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El guerrero: Ganaderos de Texas (5)
El guerrero: Ganaderos de Texas (5)
El guerrero: Ganaderos de Texas (5)
Libro electrónico162 páginas2 horas

El guerrero: Ganaderos de Texas (5)

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Información de este libro electrónico

Dakota Lewis solo deseaba una cosa en el mundo: ¡a su mujer!
Oficialmente Kathy Lewis seguía siendo su esposa, pero ya no vivían bajo el mismo techo... ni dormían en la misma cama. Dakota estaba acostumbrado a luchar duro, pero tener que enfrentarse al verdadero motivo por el cual ella lo había abandonado era la prueba más dura de su vida. Lamentaba enormemente no haber estado ahí cuando Kathy más lo había necesitado, por eso estaba decidido a no abandonarla jamás...
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento24 may 2018
ISBN9788491882237
El guerrero: Ganaderos de Texas (5)
Autor

Sheri Whitefeather

Sheri WhiteFeather is an award-winning, national bestselling author. Her novels are generously spiced with love and passion. She has also written under the name Cherie Feather. She enjoys traveling and going to art galleries, libraries and museums. Visit her website at www.sheriwhitefeather.com where you can learn more about her books and find links to her Facebook and Twitter pages. She loves connecting with readers.

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    El guerrero - Sheri Whitefeather

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2001 Harlequin Books S.A.

    © 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    El guerrero, n.º 1113 - mayo 2018

    Título original: Tycoon Warrior

    Publicada originalmente por Silhouette® Books.

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

    I.S.B.N.: 978-84-9188-223-7

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Portadilla

    Créditos

    Índice

    Capítulo Uno

    Capítulo Dos

    Capítulo Tres

    Capítulo Cuatro

    Capítulo Cinco

    Capítulo Seis

    Capítulo Siete

    Capítulo Ocho

    Capítulo Nueve

    Capítulo Diez

    Capítulo Once

    Capítulo Doce

    Capítulo Trece

    Epílogo

    Si te ha gustado este libro…

    Capítulo Uno

    Dakota Lewis, lugarteniente retirado de las fuerzas aéreas, observó su casa. A ojos de Kathy, ¿el rancho mantendría el mismo aspecto de antaño?

    «Por supuesto que sí», se dijo a sí mismo unos segundos después. No había cambiado nada. Reconocería todos y cada uno de los muebles y adornos que allí había.

    Volvió su atención hacia sus invitados. Ya no estaban discutiendo sobre la misión. Alguien había hecho una referencia a su mujer. ¿Había sido Aaron Black o el jeque Ben Rassad o el doctor Justin Webb? No podía haber sido Matthew Walker porque no estaba casado.

    Pero sí estaba felizmente comprometido.

    «¡Maldición!», pensó Dakota. ¿Qué le pasaba? Los otros hombres que había en la habitación eran amigos suyos, sus colegas. No tenía derecho a envidiarlos. Eran miembros del Club de vaqueros de Texas, el club más caro y exclusivo de todo el estado. Eran todos ricos, asquerosamente ricos, podría llegarse a decir. Y todos estaban felizmente casados o comprometidos.

    Todos menos él.

    La extraña esposa de Dakota estaba a punto de llegar a su rancho. Kathy se había marchado hacía tres años, una decisión que ella había tomado y que jamás se había molestado en explicar.

    Un día, al regresar de una misión, Dakota se había encontrado con que había vaciado su lado del armario y se había llevado todos sus perfumes y jabones de la estantería del baño. Lo había abandonado. Había tirado por la borda dos años de matrimonio.

    Él había querido a su mujer y ella a él también. Sin embargo, lo había abandonado, dejándolo con una profunda y dolorosa herida.

    La herida se había vuelto a abrir, pues juntos habrían de enfrentarse a una misión secreta. Kathy trabajaba en el departamento de asuntos exteriores del consulado. Dakota y ella habrían de volar a un pequeño país europeo, llamado Asterland, que estaba al borde de una revolución.

