Al límite
Por Amanda Stevens
4/5
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Información de este libro electrónico
A pesar de su frágil memoria, Kaitlyn Wilson recordaba vagamente un terrible crimen perpetrado por los mismos hombres que estaba persiguiendo Aidan.
Amanda Stevens
Amanda Stevens is an award-winning author of over fifty novels. Born and raised in the rural south, she now resides in Houston, Texas.
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Al límite - Amanda Stevens
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
©2005 Harlequin Books S.A. Todos los derechos reservados.
AL LÍMITE, N.º 83 - 3.2.13
Título original: Going to Extremes
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2006
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9170-708-0
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Prólogo
Ya estaba.
Había matado a la mujer y enterrado su cuerpo en los bosques de Montana. Las comadrejas no tardarían en aparecer, y luego los buitres. Para cuando el cadáver fuera descubierto por algún cazador o excursionista extraviado, el rostro habría desaparecido, y, con un poco de suerte, también las huellas dactilares.
Una identificación rigurosa exigiría un análisis de ADN que, en aquella parte del mundo, tardaría semanas, incluso meses. Aunque las autoridades fueran capaces de relacionarla con la Milicia de Montana para una América Libre, para entonces ya sería demasiado tarde. A esas alturas, ella no podría decirles ya nada.
Jenny Peltier había pagado cara su traición. Mientras bajaba por el arroyo, de vuelta a su tienda, Boone Fowler no sentía ni alegría ni tristeza por lo que acababa de hacer. Aunque era un verdadero experto, no disfrutaba especialmente matando. En la guerra la gente moría. Así de sencillo.
Y estaban en guerra. Una guerra para salvar al país de los burócratas corruptos que habían contaminado el tradicional estilo de vida americano con los patéticos yanquis que infestaban las calles de las ciudades. A todos y cada uno les llegaría la hora: aquellos tipos blandos y débiles que desconocían el significado de las palabras «honor» y «sacrificio». El atentado de la Milicia de Montana contra el edificio del gobierno había conmovido a la nación entera, pero sólo sería uno de los muchos «golpes» que conmocionarían al mundo.
El día de la redención había llegado a Montana. Los vientos de la libertad barrerían triunfales los estados de las praderas y atravesarían el Sur como el ejército de Sherman, imponiéndose a más de medio siglo de malestar, apatía y decadencia moral. El ángel vengador de la libertad se alzaría victorioso en los sórdidos umbrales de las casas del Este y arrinconaría a las modernas Sodomas y Gomorras del Oeste.
Fowler soltó un profundo y tembloroso suspiro. Por muchas que fueran las veces que se repitiera aquel sermón de fe, el mensaje siempre terminaba conmoviéndolo. Poseía un don y sabía usarlo. Cuando lo oía hablar con aquella pasión, su madre solía decirle que sería capaz de arrastrar a la gente a los confines de la tierra, a donde él quisiera. Contaba precisamente con ello.
Deteniéndose, se arrodilló al borde del arroyo para limpiar la sangre del cuchillo de caza que había utilizado para degollar a la mujer. Luego se lavó las manos, aunque ya estaban limpias. Su alma también lo estaba. Limpia y virtuosa.
Tan satisfecho y poseído estaba de lo justo de su misión que casi le pasó desapercibido el revelador rumor de hojas secas que se oyó arroyo arriba, a su derecha. Era un sonido levísimo, apenas un susurro, pero aun así le provocó un escalofrío. Sólo entonces tomó conciencia de la vaga sensación de peligro que había experimentado durante el último cuarto de hora, como si su instinto hubiera querido advertirlo del peligro.
Debería haber prestado más atención. Quienquiera que fuera, se las había arreglado para seguirle sigilosamente el rastro, lo que significaba que era bueno. Un profesional. Alguien que conocía los bosques de Montana tan bien como él.
Continuó lavando el cuchillo mientras sus sentidos permanecían alerta y su mente analizaba todas las posibilidades. Llevaba la pistola al cinto, pero tendría que esperar el momento más adecuado para desenfundarla. Un movimiento en falso y su perseguidor podría hacer fuego contra él.
Reconoció el terreno por el rabillo del ojo. Cuando volvió a escuchar el sonido, justo a su derecha, desenfundó y comenzó a disparar mientras rodaba por el suelo. Poniéndose a cubierto tras una roca, descargó su pistola y sacó un nuevo cargador.
—¡Tira el arma!
Fowler se quedó paralizado. La voz no había procedido de la derecha, arroyo abajo. Su perseguidor se encontraba a su derecha y arroyo arriba. Lo había rodeado. El rumor de las hojas sólo había sido una maniobra de diversión: quizá unas piedrecillas lanzadas a lo alto. Un truco tan viejo como el tiempo en el que Fowler había caído como un inocente.
