El misterio de la Gran Pirámide: El misterio de la Gran Pirámide
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Jordi Sierra i Fabra
Jordi Sierra i Fabra (Barcelona, España) cuando era niño, solía escuchar por la radio los cuentos de un famoso escritor. De grande, Jordi se hizo amigo del escritor e inventó esta historia para rendir homenaje a los secretos que su fabuloso amigo compartió con él.
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El misterio de la Gran Pirámide - Jordi Sierra i Fabra
1
La gran pirámide
Los relámpagos cruzaban el firmamento con monótona intermitencia, y con cada uno, el helicóptero parecía sacudido por una mano invisible, capaz de agitarlo sin piedad y de despedazarlo a la menor oportunidad. Asomado a la ventanilla izquierda, con la nariz pegada al cristal, David no dejaba de mirar al otro lado, mitad curioso, mitad asustado, aunque el piloto se mostraba de lo más sereno, incluso sonriente, como si disfrutara del vaivén.
—¿Podremos aterrizar? —preguntó Elías.
David miró en su dirección. Sentado a su lado, el hombre que habían enviado a buscarlo estaba muy pálido, y daba la impresión de querer sujetarse de todas partes. Sudaba.
—No se preocupe —lo tranquilizó el piloto—. Estas tormentas tropicales aparecen y desaparecen en un abrir y cerrar de ojos. Estamos a cinco minutos de nuestro destino.
Cinco minutos podían durar una eternidad. Elías no dejaba de sudar ni de mostrar miedo.
David se olvidó de él, y volvió a concentrarse en el paisaje. Quería mirar la selva, la extensa capa arbolada que formaba la superficie de aquel mundo desconocido, abrupto y montañoso. El mundo inexplorado que iba a descubrir finalmente, después de que su papá, primero, y ahora su mamá, se empeñaran en que lo conociera.
Pero no se podía distinguir nada al otro lado del cristal, solamente la gris oscuridad de la tormenta en pleno día.
Un relámpago dibujó su eléctrica silueta muy cerca, poniéndole los pelos de punta.
—¿No pu… pu… puede bajar un po… po… poco más? —tartamudeó Elías.
—Podría —el piloto se encogió de hombros—, pero rozaríamos las copas de los árboles o nos estrellaríamos contra una de esas colinas rocosas.
El hombre calló.
—Veo algo —dijo David.
Por entre un pequeño claro de niebla y bruma, asomaron unas formas oscuras. Tal vez árboles. O quizá una de las colinas de las que el piloto acababa de hablar.
Sólo fue una fugaz percepción.
Luego volvió la presencia gris de la tormenta, y el fragor de los truenos dibujados con la luz blanca y cegadora de los relámpagos.
—Mejor nos hubiéramos quedado en la ciudad —insistió Elías.
—Quiero ver a mi mamá —le recordó una vez más David—. Han sido tres meses muy largos y voy a aprovechar estas vacaciones de Semana Santa.
—¡Cuidado!
Después de todo, volaban bajo. Las copas de los árboles aparecieron a menos de 10 metros. El piloto las esquivó con destreza, sin tener que maniobrar bruscamente los mandos del helicóptero. Ascendió por lo que parecía ser la falda de una colina y entonces, al llegar a la cima, la tormenta se esfumó, como si nunca hubiera ocurrido.
David se quedó asombrado; lo mismo Elías.
—¡Se acabó! —suspiró el piloto. Y agregó—: Chico, bienvenido al Valle del Sol.
El sol brillaba en el cielo. Un sol perfecto en un cielo perfectamente azul. Era como si la tormenta no se atreviera a pasar de la última montaña, y una frontera invisible la paralizara allí.
David no podía creerlo.
El Valle del Sol.
¡Por fin!
Nadie había estado allí hasta que su mamá, al ir tras la pista de su papá, había dado con el rastro de la Gran Pirámide y, gracias a este hallazgo, toda la arqueología moderna de México había sufrido la más grande de las convulsiones desde el descubrimiento de Palenque.
—¿Verdad que es increíble?
—Es… fantástico —suspiró David.
—Pues ahora prepárate para lo mejor —anunció el piloto.
Hizo girar el helicóptero a la derecha, apartándose un poco de su rumbo, de forma que David pudiera admirar por primera vez la majestuosa presencia del valle.
Ahí estaba, en el centro, inmensa, todavía semicubierta por la vegetación que la había mantenido oculta a los ojos humanos durante siglos, llena de misterios y enigmas.
La pirámide de Tasakbal.
Entonces sí se le entrecortó la respiración.
2
Reencuentro con una mamá científica
Se habría quedado allá arriba hasta que el helicóptero consumiera su última gota de combustible. El espectáculo valía la pena. Como hijo de arqueólogos, antropólogos y rastreadores de leyendas pasadas, desde niño había tenido acceso a toda aquella magia singular. Pero, por primera vez, veía con sus propios ojos algo así de importante, y estaba a punto de hacer algo más: tocarlo con sus manos y percibirlo con sus sentidos. La pirámide de Tasakbal era el más grande de sueños.
Si por algo deseaba ser mayor, era para seguir los pasos de sus papás e investigar aquellas fascinantes