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La fuerza del corazón: Amores por sorpresa
Por Karen Templeton
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Información de este libro electrónico
Jenna Stanton había criado a su sobrina Blair sin saber quién era su padre… hasta que un pedazo de papel la condujo a Hank Logan, un ex policía gruñón y arrebatadoramente atractivo. ¿Cómo podía decirle que Blair era su hija? Y más importante aún, ¿debería decírselo? Su instinto policíaco le dijo a Hank que la hermosa viuda y la encantadora niña no estaban en el pueblo por casualidad. Pero cuando descubrió la verdad se quedó absolutamente perplejo, porque en Blair y Jenna veía la oportunidad de asumir los dos papeles que había jurado no desempeñar jamás: padre y marido.
Autor
Karen Templeton
Since 1998, three-time RITA-award winner (A MOTHER'S WISH, 2009; WELCOME HOME, COWBOY, 2011; A GIFT FOR ALL SEASONS, 2013), Karen Templeton has been writing richly humorous novels about real women, real men and real life. The mother of five sons and grandmom to yet two more little boys, the transplanted Easterner currently calls New Mexico home.
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La fuerza del corazón - Karen Templeton
Capítulo 1
—¡Ehhhh! ¿Por qué paramos aquí?
Jenna Stanton paró el motor del Corolla y miró la cara enfadada de la chica de trece años a la que quería con todo su corazón. Procuró reprimir el miedo y forzó una sonrisa. Merengue maulló detrás de su asiento para protestar por su encierro en la cesta.
—Éste es el pueblo del que te hablé —dijo Jenna, que seguía agarrando con fuerza el volante—. Vamos a pasar un mes aquí.
Blair se metió un mechón de pelo rojo detrás de la oreja y estiró el cuello para ver mejor el motel Flecha Doble.
—¡Es un motel! —exclamó, con la mueca de asco que solía reservar para el hígado frito y las películas de Disney.
—No nos quedaremos en esta parte. Hay cabañas al lado del lago.
Blair hizo una mueca. Y Jenna tuvo que reconocer que, desde ese ángulo, el Flecha Doble tenía el mismo aspecto de todos los moteles baratos: una planta de estuco beige con puertas y ventanas baratas. Unas doce unidades hasta donde alcanzaba la vista, con sólo tres coches aparcados fuera. Las cabañas no se veían desde allí.
Aun así, el lugar no era tan vomitivo como su sobrina se empeñaba en hacer creer. Las sombras temblorosas de docenas de sauces y robles suavizaban la arquitectura pragmática y acariciaban el césped bien cortado y los lechos de petunias y botones de oro. El aire era caliente, sí, pero el silencio resultaba espeso y exuberante, roto a veces por el trino de algún pájaro. Por lo poco que había visto, el pueblecito de Haven no estaba tan mal.
—Es muy bonito, ¿no te parece?
—Es aburrido.
Jenna reprimió un suspiro.
—Blair, a ti todos los sitios que tienen menos de un millón de habitantes te parecen aburridos.
Los ojos azules de la chica la miraron con rencor. Había sido una niña muy guapa y alegre, pero el principio de la adolescencia no se estaba portando bien con ella ni en el plano físico ni en el psíquico. Su pelo era muy fino, sus piernas muy largas y sus dientes estaban prisioneros de un aparato muy caro. Y la pobre tenía más pecas que políticos hay en Washington.
—No lo entiendo —protestó—. Tus libros siempre transcurren en Washington. Siempre. ¿Y ahora tienes que escribir uno que tiene lugar en Oklahoma?
Habían tenido esa conversación quince veces como mínimo desde marzo, cuando Jenna se había dado cuenta de lo limitado de sus opciones. Tiró hacia abajo de la camiseta húmeda de sudor, pues el aire acondicionado había fallado a la altura de Nashville, e intentó sonreír de nuevo.
—Ya te lo he dicho. Me estaba quemando y necesitaba un cambio.
—¿Y qué quieres que haga yo un mes entero aquí mientras tú escribes diez horas al día? —los ojos de Blair se llenaron de lágrimas y a Jenna se le partió el corazón—. Aquí no conozco a nadie. ¿Por qué no me has enviado a mí a un campamento?
Jenna se pasó una mano por el pelo, que olía todavía a los productos químicos con los que se lo había teñido ella misma el día anterior.
—Tú odias los campamentos y ya te dije que no pienso escribir mucho. Sólo repasaré las pruebas de imprenta del libro de diciembre y esbozaré un poco el nuevo, pero nada más. Esto es básicamente un viaje de investigación, así que iremos a ver paisajes y quizá también de acampada. Tú siempre has querido hacer eso.
