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La Audacia Final De La Inmigrante
La Audacia Final De La Inmigrante
La Audacia Final De La Inmigrante
Libro electrónico201 páginas4 horas

La Audacia Final De La Inmigrante

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La novela La audacia final de la inmigrante del escritor Quince Duncan es un relato sobre la trayectoria y experiencias de tres mujeres migrantes, que ingresan a los Estados Unidos en pocas diferentes: una de los aos 40, una que ingresa en los aos 60 y otra en el perodo actual; las relaciones que se fueron dando en el seno de una familia blanca tradicional y una familia afrodescendiente del Sur y sus descendientes latinos.
Es una novela de amores y odios, de luchas por el poder y de traiciones, que se desarrolla en poca contempornea, durante la primera campaa poltica del Presidente Obama. No obstante, mediante una serie de flashbacks hbilmente manejados, La ltima audacia de la inmigrante nos permite atisbar momentos de la historia norteamericana esclavizados y esclavistas; relaciones inter-raciales; violencia domstica; lucha por los derechos civiles; Woodstock; las batallas de Csar Chvez; las lidias de los mojados y los guardas de frontera.
En el trasfondo de todo esto, se destaca el amor de una pareja interracial, que se ve sorprendida y arrastrada en la vorgine de las audacias de miembros de la familia.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento13 sept 2012
ISBN9781463337278
La Audacia Final De La Inmigrante
Autor

Quince Duncan

Quince Duncan, Costa Rican writer. “Aquileo Echeverría” National Literature Award Author of more than 30 books, including novels, short stories, essays, and textbooks and essays on people of African descent and racism, with emphasis on the “Continental Caribbean.”

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    La Audacia Final De La Inmigrante - Quince Duncan

    LA AUDACIA FINAL  

     DE LA INMIGRANTE

    Novela

    QUINCE DUNCAN

    Copyright © 2012 por Quince Duncan.

    Foto original de Carolyn Steverson

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

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    368258

    Nelson Castila miró por la ventana y sonrió. El sol brillaba sobre el Valle –salpicado de pequeñas construcciones rodeadas por el verdor de la vegetación. El avión descendió rápidamente y recorrió la pista sin contratiempo. Buscó entonces los ojos verdes de Dyana Brown, su novia, y en sus miradas se reflejó la euforia del amor conquistado.

    - Llegamos, dijo él y ella asintió con una sonrisa.

    - Estamos en la tierra de tus padres –dijo ella.

    - No, de mis padres no. De mis abuelos.

    - Es tierra de tus ancestros, Nelson, la tierra de tus ancestros.

    - Sí, es verdad.

    - Ojalá yo pudiese decir lo mismo. La tierra de mis ancestros.

    - Bueno, sí. Por lo menos eso es verdad por el lado de mi padre.

    - ¿Y por el lado de tu madre?

    - Mexicana. Una pobre mojada, según mi padre. Casi no la conocí.

    - ¿Murió?

    - No sabemos. Desapareció. Yo tenía seis años.

    - ¡Uff!

    - Me crió una señora. Una vieja que nunca quise y que se le metía al cuarto de mi padre.

    - ¿Cómo, se metía?

    - Por las noches. Más de una vez la vi meterse al cuarto de mi padre por las noches. Y para colmo, una vez la vi ponerse la bata de mamá. Era una vieja cochina, si me lo preguntan.

    - Bueno, amigo. Esa es la vida. Tu madre ya no estaba.

    - De niño, yo estaba convencido de que fue ella la que hizo desaparecer a mi madre. Estaba convencido de que era una bruja.

    Eso valió una andanada de carcajadas.

    Después de pasar por Migración, bajaron las escaleras hacia la sección de acopio de los equipajes. La tarea de recoger las maletas no fue fácil. A pesar de que el aviso estuvo pronto y el carrusel empezó a dar vueltas tras el agudo pito que sobresaltó a la señora de al lado, hubo que esperar un buen tiempo. Casi cincuenta minutos después, estaban al frente del edificio abordando un taxi.

    - ¿No debimos haber alquilado un auto?

    - Este…

    - Un auto sería más cómodo, ¿no?

    - Está previsto, pero lo haremos desde el hotel.

    - ¡Ah, bien! ¿Cómo se llama el lugar donde vamos?

    - Primero iremos a un hotel que está por el volcán.

