Corazones solitarios
Por Cindy Gerard
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Cindy Gerard
Cindy Gerard is the critically acclaimed New York Times and USA Today bestselling author of the wildly popular Black Ops series, the Bodyguards series, and more than thirty contemporary romance novels. Her latest books include the One-Eyed Jacks novels Killing Time, Running Blind, and The Way Home. Her work has won the prestigious RITA Award for Best Romantic Suspense. She and her husband live in the Midwest. Visit her online at CindyGerard.com.
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Corazones solitarios - Cindy Gerard
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Cindy Gerard
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Corazones solitarios, n.º 1091 - junio 2018
Título original: The Bridal Arrangement
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9188-228-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Si te ha gustado este libro…
Capítulo Uno
Lee Savage se sentía como un hombre a punto de enfrentarse con el desastre. Cuando bajó del jeep y observó el triste estado del rancho Shiloh se sintió culpable.
Ni siquiera las gafas de sol podían esconder el abandono.
Todas las construcciones, todas las cercas necesitaban arreglos o pintura. Las persianas estaban colgando, la mayoría rotas. Y eso era solo por fuera. Cuando subió al porche, las maderas crujieron bajo sus botas.
Decidido a no dejarse abatir, levantó el puño y llamó a la puerta del único hogar que había conocido.
Pasaron unos segundos antes de que una mano pequeña apartara la cortina y unos ojos violeta asomaran por el cristal. Él conocía esos ojos, pero los recordaba en la cara de una niña.
A los diecinueve años, Ellie Shiloh había dejado de ser una niña. Sin embargo, cuando abrió la puerta, en las aterciopeladas pupilas vio a la vez sabiduría e inocencia.
Lee sonrió involuntariamente. El olor a vainilla y a un perfume que no podía reconocer llegaron a su nariz recordándole su hogar y… despertando en él una apetencia que no tenía nada que ver con nada ni medianamente doméstico.
–Hola, Ellie.
Reconocía la sensualidad en aquellos ojos, pero la sonrisa le parecía demasiado amplia, demasiado feliz en aquellas circunstancias.
–Buenos días, Lee –la voz de la joven era tan pura como el aire de las montañas de Montana–. Hace una mañana preciosa.
Apretando el cinturón de su bata rosa, Ellie levantó la cara hacia el cielo, respirando profundamente.
–Sí, es preciosa –murmuró él, con voz ronca.
–Un poco temprano para que alguien de tu edad esté danzando por ahí, ¿no?
Le estaba tomando el pelo. Lee tenía dieciocho años cuando se marchó de Shiloh y apenas había vuelto en los últimos quince años. Cuando volvía, a ella le gustaba bromear sobre su edad y su supuesta sabiduría… para Ellie él era prácticamente un anciano.
Pero aquella vez Lee no pudo sonreír como había hecho otras veces.
Ellie no sabía en lo que estaba a punto de meterse. El hecho de que encontrase humor en la situación lo dejaba claro.
Lee se quitó las gafas de sol, las guardó en el bolsillo de la camisa y procedió a mirarse las botas. Su corazón se aceleró al ver las uñitas rosas de los pies, que asomaban por debajo de la larga bata.
–Entonces… –empezó a decir, aclarándose la garganta–. El catorce te parece bien, ¿no?
–Sí, el catorce es un día perfecto. He pedido que haga sol y un poquito de brisa. ¿Te parece?
Él estudió sus facciones, la nariz respingona, las cejas bien dibujadas, las orejitas parcialmente escondidas bajo una melena dorada con reflejos cobrizos que le caía hasta la mitad de la espalda.
Solo le faltaba echar a correr descalza por un campo de hierba, con flores en el pelo y mariposas aleteando alrededor de su cara mientras le pedía a los dioses el sol y la brisa.
–¿Te parece bien, Lee? –repitió Ellie.
Él la miró, sobresaltado. Estaba tan perdido en sus pensamientos que se le había olvidado contestar.
Nervioso, levantó la cara y miró hacia el techo del porche, donde la brisa hacía sonar un móvil de campanillas.
–Lo siento. ¿Qué es lo que debe parecerme bien?
Ellie lo agarró del brazo, en un gesto protector. A pesar de que Lee medía un metro ochenta y cinco y pesaba casi el doble que ella.