—Pero tú no sabes nada de acampar.
—¿Y tú sí, listilla?
—No.
—En ese caso, podemos aprender juntas.
Hubo un silencio. Blair soltó el cinturón y abrió la puerta.
—Tengo que ir al baño —anunció.
Salió del coche y corrió hacia el cartel que ponía Oficina.
Jenna suspiró, sacó su bolso de debajo del asiento y la siguió, tirando de su pantalón corto hacia abajo. No era justo para Blair arrastrarla hasta allí y se sentía culpable por no poder decirle la verdad, pero era demasiado pronto para eso.
Siguió a su sobrina a la oficina y tragó saliva. Sólo había hablado con Hank Logan una vez, cuando llamó para alquilar una cabaña durante un mes, y recordaba bien su voz profunda y cargada de sarcasmo. Una voz que no encajaba con la imagen de un hombre que, según su información, había comprado un motel destrozado y lo había restaurado él solo ladrillo a ladrillo.
Una voz que no encajaba con el césped bien cortado y los maceteros de petunias y botones de oro.
—¿Qué desean?
Sí. Esa voz.
Blair fue la primera en volverse, con la mano en el picaporte de la oficina. Jenna miró a su sobrina, que no se parecía nada a Sandy, la hermana de Jenna, y que quizá se pareciera a Hank o quizá no. De no ser así, su plan podía ser una pérdida de tiempo. Después de todo, lo único que tenía era un nombre en un diario, algunas coincidencias y nada más. No tenía pruebas.
Entre la timidez crónica que nunca había superado del todo y lo extraño de aquella situación en particular, se volvió con un nudo en el estómago.
Por suerte, Blair no se parecía nada a Hank Logan.
Por desgracia, Blair no se parecía nada a Hank Logan.
—¿Puedo usar un baño? —preguntó la chica.
—Entra ahí y a la derecha. Está abierto —repuso él.
Sus ojos se posaron en Jenna y a ella se le encogió el corazón.
Hank tardó menos de un segundo en identificar a la mujer como la persona que había llamado desde Washington unas semanas atrás. No porque sus pantalones cortos caquis y su camiseta verde fueran precisamente elegantes, pero su postura, su modo de llevar las gafas de sol encima del pelo rubio revuelto y sus sandalias modernas indicaban quién era.
Apoyó la escalera que llevaba colgada al hombro en el tronco de un roble cercano y tomó su camiseta negra de la rama en que la había colgado antes. Intentó limpiarse con ella el sudor y el polvo de la cara y luego se la puso.
La joven lo miraba como si nunca hubiera visto el pecho de un hombre, cosa que a él le habría divertido en otro tiempo, pero ahora lo irritaba. Aunque por otra parte, casi todo lo relacionado con mujeres lo irritaba ahora.
—¿Es usted Jenna Stanton? —preguntó.
Ella asintió; sus ojos azules parecían alerta y apretaba los labios. Hank calculó que tendría más o menos su edad... acercándose a los cuarenta o un poco más. La brisa le lanzó el pelo rubio y liso sobre la cara y ella lo apartó. Parecía tener calor.
Y también parecía asustada. Como si le tuviera miedo.
—¿Y usted es el señor Logan? —preguntó al fin.
—Así es.
La mujer hizo ademán de acercarse, pero no llegó a hacerlo.
—Soy Jenna Stanton. Hablé con usted por teléfono hace unas semanas.
—Sí. Suponía que era usted.
—Sé que nos hemos adelantado, pero me gustaría saber si la cabaña está lista.
Hank tomó la escalera y pasó delante de la mujer para apoyarla en la pared de la oficina.
—Señora, está de suerte. Los anteriores ocupantes se han ido antes de lo previsto.
—¿Las cabañas tienen más éxito que esta zona?
Hank sintió enojo, pero procuró reprimirlo.
—Todavía es pronto. Esto se animará dentro de un par de semanas. ¿Quiere que le enseñe la cabaña?
Ella le lanzaba en ese momento una de esas miradas de valoración que tan bien se les dan a las mujeres y tanto odiaba Hank. Metió las manos en los bolsillos y él decidió que tenía buenas piernas... para una mujer de su edad.
—Olvidé preguntarle qué hay para cocinar.
Hank enarcó las cejas.
—Las cabañas tienen cocina. Y por cierto, no tienen aire acondicionado porque el viejo no servía y no he tenido tiempo de cambiarlo. Aunque todas las habitaciones tienen ventiladores en el techo.
La joven torció la boca.
—Entiendo. Bueno, señor Logan, tengo calor y llevo dos días en el coche con una adolescente que está convencida de que ha sido condenada al infierno, así que, mientras haya agua corriente y colchones decentes y no haya chinches, me quedaré.