    - ¿Allí es donde están las aguas termales?

    - Correcto.

    - Por lo que he leído es una maravilla.

    - Y el lunes vamos a Limón. Mi abuela era de Moín de Limón.

    Dyana Brown comenzó a buscar en el mapa de bolsillo que cargaba, los lugares indicados.

    - ¿Cuál volcán? –preguntó.

    - El Arenal.

    - Bien, aquí está –dijo señalando el mapa.

    Se alojaron cerca del Aeropuerto Juan Santamaría en un hotel modesto. De todos modos, iban de paso. Se entretuvieron un rato con la cena y un par de copas, pero la ansiedad los iba ganando, por lo cual regresaron al cuarto.

    Las imágenes de esa noche iban a vibrar en la mente de Nelson por mucho tiempo –ella de rojo, de rojo intenso sobre su piel morena, la ropa interior de encajes. Una visión singular que apenas pasó por su vista, como le pasa al clavadista que mira las ondulaciones cristalinas de la superficie antes de consumirse en el agua de la piscina.

    Apenas alcanzó a decir, te amo, de veras, de veras te amo. Y ella por su parte logró responder, yo te quiero más, antes de que los labios callaran sus voces.

    –0–

    La Llanura de San Carlos los recibió con la bruma primero, la tibieza y la humedad después. Entraron al bosque a pie, para sentir natura. Natura que es piedra, yerba fresca y sol. Las fuentes termales salían del lomo de la montaña, que asemejaba una herida. El agua, a borbollones y en vapor, se derramaba con abundancia en las pozas, artificialmente ordenadas, para que la primera poza tuviese una temperatura mayor, casi insoportable, la mediana aún caliente, más susceptible de ser tolerada y la última, tibia ya, invitaba a descansar en ella y meditar. Él la miró de perfil y pensando en la vieja canción Lady in Red se creyó dichoso. El más dichoso. Se lo dijo a ella, pero a su vez Dyana volvió a insistir: yo lo soy mucho más.

    Sin duda, pensó, estamos enamorados. Su padre se lo dijo una vez: cuando te sorprendes jugando un juego bien idiota con una mujer, júralo: estás estúpidamente enamorado. Un juego, tal vez. Pero sin duda, la vida misma es un juego. Desde luego que hay juegos vitales y hay juegos de muerte. Y en ellos, se gana y se pierde. Pero en todo caso, se juega siempre. Y el juego es lo único indispensable para vivir. Y los que se matan simplemente lo hacen porque están fuera del juego. Totalmente fuera de los juegos. Pero de todos los juegos, pensó, el juego del amor es supremo.

    Dyana no era de mucho comer. Sin embargo, le pareció muy simpática esa manera de tomar los alimentos envueltos en tortillas y se excedió. Tampoco era de tomar mucho, pero la cerveza Imperial, el calor del día y la tibieza de la piscina termal, la hicieron tomar mucho más de la cuenta.

    Fue por eso que esa noche se le fue en sueño. En un sueño profundo que de todos modos, en el juego de la vida, señala esos momentos dichosos que vienen y pasan. Y puede que luego haya tiempos y espacios mejores o peores, pero jamás serán iguales.

    Dyana, murmuró Nelson antes de dormirse, ¡condenado yo, pero sí que te amo!

    Y ella desde el sopor yo te amo mucho más, Nelson. Mucho más. Algún día inventarán una pesa para eso. Y te lo voy a demostrar, murmuró antes de que el beso y el sueño la callaran.

    En abril, los árboles del bosque húmedo florecen. Los colores intensos de la llama del bosque con sus colores fogata ardiente, del roble sabana, del poró con sus mantos amarillentos, del guachipelín y las buganvilias multicolores a ambos lados del camino; ella conocía los nombres, pero no distinguía cuál era cuál.

    Era un festival para los sentidos. Los intensos y cambiantes azules del cielo; el verdor de las montañas a pesar de que apenas comenzaban las lluvias; y luego, la orgía de color de los celajes vespertinos. Y dos horas después, de nuevo en el hotel.

    - Déjame hacerte dos preguntas –dijo él –nos queremos lo suficiente como para casarnos, ¿no es cierto?

    Ella lo miró con cierta malicia y mantuvo el suspenso por un momento.

    - ¿Y cuál es la segunda pregunta, caballero?

    - ¿Te casarías conmigo?

