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Una pareja perfecta
Por Susan Peterson
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¿Cómo hacer la pizza... perdón, la pareja perfecta? Muy fácil. No había nada más que mezclar a Quinby Parker, una policía inexperta y tan insegura como bella y encantadora, con Josh Reed, un super policía con un corazón de oro y un cuerpo de ensueño. Después se añade a la mezcla un par de románticos encuentros y una buena dosis de pasión, así como de amor, amistad y confianza, y... ¡Listo para disfrutar!
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Una pareja perfecta - Susan Peterson
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Susan Peterson
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una pareja perfecta, n.º 1090 - junio 2018
Título original: Everything But Anchovies
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9188-227-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Si te ha gustado este libro…
Capítulo Uno
Quinby Parker había pensado siempre que hacer una buena pizza se parecía bastante a hacer el amor. Si se hacía bien, era lento y tranquilo, un poco picante y con el calor suficiente para derretirlo todo y conseguir una consistencia suave y delicada.
Por desgracia, Quinby no tenía mucha suerte últimamente en el terreno de las relaciones y empezaba a pensar que había perdido la mano para hacer buenas pizzas y para romper corazones.
Miró el reloj mientras echaba un poco más de la salsa secreta de Mamá Chen sobre la masa. Era como si el tiempo hubiese decidido avanzar más lentamente, todavía le quedaba una hora hasta que llegara Iris, la hija de Mamá Chen, para relevarla.
No había planeado pasar así su único día libre. Mañana empezaba las últimas dos semanas de prácticas y el restaurante le dejaba poco tiempo para prepararse. En sus últimas dos pruebas había tenido una mala evaluación y estaba claro que necesitaba tiempo para ordenar las ideas. Si no conseguía mejorar milagrosamente, iba a durar poco en la policía.
Suspiró, volvió a tapar el recipiente de plástico de la salsa y lo guardó en la estantería del gigantesco refrigerador. Cerró la puerta y puso el candado.
La gente siempre comentaba lo extraño que era que guardase una salsa de pizza bajo llave, pero ella había aprendido pronto que si Mamá Chen decía que había que guardar la salsa bajo llave, ella lo hacía. Desobedecer a Mamá Chen significaba correr el riesgo de llevarse una bronca y ella haría todo lo posible por evitarlo.
Según Mamá Chen, la competencia de toda la ciudad quería conocer el secreto de su salsa. Quinby no se lo terminaba de creer. Le costaba creerse que había hombres con recipientes de plástico por todas las esquinas esperando el momento para poder llevarse la salsa de Mamá Chen. Sin embargo, al cabo de los años había aprendido que era mejor no discutir con Mamá Chen cuando se trataba de la salsa.
Quinby se detuvo con el cajón del queso abierto. «Hombres ocultos por las esquinas esperando para robar la salsa», era una idea interesante. Quizá pudiera considerarlo desde una perspectiva más optimista. Desde que terminó la academia de policía y empezó los seis meses del periodo de pruebas en la comisaría de policía urbana de Brackett, en el norte del estado de Nueva York, su vida personal había llegado a un punto muerto. La triste realidad de la situación era que nadie quería salir con una policía, y menos con una con fama de ser un poco tonta.
Quinby sonrió, quizá un par de gotas de la salsa de Mamá Chen detrás de las orejas pudieran obrar el milagro. Si los hombres estaban tan ansiosos por hacerse con esa sustancia, quizá pudiera conseguir un par de citas.
Tomó un poco de queso del cajón y lo esparció encima de la salsa. Paige, su mejor amiga, no la dejaría ir a ningún lado oliendo a pizza. Paige tenía principios, al revés que ella.
Agarró una pala de madera y se llevó la pizza al horno. Abrió la puerta y sintió un golpe de calor en la cara. Introdujo la pizza y sacó la pala vacía.
–¿Es para recoger o para llevar?
Quinby se volvió y vio a la que era su madre adoptiva, Mamá Chen. Estaba de pie, enmarcada por la puerta que comunicaba con el comedor principal. Sujetaba las puertas batientes con sus diminutas manos como si estuviese entrando en un salón de baile y no en una cocina llena de humo.
Siempre la había admirado. Era una mujer que tenía casi ochenta años y un cuerpo como si tuviese cuarenta. Su tamaño y elegancia hacían que ella se sintiese como una gigante patosa. En realidad, toda la familia Chen, unos seres pequeños y perfectos, tenía la facultad de hacer que ella se sintiese como un elefante entre bailarines.
Quinby sonrió y agarró el cortador.
–Es una entrega para Vito Bellin, en la calle ocho. Teddy está fuera haciendo otra entrega, pero Mac –volvió a mirar el reloj– vendrá a las cinco.
Mamá Chen negó con la cabeza.
–Mac acaba de llamar. Está enfermo y no va a venir esta noche.
Se volvió e hizo entrar a Kenny, su nieto de quince años.
–Kenny terminará de hacer los pedidos. Tú harás la entrega.
Quinby dio un golpe con el cuchillo en la tabla de cortar.
–Es la tercera vez que falta esta semana.
Mamá Chen asintió con la cabeza.
–Lo he despedido. Estoy buscando otro conductor.
Quinby gruñó. Los cuatro hijos de Mamá Chen estaban fuera de la ciudad, las dos hijas estaban muy ocupadas cuidando a sus hijos y los nietos eran demasiado jóvenes para conducir. Sólo quedaba Quinby para sustituir al conductor. Lo que le faltaba para rematar la racha que llevaba.
