El espejo diabólico: El espejo diabólico
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Jordi Sierra i Fabra
Jordi Sierra i Fabra (Barcelona, España) cuando era niño, solía escuchar por la radio los cuentos de un famoso escritor. De grande, Jordi se hizo amigo del escritor e inventó esta historia para rendir homenaje a los secretos que su fabuloso amigo compartió con él.
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El espejo diabólico - Jordi Sierra i Fabra
1
Cuando se introdujo en el ático, tuvo un fuerte estremecimiento.
Era como en la mejor de las películas, como en el mejor de los cómics de terror, como en la mejor de sus fantasías. Un auténtico ático igual a los que siempre había visto o imaginado.
Espectral, sin mucha luz, atiborrado de muebles viejos, cajas y cajones, armarios, polvo y recuerdos de otros tiempos. Como si la historia, allí dentro, se hubiera detenido.
No cerró la puerta. Ésa fue una precaución de la que no se sintió orgulloso, pero… mejor dejarla abierta de par en par. Tal vez hubiera ratas. Si eran pequeñas, todavía, pero si eran de las grandes… o arañas. No le gustaban las arañas. Nada que tuviera ocho ojos podía albergar buenas intenciones.
Había polvo. Mucho polvo. Por allí no debía de haber entrado nadie desde hacía años. Ya les habían advertido que la casa era vieja y llevaba deshabitada una eternidad. Su mamá quería limpiar todo aquello. Una pena. Claro que, con tanto trabajo por hacer —instalarse y todo lo demás—, no había prisa, ¿verdad?
Tendría el ático y sus secretos para él solo al menos unos días, o semanas. Después, tampoco estaría mal. Sería su rincón secreto y privado, a no ser que su papá quisiera instalar un estudio o cualquier cosa de ésas.
Su corazón empezó a latir con fuerza.
Abrió los cajones de una alacena. Nada. Vacíos. Abrió las puertas de un armario. Lo mismo. Se acercó a una cómoda. Casi emitió un grito de alegría al encontrar unas libretas dentro del primer cajón. Eran simples libretas escolares, muy antiguas, pero su emoción murió al ojearlas porque no había ningún diario secreto ni nada que se le pareciera. No eran más que simples libretas con tareas, casi como las suyas.
Un asco.
Se internó en la parte de atrás, la más oscura y sombría, para continuar su examen. Miraba bien dónde ponía los pies, y se aseguraba de no empujar algo que pudiera romperse. Nada de lo que había allí valía algo, pero de seguro su mamá lo regañaría si rompía alguna cosa. Ella era así.
Un perchero, dos mecedoras, una taza de baño deteriorada, cajas con objetos comunes, como platos o libros, baúles…
Abrió los baúles, uno por uno. Por lo menos allí sí había algunas cosas interesantes. Ropa de mucho tiempo atrás, sombreros, un álbum de fotografías que, en otro tiempo, debió de ser la alegría familiar, postales, algunas cajitas vacías, álbumes con muy pocos timbres postales, programas de ópera, revistas…
—¡Luis!
¿No podían dejarlo un solo minuto en paz?
No contestó.
Su mamá no se dio por vencida.
—¡Luis!
Esta vez, el tono fue más autoritario. Aunque venía de abajo, era muy audible. No podía fingir que no la oía. Su mamá se hacía oír desde el otro lado del mundo.
—¡Ya voy!
—¡Hay mucho que hacer, Luis! ¿Puedes venir a ayudarnos?
—¡Voy!
No se movió. Continuó registrando los baúles.
Apenas unos segundos.
Hasta que alcanzó a distinguir el destello con el rabillo del ojo.
Levantó la cabeza y entonces lo vio mejor, medio oculto por algo parecido a una cortina sobre él. El reflejo provenía de la parte de abajo, por la que asomaba un pedazo de cristal.
Se levantó, apartó el cortinaje, grueso, pesado y polvoriento, y se vio reflejado en él.
Un espejo.
Un espejo extraño, de brillo opaco, plomizo, tan alto como él mismo, y con un marco labrado en exceso y de forma barroca. Un marco en el que se apreciaban diversas caras esculpidas en la madera. Caras con ojos que lo miraban fijamente.
Caras un tanto tenebrosas.
Pero lo más singular seguía siendo el cristal.
No parecía que fuera sólido, parecía como si fuera de…
Extendió su mano.
Al querer tocarlo… ¡sus dedos se hundieron en la superficie!
Apartó la mano. No, no era posible. Habría sido un efecto de la escasa luz y de sus nervios y de…
Pero habría podido jurar que el cristal tenía consistencia líquida.
Repitió su acción, más despacio, lentamente. Sus dedos se detuvieron a un escaso milímetro de la superficie en la que se reflejaba. Temblaron. Luego rozó el espejo.
Y lenta, muy lentamente, su mano se volvió a hundir en él.
Su corazón comenzó a latir deprisa. No se trataba de un efecto de la luz ni del producto