No era propio de su carácter mostrarse tan descuidado. Mientras bajaba tan confiadamente la guardia, aquel hombre le había seguido el rastro a una distancia sorprendentemente corta. Tan corta que Fowler casi había podido sentir su aliento en la nuca…
—Tira el arma si no quieres que te meta una bala en la cabeza —era una voz profunda, firme, autoritaria. La de alguien acostumbrado a mandar y a ser obedecido.
Para demostrarlo, soltó un disparo que destrozó una piña que había rodado muy cerca de donde se encontraba Fowler.
Arrojó el arma al suelo. Sólo entonces salió su perseguidor de la espesura: un alto y fuerte guerrero, con una expresión hosca, sombría, intimidante. Ya había matado antes: eso podía verse en sus ojos, en el pulso firme con que sostenía su arma. Y volvería a matar, si era necesario. Sin dudarlo.
Sus modales, sus gestos, eran los de un militar. Y su habilidades evidenciaban un gran entrenamiento, propio de una fuerza especial de combatientes.
—¿Quién eres tú? —preguntó Fowler—. ¿Qué es lo que quieres?
—Quiero justicia, canalla.
Mientras se acercaba hacia él, su rostro se crispó de ira. Y en el fugaz instante que necesitó para volver a dominarse, Fowler sacó la pistola que llevaba oculta en un tobillo y abrió fuego.
El impacto del disparo lo proyectó hacia atrás y el hombre cayó pesadamente al suelo, como un fardo. Un tiro limpio, directo al corazón. Aún se movía, y Fowler se acercó con la idea de rematarlo con una bala en la cabeza. Tras hacer a un lado de una patada el arma del desconocido, apuntó cuidadosamente con la suya.
—¡Por la sagrada causa! —gritó, triunfal.
Penitenciaría del Estado de Montana.
Lunes. Cuatro de la madrugada
Boone Fowler se despertó lentamente. Por un momento creyó encontrarse nuevamente en los bosques de Montana, pero cuando su mente empezó a aclararse, se dio cuenta de que no había sido más que un sueño. La recurrente pesadilla en la que alguien lo perseguía. El escenario y el enemigo cambiaban de cuando en cuando, pero el resultado era siempre el mismo. Era él quien se alzaba con la victoria bajo el cielo limpio de Montana… y no su perseguidor.
La realidad, sin embargo, era muy diferente. En aquel momento se encontraba encerrado en una celda de tres metros por cuatro. Mientras bajaba los pies al suelo y se sentaba en el jergón, con la cabeza entre las manos, lo recordó todo de golpe. Su apresamiento. El juicio. Los cinco últimos años de su vida pasados en un infierno llamado La Fortaleza: una prisión de máxima seguridad de la que nadie conseguía escapar.
Y todo por culpa de un hombre llamado Cameron Murphy. Mientras Fowler se había podrido en la cárcel durante cerca de media década, Murphy había reclutado lo que quedaba de las antiguas fuerzas especiales que había dirigido para terminar creando la organización de cazadores de recompensas más célebre del país. Aunque Murphy era el único al que Fowler había visto cara a cara, conocía los nombres de los demás. Conocía sus historiales, sus especialidades, sus motivaciones.
Pero era el rostro de Murphy el que veía en sus pesadillas por la noche. Aquel odio lo había ayudado a sobrevivir durante nueve meses de solitario confinamiento en La Mazmorra, el pabellón especial de La Fortaleza, y su sed de venganza había enfriado de alguna manera su rabia cuando volvieron a trasladarlo con sus compañeros. Durante todos aquellos años se las había arreglado para no meterse en líos y mantener un comportamiento modélico. Lo había hecho porque tenía un plan. Y para realizar su plan, necesitaba amigos y contactos con el mundo exterior. Necesitaba dinero para sobornos y para los favores que tuviera que pedir. Necesitaba de toda la ayuda que pudiera recabar para lograr lo que nunca nadie había hecho antes: escapar de La Fortaleza.
Y gracias a un generoso benefactor con una ambiciosa agenda, el momento estaba finalmente al alcance de la mano.
Esa noche, cuando apagaran todas las luces, desencadenaría un motín como jamás había conocido aquella prisión. Aprovechando el caos general, Fowler y sus compañeros esperarían en la Mazmorra antes de ejecutar el plan. Si todo salía bien, muy pronto serían libres. Y Cameron Murphy sería hombre muerto. Y que el cielo se apiadara de cualquiera que se cruzase en su camino.
