Pesadillas vivas: Pesadillas vivas
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Jordi Sierra i Fabra
Jordi Sierra i Fabra (Barcelona, España) cuando era niño, solía escuchar por la radio los cuentos de un famoso escritor. De grande, Jordi se hizo amigo del escritor e inventó esta historia para rendir homenaje a los secretos que su fabuloso amigo compartió con él.
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Pesadillas vivas - Jordi Sierra i Fabra
1
En el campamento de verano
Era el peor lugar del mundo.
Parecía todo lo contrario: alegre, divertido, lleno de vitalidad, libertad y muchas cosas más, pero él sabía que sería como un infierno.
Vaya si lo sabía.
Habría querido largarse cuanto antes, desaparecer, esconderse en la cajuela del coche y…
—Bien, Juan, me temo que debemos irnos —suspiró su madre.
Qué más daba.
—Sí, se nos hace tarde, y no me gusta conducir de noche —la secundó su padre viendo la hora.
Estaban ya junto al coche, solemne y negro, comprado la Navidad anterior. Lo que sentía Juan era tan contradictorio, que no supo qué hacer o decir. Estaba bloqueado.
Se iban y lo dejaban allí. ¡Allí!
En un maldito campamento de verano lleno de chicos y chicas que ni siquiera…
—¿Estás bien, hijo? —su madre le pasó una mano amorosa por la cabeza.
—¡Claro que lo está! —se apresuró a decir su padre—. ¡Perfectamente curado! No lo dejaríamos aquí, solo, si no fuera así, ¿verdad?
¿Cómo decírselo?
¿Curado?
No, no lo estaba. Los sueños seguían, y cada vez eran peores.
Y algo más.
¿Cambiaría algo las cosas que les dijera que no estaba curado, y que allí, en el campamento, podía pasar cualquier cosa? ¿Se quedarían a su lado? ¿Se lo llevarían con él?
—¡Ay, hijo, te ves tan serio! —lamentó la mujer.
La miró fijamente.
—¿Cómo quieres que esté?
—Se supone que deberías estar contento. ¡Nos vas a perder de vista unas semanas! ¡Todos los chicos de tu edad quieren perder de vista a sus padres unas semanas!
—No se trata de eso, sino de esto —la mano de Juan describió un círculo en el aire, que abarcaba el campamento.
—Siempre igual, siempre igual —chasqueó la lengua su padre—. Primero protestas y después no querrás irte jamás, ni cuando acabe el verano. En cuanto hagas amigos y conozcas a alguna chica… ¡Pero ahora pones mala cara y haces ver que esto es casi un castigo!
Juan se mordió el labio inferior para no estallar. Le habría encantado estar en ese campamento, pero en otras circunstancias, sin los sueños, sin lo que sucedía cada vez que se dormía. ¿Por qué no le hacían caso? Los psiquiatras podían decir lo que quisieran.
—Vamos, dame un beso —la sonrisa de su mamá puso el punto final a la conversación.
Su padre le dio una palmada en la espalda. Luego subieron al coche.
Vio una sombra de humedad en los ojos de ella, y de comedida satisfacción en los de él. Realmente creían hacerle un bien, y hacerlo bien. Y ambos se engañaban.
O él los engañaba.
Porque Juan, por su parte, también estaba harto de psiquiatras, de máquinas, de sueños controlados, de aparatos conectados a su cabeza, de toda aquella parafernalia absurda. Por eso les había dicho a todos que las pesadillas y los desdoblamientos habían cesado.
Ahora estaría solo.
Muy solo.
El coche emprendió el camino de regreso a través del sendero que unía el campamento con la carretera. Levantó la mano una vez.
Hasta que una nube de polvo se lo tragó y entonces todo el peso de su realidad cayó sobre su abatimiento, aplastándolo sin remedio.
2
Una voz amiga
No supo cuánto rato se quedó allí, quieto, viendo la nube de polvo que se alejaba, pero reaccionó al oír aquella voz.
—Todos hacen lo mismo.
Giró la cabeza y la vio. Era una chica más o menos de su edad, es decir, unos 13 o 14 años. En otras circunstancias habría huido de ella. Prefería escoger a sus amigos y amigas. Pero en cuanto la vio, sintió algo muy especial, una reacción química que lo llenó de paz y le infundió tranquilidad. No parecía una de esas chicas pesadas y antipáticas. Le causaban tanto temor como los tipos con la cabeza hueca y ganas de convertir las vacaciones en el campamento en una especie de lucha ansiosa por pasarla bien y hacer el mayor número posible de travesuras.
Era tan alta como él, de cabello rojo, cara pecosa pero abierta, limpia, y unos ojos claros como el amanecer. El tono de tristeza que le cubría el rostro era especial. Parecía como si estuviera frente a un espejo.
—¿A ti también te dejaron aquí pensando que te hacían un favor? —preguntó Juan.
—Sí —asintió la chica—, aunque mis papás siempre están viajando, y cuando voy con ellos la paso fatal. Entre lo malo