    - No –dijo riéndose –de ninguna manera. Salvo que quieras casarte en Costa Rica.

    - Trato hecho, no sé si habrá en este país jueces de paz, como para hacerlo ya –comentó un momento antes de que ella lo besara con un beso fuerte y total que sabe a fruta. Ella era sin duda, una ‘besucona’, pensó, una guapa y ardiente besucona.

    –0–

    Con el amanecer, Dyana se levantó inquieta y encendió la portátil. Un impulso interior la llevó a mirar su correo. De todos modos le había prometido a su madre enviarle la misiva avisándole que había llegado bien.

    Era la primera vez que salía del país, y yendo a un país de los que llaman del Tercer Mundo, tenía a su madre preocupada. Sobre todo, había dicho, que según parece allí lo que hablan es español, como los mexicanos. Lo que es más, le costaba entender que había tantos países que hablaran español, pues toda su vida creyó que solo lo hablaban los puertorriqueños, los mexicanos y los españoles. Y no le tenía fe a las clases de español que según Dyana había recibido en la universidad. Eso sí, la tranquilizó saber que Dyana viajaría con Nelson, que además de ser un buen muchacho es latino y algo de español debería saber. Y si no sabía, debía ser en todo caso fácil para él recordar el idioma o aprenderlo. En fin, tal era el estado de ánimo de Bell Brown.

    - ¡Oh no! –gritó Dyana, despertando a su novio, que se incorporó súbitamente y cayó sobre la cama mareado.

    - ¿Qué pasa?

    - El abuelo de mi madre murió y me pide que la acompañe al entierro. Pasado mañana, dice. ¡Dios mío!

    - Era viejo… ¿o no?

    - Cumplía 100 años en estos días creo. Lo conocí hace poco.

    - Bueno… iremos a Limón en otro momento.

    - No, sigue tu viaje. Has venido hasta aquí… Vaya a Limón. No arruines tus planes.

    - No, regreso contigo y te acompaño al entierro. Limón no se va ir a ninguna parte. Regresamos.

    - ¿Estás seguro?

    - Sí. Ya casi eres mi esposa, de todos modos, ¿o no?

    Un poco para seguir la costumbre y un poco porque era su forma de amar, ella saltó sobre él buscando sus labios.

    –0–

    El Alcalde entró al viejo corredor de la Casa Grande y por indicación de alguien de la servidumbre tomó asiento. Al poco rato, a pesar de sus años, Teresa salió a ofrecerle una taza de café y algunas galletas. Le preguntó de paso, si quería un trago. El Alcalde le respondió de manera cortante que estaba de servicio y que le trajera café. Café solo, sin galletas. A pesar de los años de conocerla, él no podía acostumbrarse a la idea de que se comportara de manera tan confianzuda con las personas que, como él, se revestían de autoridad,

    Unos minutos después vino el viejo Bill, cargando su cuerpo, que para él era ya una pesada carga. Salió al corredor, le dio la mano al Alcalde y se sentó en el elegante sillón reclinable que solo él ocupaba. Tomó una frazada que Teresa había dejado en la manga del sillón, la puso sobre las rodillas y empezó a desdoblarla lentamente.

    - Bien Alcalde, ¿en qué le puedo servir? ¿Qué puedo hacer por usted?

    - Venía a verlo…

    - Eso lo sé. La pregunta es ¿por qué?

    - Es una visita de cortesía. Es que…

    - Dejemos el protocolo. ¿A qué ha venido?

    El Alcalde se sintió desarmado. Le pasaba lo mismo siempre con el viejo zorro de Bill Turnman, a quien conocía de toda una vida.

    - Bueno, pues… usted gana. Necesito su apoyo para la reelección.

    - No sea ridículo, Alcalde. A un viejo como yo ¿quién le hará caso?

    - Seagood…

    - ¿Seagood?

    - Sí…

    - Pero si ese hijo mío no me hace caso tampoco. Está hecho un gran diablo en estos tiempos. Cree que lo sabe todo.

    - Lo vengo notando. Pero una orden suya… no puede ignorar una orden suya, usted sigue siendo el Presidente de las empresas.

    - Pero, ¿cómo? Tan amigos que son… ¿No me diga que no quiere ayudarle? ¿Qué ha hecho para merecer semejante desprecio?

    - Pues… sí me apoya… pero digamos, casi que con una limosna.

