Los enigmas del pasado
Por Susan Crosby
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Gina sabía que el honrado jefe de policía que le había ofrecido refugio escondía algo. Su tacto le resultaba familiar. ¿Su amabilidad era desinteresada o... tendría que pagar un precio cuando se revelase la verdad?
Susan Crosby
Susan Crosby is a bestselling USA TODAY author of more than 35 romances and women's fiction novels for Harlequin. She was won the BOOKreviews Reviewers Choice Award twice as Best Silhouette Desire and many other major awards. She lives in Northern California but not too close to earthquake country. You can check out her website at www.susancrosby.com.
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Los enigmas del pasado - Susan Crosby
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2000 Susan Bova Crosby
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Enigmas del pasado, n.º 996 - noviembre 2019
Título original: The Baby Gift
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1328-681-5
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
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Capítulo Uno
El jefe de policía J.T. Ryker no podía dormir. Seguramente era el silencio lo que lo había despertado, la sensación de que ocurría algo. Su corazón no latía acelerado por la vieja pesadilla, sino a causa de algo indefinible.
J.T., que había aprendido a confiar en su instinto, saltó de la cama y miró por la ventana. Poco después de medianoche había empezado a nevar con fuerza, obligando a los vecinos a dar por terminadas las celebraciones de Año Nuevo. Tres horas después, la nevada se había convertido en una tormenta de nieve.
En lugar de ponerse el uniforme, J.T. eligió algo de más abrigo y se dirigió hacia la puerta con Agente, el perrito de raza Beagle que había heredado con la posición de jefe de policía, que lo siguió hasta la calle principal donde empezó a tomar la delantera. Protegidos de la nieve por los soportales de madera que cubrían las tiendas del pueblo y la pequeña comisaría, patrullaron aquel perdido rincón del mundo para asegurarse de que todo iba bien.
Acostumbrado a la rutina de su dueño, Agente se paró frente a la primera tienda y puso la nariz en el cristal. J.T. empujó el picaporte y suspiró. De nuevo, la señora Foley había dejado su tienda de ropa interior abierta. Tres puertas después, en la tienda de accesorios de automóviles de Aaron Taylor, no brillaba la luz de la alarma. Como siempre.
J.T. intentaba educar a sus convecinos, pero ellos seguían ajenos al peligro. El mayor delito cometido en el pueblo últimamente había sido una pintada y la propia madre del delincuente, después de reconocer la letra, lo había acompañado a la comisaría.
Era muy diferente de los nueve años que había pasado en el departamento de policía de Los Ángeles. Un año en aquel pequeño pueblo en medio de la montaña era como un día en cualquier comisaría de la ciudad más peligrosa de Estados Unidos. Y J.T. estaba encantado, especialmente porque, siendo el jefe de policía y el jefe de bomberos, no tenía ayudantes. Pero en un pueblo de 514 habitantes, con casas esparcidas a través de kilómetros de terreno, no podía aburrirse. Aunque tampoco podía recordar la última vez que se había tomado un fin de semana libre. ¿En septiembre quizá?
Agachando la cabeza para evitar el viento helado, J.T. se metió las manos en los bolsillos de la cazadora.
–Un fin de semana en el Caribe no estaría mal, ¿eh? –sonrió, mirando a su perro–. ¿Te gustaría ponerte un bañador?
Agente ladró una vez, algo que J.T. siempre tomaba por una afirmación, y después echó a correr en dirección a la comisaría.
Cuando J.T. levantó la cabeza vio un bulto frente a la puerta. El viejo John, imaginó, demasiado borracho como para recordar que podía morir de frío. Demasiado borracho como para descolgar el teléfono que había en la puerta y que conectaba directamente con su casa.
La cola de Agente se movía como un metrónomo, con su trasero moviéndose a la misma velocidad. Cuando J.T. se acercaba, el viento le llevó la suave risa de una mujer.
–Estoy despierta. Deja de lamerme la cara –la oyó decir. Hablaba en voz baja, pero no parecía estar borracha ni sufrir hipotermia–. Estáte quieto, bobo.
J.T. se inclinó frente a ella. La luz de la oficina iluminaba su anorak rojo, pero la capucha le impedía ver su cara. Con un violento escalofrío, la mujer empezó a acariciar al perro.
–Buenas noches. El perro que está acariciando se llama Agente y yo soy J.T. Ryker, el jefe de policía.
–Ah. Entonces usted es la persona que estaba esperando.