—¡Por la sagrada causa! —susurró Fowler mientras la adrenalina empezaba a circular por sus venas.
Capítulo 1
Martes, dos de la tarde
—¡Ken, apenas puedo oírte!
Con el teléfono móvil pegado a la oreja, Kaitlyn Wilson se esforzó por no dejarse llevar por el pánico. La lluvia repiqueteaba como un tambor de guerra sobre el techo de su todoterreno mientras conducía con cuidado por la carretera número nueve. Había puesto los limpiaparabrisas a máxima velocidad, pero seguía sin poder ver nada.
—¿Sigues ahí? —inquirió, desesperada.
—Inundaciones… carretera cortada…
No escuchaba más que interferencias.
—¿Debería dar media vuelta? —maldijo entre dientes. La comunicación se cortó y maldijo de nuevo mientras intentaba frenéticamente volver a llamar a su jefe. Pero era inútil. Había perdido cobertura.
«Situación apurada», concluyó para sus adentros mientras lanzaba el móvil sobre el asiento contiguo y agarraba el volante con las dos manos. Desde que había salido para la prisión menos de una hora antes, la carretera número nueve se había convertido en un lago. Kaitlyn ya no podía distinguir el asfalto.
Redujo aún más la velocidad mientras intentaba decidir qué hacer. ¿Seguir adelante… o dar media vuelta? En condiciones de nula visibilidad, dar media vuelta sin caer en alguna zanja de la cuneta no sería tarea fácil. Además de que ignoraba si el estado del tramo de carretera recorrido había empeorado o mejorado. Se encontraba en una zona muerta donde la señal de la última torre de telefonía móvil se hallaba bloqueada por las altas montañas. Para colmo, las interferencias habían alcanzado a la radio, por lo que no conseguía sintonizar ningún parte meteorológico. Estaba aislada del resto del mundo.
Y seguía lloviendo torrencialmente. ¿Por qué no había hecho caso a Ken cuando le aconsejó que no saliera sola con aquel tiempo?
—¿Estás loca? —le había gritado—. No sé si te habrás dado cuenta, pero todo el condado se encuentra en alerta roja por inundaciones.
—Viajaré por terreno elevado durante la mayor parte del tiempo, y hasta ahora la carretera nueve nunca se ha inundado —por lo demás, Kaitlyn conocía el camino a la prisión como la palma de su mano—. Si salgo ahora, podré llegar a la rueda de prensa antes de que se ponga a llover fuerte.
—¿Ah, sí? ¿Y a esto cómo lo llamas? ¿Una ligera llovizna? —Ken había lanzado una rápida mirada al ventanal de su despacho, donde la lluvia continuaba cayendo tenazmente bajo un cielo de un gris apagado. No había cesado en todo el día.
—Te preocupas demasiado. Además, si no llego a la conferencia de prensa, se nos adelantará el Independent Record, y ya sabes lo que quiere decir eso… —había argumentado Kaitlyn, mencionando un periódico rival.
—Pero yo tampoco quiero que una patrulla de carretera tenga que sacarte de alguna zanja.
—Yo sé lo que me hago, Ken.
—Está bien, pero al menos llévate a alguien contigo —había transigido al fin su jefe, agotada la paciencia—. Cudlow, por ejemplo…
Ya tenía una mano en el teléfono cuando la exclamación de Kaitlyn lo había detenido en seco:
—¿Cudlow?
Pronunció el nombre con tanto desprecio que Ken le lanzó una desaprobadora mirada. A Kaitlyn no le importó. Jamás se dejaría acompañar a la rueda de prensa del alcaide de la prisión por Allen Cudlow, el hombre que casi logró desbaratar su carrera en el periódico cinco años atrás. Ni en sueños.
Su enemistad con Cudlow había comenzado mucho antes de que Ken Mellow hubiera sucedido al anterior director, cuando se jubiló hacía cerca de nueve meses. Kaitlyn había acogido con verdadera euforia la perspectiva de que entrara sangre fresca en el Ponderosa Monitor, porque para entonces ya estaba en igualdad de condiciones con Cudlow, antigua estrella del periódico.
—Si de veras quieres evitar una tragedia, cuelga ese teléfono.
—De acuerdo, de acuerdo… Cudlow y tú os odiáis a muerte. No sé por qué y tampoco me importa, siempre que no interfiera en vuestro trabajo como periodistas. Un poco de rivalidad profesional puede tener sus ventajas. Sirve de estímulo —le había lanzado una mirada de advertencia, por encima de sus bifocales—. Pero no te pases.
—Tú mantenlo apartado de mi camino y todo irá bien.
—De todas formas,