    - Vamos al grano Alcalde, ¿qué quiere?

    - Un aporte… me faltan unos cien mil dólares… y…

    - Está fuera de sus cabales Alcalde, si cree que le voy a dar semejante suma.

    El Alcalde lo miró amilanado, como si se escapase de sus manos su última esperanza. Con otras personas hubiese contraatacado, tomando en cuenta que le había hecho muchos favores fiscales a las empresas Turnman Lewis. Pero sabía que eso no funcionaría con el viejo zorro.

    Estaba preparándose para dar las gracias y marcharse cuando Turnman habló.

    - Alcánceme ese aparato –dijo, señalando una pequeña campana que estaba a cierta distancia de su mano sobre la mesita del centro.

    Tomó la campana y la hizo sonar vigorosamente. Un minuto después apareció Teresa, sus pasos ya cansinos, su vigor menguado por el tiempo.

    - Sí señor.

    - Llame a Hunter… dile que quiero hablarle.

    - Sí señor –dijo ella, arrastrando su cuerpo hacia las cortinas al fondo del corredor.

    - Hoy es su día de suerte, Alcalde. No me duele nada. De modo que le voy a dar la mitad.

    - ¿La mitad?

    - Sí, cincuenta mil. ¿Tiene alguna objeción?

    - No señor… no señor… gracias.

    - Hable con Hunter mañana.

    - Gracias.

    - ¿Y cuándo son las elecciones locales?

    - En julio del año entrante.

    - Bien. Y por ahora, ¿no me diga que apoya a Obama?

    - En realidad… en realidad solo en público. Pero yo espero que no gane.

    - Entonces cree que la Senadora Clinton es mejor…

    - No… no creo eso. Además es mujer. Creo que las mujeres todavía no están preparadas para gobernar.

    - Los negros sí.

    - Menos. Menos.

    - ¿Entonces?

    - Las encuestas favorecen a Obama en el nivel nacional. Va a ganar.

    - ¿Un negro presidente? Suena ridículo. Un negro presidente de los Estados Unidos de América.

    - Sí. El pastor Wildflank dice que es un castigo de Dios por tanta pornografía. Está orando fervientemente a Dios para que perdone nuestros pecados y no nos castigue de manera tan drástica.

    - Ese pastor Wild… no sé qué, me tiene harto. Tiene cada teoría digna del más insigne idiota. Castigo de Dios es haber tenido de presidente al señor Bush hijo. Eso sí ha sido un castigo.

    - Sí, todos creímos que iba a ser mejor que su padre.

    - Pero… castigo o no, no creo que ese muchacho pueda gobernar.

    - Y es que, como dice el Pastor Wildflank, es musulmán.

    - ¿Musulmán?

    - Sí. Con solo ver como se llama. Pero además, no es estadounidense. Nació fuera de los Estados Unidos.

    - ¿También dice eso el Pastor?

    - No, eso lo escuché en el programa de radio de Rush Limbaugh.

    - Como sea. Tus fuentes son poco convencionales. Pero entonces, ¿por qué no apoya al senador McCain?

    - Soy demócrata después de todo.

    - McCain es un patriota, graduado de La Academia Naval, aviador, piloto de caza bombardero, prisionero torturado por los norvietnamitas durante la Guerra de Vietnam. Un hombre a quien mantuvieron preso y torturaron durante seis años, detenido desde 1967 hasta 1973, sufriendo episodios de torturas y aún así se negó a una oferta para repatriarlo antes de que se cumpliera su tiempo de servicio; sus heridas de guerra lo dejaron con limitaciones físicas permanentes. Un héroe, diputado por dos períodos y senador desde 1986. Es la clase de persona que ocupamos en la presidencia. Además, es un hombre con criterios propios. Hay que ser ciego para no ver eso.

    - Sí… lo sé.

    - Obama en cambio, no tiene experiencia. Apenas estaba comenzando a ser senador.

    - Todo lo que me dice es cierto. Creo que votaré por McCain, pero no lo puedo hacer público.

    - Bueno, piénselo. Y ahora, disculpe, necesito estar a solas… tengo que hablar con Hunter y además ya casi es la hora del noticiero. Buenas tardes…

    El Alcalde se puso su gorra de beisbolista y despidiéndose se alejó moviendo la cabeza. El viejo zorro lo había sorprendido de nuevo. Era

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