la última década he obtenido mi doctorado en búsquedas de Google en por lo menos cien temas catastróficos, por lo general desgracias que podrían sucederles a mis pobres hijos: la probabilidad de morir por una mordida infectada de rabia sin detectar, debido a una diarrea verde, por tener el lóbulo de la oreja demasiado grande, a causa de comer abono de los parques, o por una pasión antinatural hacia los ventiladores de techo y los gatitos.

    Recuerdo que una vez leí que el cáncer de ovarios pasaba inadvertido muy frecuentemente porque las pacientes no tenían ningún síntoma evidente al principio. Yo tampoco tengo síntomas evidentes, deduje, por tanto, está claro que tengo cáncer de ovarios. John mueve la cabeza:

    —Estás loca de remate —señala—, digo, para ser cuerda.

    Desde que era niña he planeado una ruta de escape siempre que duermo en una cama que no es la mía. A John no le preocupa nada, a menos que las habitaciones estén llenas de humo, que alguien lo sacuda y que las llamas asomen por debajo de la puerta: entonces sí, tal vez debamos llamar al 911.

    Haré una confesión de lo más oscura: una vez, había estado sola con el bebé demasiadas horas —ya había anochecido y John seguía en la oficina— y deliberadamente dejé que Freddy, que tenía nueve meses, chupara en repetidas ocasiones el cable eléctrico de mi computadora portátil —el pequeño reía y se quejaba al mismo tiempo cada vez que sentía el hormigueo en la lengua— mientras tenía un segundo libre para buscar en internet algo que me indicara la probabilidad de que un niño de nueve meses, sano y precoz para hablar, desarrollara autismo.

    Hace un par de años, cuando una terapeuta me ayudó a entender, a través de una serie de ejercicios, que lo único que podría satisfacerme en internet era un sitio web que dijera de manera explícita: Freddy y Benny van a estar perfectamente bien. Igual que tú y John, solté una carcajada y me reí de mí misma, pero esto no impidió que siguiera viendo el desastre en cada esquina o buscara de vez en cuando el sitio web mágico que en realidad no existía.

    —Te aferras demasiado —dijo la terapeuta—. Crees que si algo malo ocurre alguna vez te borrará de la faz de la Tierra.

    Ahora, acostada en mi cama, siento la aniquilación total como si alcanzara la paz, como dejarme ir poco a poco hasta quedarme dormida. Esto es lo terrible.

    Mientras tanto, John y los niños van al parque, a la tienda, a la biblioteca. Cuando vuelven a casa, John sube en silencio la escalera y se sienta al pie de la cama.

    —Necesito hablar contigo —advierte.

    —Dime —respondo.

    —Ojalá no tuviera que decirte esto, así que trata de no asustarte.

    —Dime —vuelvo a decir.

    —Creo que Freddy tiene diabetes —John tiene diabetes tipo I desde hace casi veinte años. Dicen que no es genético…

    —De acuerdo —no puedo pensar en ninguna otra cosa qué decir.

    —Noté que tomó mucha agua del bebedero en la biblioteca y me recordó cuando me diagnosticaron. Por eso le medí su glucosa con mi glucómetro. Está fuera del intervalo normal.

    —De acuerdo.

    —No puede ser ninguna otra cosa—agrega.

    Sin decir más, me visto, subimos al automóvil, llamo al pediatra y nos dirigimos al hospital. La mirada de Freddy se ve asustada y exhausta.

    —Es una mierda —le digo al tiempo que tiro de él para bajar del automóvil—, pero créeme: vas a sobrevivir.

    De camino al hospital recibo una llamada para avisarme que ya están mis resultados del estudio de resonancia magnética. Nos detenemos un momento en el Centro de Mama, que es parte del mismo complejo hospitalario. La recepcionista me entrega los resultados del estudio y una bolsa grande de color rosa.

    —¡Cortesía del hospital! —aclara.

    Un punto pequeño, el documento lo confirma. Ya puedo respirar de nuevo, pero luego me cuesta trabajo cuando entro en el pabellón infantil con la bolsa rosa al hombro.

    Freddy se porta muy bien en el hospital, pero no le hace ninguna gracia cuando le ponen el catéter intravenoso, para lo que se requieren varios pinchazos en su manita y no le da pena hacérselo saber a las enfermeras.

    —Me sorprende que no le incomode hacerle algo tan doloroso a un niño —espeta, furioso por los numerosos intentos y añade—: ¿Está segura de haber puesto un catéter intravenoso antes?, ¿no tiene algún otro paciente que atender en este momento?

    La enfermera, que es una santa, pone los ojos en blanco, y John sale a comprarle a Freddy, alitas de pollo y caldo en su restaurante chino favorito, algo bajo en carbohidratos que no eleve más su nivel de glucosa. Mientras él sale, llamo a mi madre

    —Sé que va a parecer que lo estoy inventando —empiezo.

    Primero le cuento la noticia de mi resonancia magnética y después el diagnóstico de Freddy. Quieren que nos quedemos en el hospital tres o cuatro días para controlar su glucosa, estabilizar los riñones, enseñarnos a ponerle

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