    Sonó el timbre. Dakota se dirigió hacia la puerta mientras miraba al reloj. Siempre tan puntual.

    Al abrir, se encontró a Kathy tan esbelta y elegante como siempre, con su pelo rojizo claro sujeto en un moño severo. Llevaba un traje de pantalón con una blusa de color esmeralda que hacía juego con sus ojos.

    Ninguno de los dos dijo nada durante unos segundos. Se miraron fijamente hasta que, finalmente, Kathy habló.

    –Me alegro de verte –le tendió la mano.

    «Mera cortesía», se dijo él. Eso sería lo que marcaría su relación. ¿Cómo iba a ser si no? El trabajo primaba por encima de todo. Así era para Dakota. No permitiría que nada se interpusiera en el cumplimiento de aquella misión, ni siquiera el profundo dolor que sentía en aquellos instantes en su corazón.

    –Yo también me alegro de verte –respondió él y le estrechó la mano. Pero, a pesar de su intento de no dejarse afectar, su mano pequeña, femenina y cálida, lo hizo.

    La invitó a pasar, mientras trataba de luchar con los recuerdos que amenazaban con aflorar.

    Olía a crema de fresas. Kathy siempre había preferido el aroma de esas lociones para el cuerpo, en lugar de perfumes fuertes. A Dakota eso siempre le habría el apetito.

    Tuvo que vencer la tentación de quitarle las horquillas y dejar que su cabello le cayera como una cascada sobre los hombros. No había olvidado a la mujer a la que amaba, no había olvidado su piel húmeda cuando estaba en la bañera, su cuerpo delgado, esbelto, de piel tersa y cremosa.

    ¿Cuántas veces la había llevado a la cama completamente empapada?

    –¿Dakota? ¿Están los demás aquí?

    La pregunta de Kathy lo devolvió a la realidad. Maldición. Allí estaba, luchando contra sus hormonas. ¿Cómo le estaba sucediendo aquello?

    –Sí, están aquí.

    Llevó a su mujer hasta el salón, donde todos se levantaron a recibirla. Kathy estrechó las manos de todos ellos y se sentó.

    Dakota le sirvió un ginger ale sin preguntarle. Sabía de sobra cuál era la bebida preferida de su mujer. Todavía la compraba.

    La miró y pensó en lo diferentes que eran, casi contrarios. Kathy era conocida por su gracia y diplomacia, mientras que Dakota era tosco, como sus muebles.

    ¿Cómo una mujer experta en diplomacia podía haberse marchado sin la más mínima explicación? ¿Cómo podía haberse marchado, sin tener en cuenta lo que habían significado el uno para el otro, olvidando su amor y su pasión?

    Dakota sabía perfectamente lo que había sido de Kathy durante los últimos años.

    Se había trasladado a Washington D.C., donde había estado trabajando en el Departamento de Asuntos Consulares, viviendo en un lujoso apartamento que había amueblado con antigüedades.

    A Dakota le había costado no ir a buscarla, pero asumía que si ella no deseaba dar explicaciones, no debía pedírselas. Así que su orgullo y su ego masculino le habían impedido aproximarse a ella.

    –¿Sabe exactamente cuál es el objetivo de la misión? –le preguntó a Kathy el jeque Ben Rassad–. ¿Hay algo que no haya quedado claro?

    –Aaron me ha hecho un resumen –respondió ella–. Sé que las joyas de la Estrella Solitaria fueron robadas y recuperadas. Albert Payune, el Primer Ministro, las había robado para financiar la revolución. Ahí es donde entramos Dakota y yo. El objetivo de nuestra misión es conseguir que esa revolución nunca llegue a darse.

    El jeque se inclinó hacia ella.

    –Aaron me ha informado de que conoce muy bien al rey y a la reina de aquel país.

    –Así es. Aprecio mucho a la familia real, y no estoy dispuesta a permitir que pierdan su país –dejó las gafas sobre el posavasos y sonrió–. Ya he arreglado todo para que la reina nos invite a Dakota y a mí a su fiesta de cumpleaños. Puesto que somos invitados de la realeza, no levantaremos sospechas.