–¿Te encuentras bien?
–Sí, claro –contestó Lee, sintiendo como si por su brazo estuviera pasando una corriente eléctrica–. Me encuentro bien. ¿Qué estabas diciendo?
–Me gustaría que nos casáramos por la iglesia –dijo Ellie, con una sonrisa beatífica–. Si no te importa, claro.
Su voz era suave como la brisa. Como sus ojos. Como la bata rosa que envolvía su cuerpo delicadamente voluptuoso; un cuerpo en el que no debería pensar, pero en el que no podía dejar de hacerlo desde que ella abrió la puerta para competir con el sol de la mañana.
Lee tuvo que hacer un esfuerzo para concentrarse. Ellie quería una boda por la iglesia. Era la primera petición desde que empezó todo aquel asunto.
–Sin problema –murmuró, sabiendo que no tenía alternativa–. Yo me encargaré de todo.
No quiso catalogar el efecto que ejercía en su interior la radiante sonrisa femenina.
No quería pensar en lo inocente, en lo confiada que parecía. Pero era fascinante, seductora… Y no debía pensar en eso.
En lo que tenía que pensar era en su deber, en la deuda. Una deuda que tenía toda la intención de pagar en cuanto arreglase algunos asuntos en Texas.
–Gracias, Lee.
–Como veo que estás bien, me marcho. Nos veremos dentro de dos semanas.
No había querido parecer tan formal, pero ya no podía arreglarlo.
Lee se dio la vuelta para no ver aquellos ojos aterciopelados que lo miraban llenos de esperanza. Esperanza cuando, en realidad, la situación parecía perdida. No podían hacer nada. Era demasiado tarde.
Sacó sus gafas de sol y se dirigió al jeep. Antes de subir, miró al cielo y se pasó la mano por el cuello.
Lo estaba mirando. Lo sabía. Como sabía que no era buena idea volverse. Pero lo hizo de todas formas.
Ellie seguía en el porche, descalza, abrazándose a sí misma para evitar el frío de la mañana. Con una mejilla apoyada contra la columna de madera, sonreía de una forma que le dejaba la boca seca.
–Adiós, Lee.
–Adiós. Todo va a salir bien.
Ella asintió, como intentando reconfortarlo.
–Lo sé.
«Es lo mejor para los dos», parecía decirle.
No le gustaba la idea de dejarla sola, aunque le había pedido a los vecinos que echaran un vistazo de vez en cuando.
–Vendré a buscarte el día catorce a las diez –dijo entonces Lee, después de carraspear un par de veces.
–Las diez es una hora estupenda –sonrió ella.
Aquella sonrisa era demasiado alegre. Ellie no entendía cómo iba a cambiar su vida desde aquel momento.
Si la situación no fuera tan seria, Lee habría soltado una carcajada.
–Llámame si necesitas algo. Tienes mi teléfono, ¿verdad?
–Lo tengo.
–Adiós entonces.
–¿Lee? –lo llamó ella cuando subía al jeep.
Al escuchar su nombre, se detuvo, sorprendido. Cuando se volvió, Ellie seguía sonriendo.
–Gracias.
Lee asintió, sabiendo que le estaba dando las gracias por lo que pasaría dos semanas más tarde. Algo que cambiaría sus vidas para siempre.
En una iglesia, se recordó a sí mismo. Ellie no se daba cuenta de que sería el mayor error que iba a cometer en su vida.
Ellie estaba de pie en medio de su dormitorio. La alegría hacía latir su corazón como el agua de un arroyo saltando por las piedras.
Experimentaba sentimientos difíciles de contener. Era el día de su boda. El día que su gran sueño se haría realidad.
Los pájaros cantaban en las ramas de los árboles, como un coro celebrando lo que estaba a punto de pasar. En menos de una hora, Lee iría a buscarla.
Había llamado la noche anterior desde el hotel Sundown donde había pasado la noche y Ellie estuvo a punto de derretirse al escuchar su voz.
Se lo imaginaba tumbado en la cama, con las largas piernas cruzadas y el ceño fruncido en un gesto que la llenaba de ternura. Tendría el pelo revuelto, los ojos azules llenos de preocupación y estaría agotado después del largo viaje desde Houston.
–Y está a punto de venir a buscarme –dijo