Le castañeteaban los dientes, el único rasgo de su cara que podía ver.
–¿Cuánto tiempo lleva aquí?
La mujer se encogió de hombros, apretando al animal entre sus brazos para entrar en calor.
–He descolgado el teléfono, pero no había nadie.
No podía llevar allí más de diez minutos, pensó él.
–¿Quiere entrar?
–¿Me enseña su identificación?
J.T. vaciló un momento. Habían pasado más de tres años desde la última vez que alguien le había pedido que se identificara. La mujer tomó la placa con sus manos enguantadas y la miró con curiosidad.
–Hay una fotografía detrás –murmuró él, preguntándose qué edad tendría y qué estaría haciendo en medio de la nieve a las tres de la madrugada–. ¿Cómo se llama?
Pasaron unos segundos sin que ella contestara. Incluso Agente podía notar la tensión y miraba a la mujer con la cabeza inclinada.
–No lo sé.
–¿Cómo ha llegado aquí?
–Mi coche se salió de la carretera y, cuando desperté, estaba en la cuneta. He venido andando hasta aquí. Casi un kilómetro, según un cartel indicador.
–¿Iba usted conduciendo?
Ella asintió.
–¿Dónde estoy?
–En Objetos Perdidos.
–¿Un departamento de objetos perdidos?
–No. Este pueblo se llama así, Objetos Perdidos. Yo también me quedé de piedra la primera vez.
–¿Está en California?
–Sí. En medio de Sierra Nevada, al norte del estado. La ciudad más próxima es Sacramento, a una hora y media de aquí. Vamos dentro, le prepararé algo caliente –dijo J.T., alargando la mano.
–Me duele la cabeza.
–Llamaré al médico ahora mismo.
–Estoy embarazada –dijo ella entonces, tomando su mano. J.T. observó su abultado vientre, que el anorak rojo no podía ocultar. ¿Había caminado un kilómetro por la nieve en su estado?–. Pero me encuentro bien, no se preocupe.
Cuando J.T. miró la cara de la mujer, su corazón dio un vuelco y el sudor se congeló de golpe sobre su frente.
La conocía. Aquella mujer embarazada y amnésica era Gina Banning, una parte de su pasado que casi había conseguido olvidar.
En su primera conversación, ella había bromeado sobre las siglas de su nombre. En la última, le había dicho que lo odiaba.
Una semana más tarde se había casado con el hombre que era su compañero en el departamento de policía de Los Ángeles.
Ella no sabía qué pensar de aquel J.T. Ryker. Al principio había sido todo amabilidad y, de repente, la miraba con una expresión helada. La había llevado a la clínica, a unos metros de la comisaría, donde, afortunadamente, estaba encendida la calefacción.
Estaba envuelta en una manta esperando que llegara el médico mientras él paseaba arriba y abajo. De vez en cuando la miraba como si quisiera hacerle alguna pregunta, pero parecía haber perdido el habla.
«¿Quién soy?», se preguntaba ella una y otra vez, aturdida. Para distraerse, se concentró en el hombre. Debía tener poco más de treinta años y tenía una cara con carácter. Alto, de hombros anchos y caderas estrechas; tan fuerte como para reducir a un hombre sin tener que sacar la pistola. Había tirado la cazadora sobre una de las sillas de la sala de espera en cuanto la había envuelto en la manta, mirándola casi con fiereza, en contraste con el tono suave de su voz. Sus ojos eran de color miel, un poco más claros que su pelo. Las arrugas de su frente parecían formar parte de su expresión.
Ella hubiera deseado saber qué lo había enfadado.
Había tantas cosas que la confundían… tantas preguntas sin respuesta. Cada vez que intentaba recordar algo, su cabeza parecía estallar. Y lo peor de todo era que el niño no se había movido desde… tampoco podía recordar eso.
Se quitó los guantes, se puso las manos sobre el vientre y entonces descubrió una alianza en el dedo. Alguien debía estar echándola de menos, su marido, el padre del niño. Él la estaría buscando y podría llenar el vacío que había en su mente.
–¡Oh! –exclamó, sorprendida y aliviada cuando notó que el niño se movía.
–¿Ha recordado algo? –preguntó el jefe de policía parándose frente a ella. Agente, que estaba durmiendo bajo una silla, levantó la cabeza.
–El niño se ha movido –murmuró ella con lágrimas en los ojos–. Estaba tan preocupada…
Él miró su vientre y la alianza que había en su mano.