    Dakota escuchó con detenimiento todos los detalles del plan, que había sido perfectamente orquestado. El viaje sería de carácter privado. Fingirían estar en plena etapa de reconciliación.

    Dakota miró a Kathy que tenía una pose muy profesional. Pero él podía notar que estaba tensa, la misma tensión que sentía él.

    ¿Cómo iban a poder llevar a cabo aquello cuando ni siquiera se podían mirar a los ojos, cuando no se podían relajar el uno en presencia del otro? Dakota miró a Kathy una vez más y sintió un dolor ya familiar. De algún modo, tendrían que lograrlo. El futuro de un país dependía de ello. Aquella misión era demasiado arriesgada como para cometer errores.

    Cuando Aaron le lanzó a Dakota una pregunta, Kathy aprovechó para mirarlo. Los años lo habían tratado bien y estaba más guapo que nunca. Era mitad comanche mitad texano, alto fuerte, con unos ojos oscuros, que cambiaban de marrón a negro según su estado de ánimo. Tenía un rostro de pómulos marcados y exudaba masculinidad. Aunque llevaba el pelo corto, lo tenía más largo que en sus épocas de servicio activo.

    ¿Servicio activo? Quitando el pelo más largo, nada había cambiado en Dakota Lewis. Había pasado de las fuerzas aéreas especiales a trabajar para una sociedad privada. Le gustaba el riesgo, era lo que le daba la vida. Kathy consideraba a los hombres como Dakota adictos a la adrenalina.

    Ese tipo de hombres jamás se asentaban con sus mujeres. Siempre las dejaban en casa, esperando y preguntándose qué sería de ellos.

    ¿Cuántos trabajos habría hecho desde que ella se había marchado? ¿La habría echado de menos tanto como ella a él? Dakota la había querido y mucho, pero no del modo que ella necesitaba. Su trabajo siempre había sido lo primero y Kathy no podía soportar ser plato de segunda mesa.

    Y, cuando perdió al bebé…

    Contuvo la respiración. No debía pensar en el bebé, no en aquel momento, no en aquel lugar. ¿Cuándo desaparecería aquel dolor intenso que sentía por haber perdido al hijo de Dakota? ¿Cuántos años habrían de pasar antes de que dejara de desear que todos los niños morenos que se cruzaban en su vida fueran suyos?

    Dakota se volvió hacia ella y Kathy se quitó la mano del vientre. Ya hacía años que había aprendido a controlar sus emociones y a no dejar ver lo que pasaba dentro de ella. Dakota no sabía lo del bebé, y no iba a dejar que lo descubriera a aquellas alturas. Él estaba en Oriente Medio cuando lo perdió al bebé, sola y asustada ante la idea de perder a su esposo, había tenía que sufrir la desolación de haberse quedado sin el hijo que tanto deseaba.

    –¿Conoce bien a Albert Payune? –le preguntó el jeque Rassad, sorprendiéndola con aquella repentina cuestión.

    Ella alzó la barbilla y decidió centrarse en la misión.

    –Lo conozco lo suficiente como para poder dar mi opinión sobre él –Kathy sabía que la esposa del jeque había estado anteriormente comprometida con Payune en lo que iba a ser un matrimonio concertado–. Es un hombre inteligente, pero arrogante, demasiado vanidoso. No es agradable, pero sabe ser el centro de atención. Está sediento de poder.

    –El perfil perfecto de un revolucionario –añadió Aaron–. Puede que su salud mental esté al borde de la destrucción por la sed de poder.

    La conversación continuó, pero Dakota permaneció en silencio.

    Se levantó y se dirigió hacia el bar. Kathy lo observaba. Se movía como un ágil animal salvaje. Era el comanche que había en él, el guerrero que se preparaba para el ataque.

    ¿Tendría Dakota alguna nueva cicatriz, una nueva marca de guerra?

    Kathy conocía cada milímetro de

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