Antes le gustaba conducir. Significaba dar vueltas por toda la ciudad contra el reloj y los demás conductores. Era pura diversión. Pero hacía tiempo que eso pasó, si le volvían a poner una multa por exceso de velocidad o por aparcar mal, Mamá Chen la pondría de patitas en la calle.
–¿No le dejarías a Kenny hacer un par de trayectos? –preguntó Quinby.
–¡Genial, Quin! –el rostro de Kenny se iluminó de felicidad.
Mamá Chen hizo una mueca de desaprobación.
–Kenny es demasiado joven. No lo animes más. Yo terminaré la pizza, tú ponte la chaqueta, hace frío.
Quinby, murmurando entre dientes, fue a la parte de atrás de la cocina para ponerse la vieja chaqueta de cuero y la gorra de los Met.
Cuando estaba saliendo oyó la voz de Mamá Chen.
–Y nada de multas, Quinby, conduce despacio.
Quinby giró hacia la avenida Macon. Las ruedas traseras derraparon. No estuvo mal, pero había perdido práctica. Había llegado a tomar esa curva a casi ochenta por hora sobre una capa de hielo.
Había mucho tráfico y se puso en un carril. Miró hacia las aceras y vio la gente que entraba y salía de las tiendas, probablemente estarían cambiando los regalos de Navidad que no les gustaban. Había un grupo de hombres que reían y hacían gestos en la puerta de uno de los clubes de peor reputación de la ciudad. El objeto de sus bromas era una pelirroja muy alta con un vestido verde muy corto que intentaba abrirse paso entre ellos. Se movía con una seguridad y decisión que contrastaba con la actitud de los hombres.
Aparte la estatura, la mujer se distinguía porque era la única persona que no llevaba abrigo. Dado que la temperatura se acercaba a los seis grados bajo cero, era algo bastante extraño. Quinby se inclinó un poco para ver mejor la escena. Se rio al ver que por debajo del vestido asomaban unas medias de redecilla. Sin duda era una mujer original.
Acercó un poco el coche para no perderse ningún detalle.
Lo más impresionante era el tamaño de los músculos de las pantorrillas.
Miró adelante y frenó en seco. Casi se estrella contra un taxi que estaba parado en un semáforo. Podía ver la expresión del jefe de turno: «¿Cuántas infracciones lleva este mes, Parker?».
Quinby sintió un escalofrío. La mujer de verde estaba a unos metros con la mano levantada para parar un taxi. Quinby sonrió, «buena suerte señorita. Nadie encuentra un taxi a estas horas, y menos con ese aspecto».
Un viento gélido y algunos copos de nieve entraban por la ranura de la ventanilla. La goma que rodeaba la ventanilla estaba destrozada y la calefacción no funcionaba. Miró por el retrovisor y vio la pizza en medio del asiento trasero. Si seguía pasando ese frío acabaría por sentarse sobre la pizza de Vito para entrar un poco en calor, aunque eso significaría perder la propina.
Hizo una mueca. Tampoco quería muchas propinas de Vito Bellini. Dos semanas antes había llevado un pedido al apartamento de ese majadero y se lo había encontrado desnudo de cintura para abajo con una guirnalda colgando de un apéndice que no estaba entre las cosas que más le apetecía ver cuando entregaba una pizza.
De repente, se abrió la puerta del pasajero y entraron dos piernas cubiertas por unas medias de redecilla.
–¡Eh!, ¿qué…? –intentó decir Quinby mientras los muelles del coche se quejaban del peso que acababa de caerles encima.
La protesta de Quinby no inmutó lo más mínimo a la mujer. Cerró la puerta y miró hacia atrás por encima del hombro.
Quinby frunció el ceño. Mamá Chen no permitía que se llevaran acompañantes durante las entregas. Cuando pudo mirarla con detenimiento, tuvo que morderse la lengua para no soltar una carcajada. Era una mujer espantosa. Era evidente que había demasiada testosterona en la sangre de esa señora.
Llevaba una peluca roja ridícula y ligeramente ladeada.
–No estoy de humor para discusiones. Cállese y conduzca –dijo la nueva acompañante con una voz aguardentosa de barítono.
Alargó una de las piernas con redecilla y pisó el pie de Quinby.
–¡Eh!, que esto no es un taxi –dijo Quinby mientras intentaba quitarse de encima el pie de ese tío.
–Es una pena. Tengo mucha prisa y no pienso esperar un minuto más a que un taxista de esos quiera montarme en su coche. Tengo que estar en la calle Beekman a las cinco en punto –sacó un billete de cincuenta dólares de un bolso enorme–. Si me llevas ahí antes de la cinco esto es tuyo.
Quinby tragó saliva. Todavía tenía que pagar la última multa de doscientos dólares y la propina de Vito no se iba a acercar a esa cantidad. La miró a la cara. Unos ojos azules increíbles la miraban entre un maquillaje indescriptible.
–Podías ahorrar para hacerte algún arreglito. Pero tú pagas y yo conduzco.
Intentó agarrar el billete, pero ojos de tarántula era muy rápido. Se guardó el dinero en el escote.
–Uhh, muy astuto –dijo Quinby–. No creo que vaya a explorar esas profundidades en un futuro inmediato.
–Atiende a la carretera.
Aceleró y se saltó un semáforo. Por el rabillo del ojo vio que revolvía en el bolso. Sacó un par de vaqueros gastados, una camisa de franela y unas botas. Lo dejó todo en el asiento trasero.
–¡Vaya!, hoy tenemos cierta
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