Sus palabras sonaban a fuerza, pero sus ojos azules contaban otra historia, una historia que Hank desconocía, porque, como a casi todos los hombres, no se le daba bien comprender a las mujeres. Pero su instinto de ex policía le decía que allí pasaba algo raro.
—Los colchones son nuevos, las tuberías funcionan y, si ve algún animal dentro, le enviaré a alguien para que le pegue un tiro —dijo—. ¿Qué le parece?
Ella palideció.
—Yo no quiero matar nada, sólo quiero que se quede fuera.
Hank metió los pulgares en los bolsillos.
—Bueno, querida, en el campo suele haber bichos. Y como ellos llegaron antes, suelen entrar en un sitio si les apetece. Los de cuatro patas saldrán solos si hace ruidos, y a los de seis u ocho puede aplastarlos. Bueno, quería una de dos dormitorios, ¿verdad?
Entró en la oficina, donde había una mesa con un ordenador, un tablero de corcho con llaves, un teléfono y un par de sillas viejas. Oh, y unas fotos de la zona que habían puesto allí los dueños anteriores y que Blair observaba con el ceño fruncido. Pelirroja y con pecas, tenía toda la pinta de ir a ser aún más alta que su madre, quien ya era más alta que la media.
—Sí, dos dormitorios —dijo Jenna Stanton—. Y olvidaba otra cosa. Necesito una clavija de teléfono para mi conexión a Internet.
Hank, que ya tenía una llave en la mano, hizo una mueca y la cambió por otra. Aquello no tenía sentido. ¿Qué hacía una mujer así en aquella zona y con una adolescente que seguro que se aburriría como una ostra allí?
—En ésta hay clavija de teléfono —mostró la llave—. Los antiguos dueños vivían allí, así que tiene más servicios. ¿Pero puedo preguntarle qué piensa hacer durante su estancia aquí?
—Soy escritora —contestó la mujer con una sonrisa—. Quiero investigar para mi próximo libro.
—¡Ah! —abrió el libro de registros—. Muy bien, puede firmar aquí —le pasó un bolígrafo.
Ella firmó con la mano izquierda, una mano que lucía una alianza y un anillo de compromiso.
Hank dio la vuelta al libro.
—¿El señor Stanton se reunirá con ustedes?
—No.
—¿Tarjeta de crédito?
—Oh. Por supuesto —sacó una cartera del bolso y de ella la tarjeta de crédito. Llevaba las uñas cortas y no parecía usar maquillaje ni perfume, aunque lo que quiera que usara en el pelo olía lo suficiente para impregnar toda la oficina, quizá por el calor.
—¿Y qué hace con el recibo? —preguntó ella.
—Va a la caja fuerte hasta que se marche. Nadie puede verlo aparte de mí. Pueden ir a la cabaña, la suya es la segunda que se encontrarán, la del porche azul —vaciló—. ¿Necesitan ayuda para descargar el coche?
La mujer lo miró a los ojos un momento.
—No, nos arreglaremos bien —enderezó los hombros y miró a la chica—. ¿Blair? ¿Estás lista?
—Sí, lista para vomitar —murmuró la chica; salió tras ella.
Jenna miraba el paisaje de pie en el porche y procuraba relajarse. El lago, a unos cincuenta metros de allí, era más bien un estanque grande, pero brillaba a la luz del sol y había un muelle en una orilla, por lo que quizá se podía nadar en él. En el otro extremo se veía un bosquecillo denso con mil tonos de verde distintos que complementaban los azules y púrpuras lejanos de las montañas Ozark. Hacía calor y los mosquitos estaban pesados, pero el lugar era muy hermoso.
Inhaló profundamente y soltó el aire despacio. Lo mejor que podía decir de su primer encuentro con Hank Logan era que había salido relativamente ilesa. Era un hombre desarreglado, sin afeitar, que bordeaba la mala educación y no parecía sentir una afinidad especial por los niños. A Blair, al menos, no he había hecho ningún caso.
Y a ella le había alterado las hormonas de un modo inesperado. Suspiró con rabia. No había duda de que llevaba tres años metida en una cueva. De no ser así, jamás se habría excitado con un hombre que parecía un cavernícola.
Aun sabiendo lo que sabía de su pasado reciente, tenía que disculparlo hasta cierto punto; no podía permitir que nada, ni el pasado de él ni sus hormonas, nublaran su sentido común.
Bajó a buscar la última bolsa, entró en la cabaña y la dejó en la alfombra gastada pero limpia que ocupaba casi todo el suelo de madera de la zona de estar.
Se acercó a la ventana
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