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El pueblo de los horrores: El pueblo de los horrores
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El pueblo de los horrores: El pueblo de los horrores
Libro electrónico83 páginas48 minutos

El pueblo de los horrores: El pueblo de los horrores

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Información de este libro electrónico

Diana y su madre van camino a las montañas cuando las sorprende una fuerte tormenta. De pronto, un animal blanco de ojos brillantes se les atraviesa. Para no atropellarlo, la madre de Diana da un volantazo y el auto sale de la carretera. Con el auto averiado, madre e hija no tienen más opción que ir a pie a una pequeña población llamada Espíritus d
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 ene 2022
ISBN9786076219331
El pueblo de los horrores: El pueblo de los horrores
Autor

Jordi Sierra i Fabra

Jordi Sierra i Fabra (Barcelona, España) cuando era niño, solía escuchar por la radio los cuentos de un famoso escritor. De grande, Jordi se hizo amigo del escritor e inventó esta historia para rendir homenaje a los secretos que su fabuloso amigo compartió con él.

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    El pueblo de los horrores - Jordi Sierra i Fabra

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    Ojos brillantes en el camino

    Un rayo cruzó el cielo de forma espectacular, como si dibujara un nervio de fuego, blanco y espectral, en mitad del firmamento oscurecido por la tormenta.

    Gracias a él, pudieron ver algo, no demasiado.

    Su retumbo fue lo peor.

    —Mamá, ¿y si paramos hasta que amaine la tempestad?

    La mujer ni la miró. Bastante hacía con ir concentrada en la carretera, apenas visible por la cortina de agua que caía. Los limpiaparabrisas del coche no bastaban.

    —¿Y si lo hacemos en medio de un río y el agua nos arrastra? —justificó su deseo de seguir a toda costa—. Es mejor no pararnos. Cuanto antes dejemos esto atrás, mejor.

    —¿Crees que vamos a dejarlo atrás?

    El coche avanzaba a muy poca velocidad, y desde hacía rato ningún loco se les había cruzado por la carretera. Viajaban solas y perdidas. Eso también lo sabían. Tal vez los postes y las señales de tránsito se hubieran caído, o tal vez ni los habían podido ver por la lluvia y la oscuridad, pero lo cierto era que por allí no se iba a ninguna parte conocida. Estaban en plenas montañas.

    Así que sólo les quedaba seguir, y ver adónde iban a parar.

    —Sea como sea, no quiero detenerme, Diana. Sabes que este coche, cuando se apaga, puede pasarse horas sin reaccionar. Y más mojado de lo que está ahora, no creo que haya estado jamás.

    —Una vez…

    Querían hablar, de lo que fuera, para escuchar, al menos, el sonido de sus voces, pero la aparición resplandeciente de un nuevo rayo las cortó en seco. Fue aún más fascinante y grandioso que los anteriores, porque en vez de caer de arriba abajo, apareció horizontalmente, por encima de las cumbres, como un largo río con infinidad de pequeños afluentes a los lados. La escena habría resultado maravillosa de no ser por la situación.

    —Diana —dijo la mujer con un hilo de voz—. La próxima vez que yo te proponga pasar unas vacaciones acampando en esta época del año, por favor, dime que no.

    —De acuerdo, mamá.

    —Gracias, nena.

    Intercambiaron una mirada de ánimo muy breve, pero suficiente para que en ese espacio de tiempo la conductora dejara de mirar la carretera.

    El nuevo rayo iluminó con su espectral acento el asfalto justo en ese instante.

    Y entonces lo vieron.

    O creyeron verlo.

    Un animal en medio de la carretera.

    Un animal de ojos muy brillantes.

    Un perro, tal vez.

    Y tan sorprendido como ellas por su presencia allí.

    —¡Diana! —gritó la mujer.

    —¡Mamá, cuidado! —gritó la chica.

    Fue instintivo, inevitable. El giro del volante para no atropellarlo apartó al vehículo de su trayectoria. Cuando la mamá quiso rectificar, cometió el error de pisar el freno. Lejos de detenerse o recuperar el sentido del camino, el automóvil patinó, se deslizó de lado sin control.

    Temieron volcar, o salirse de la carretera y chocar contra algún árbol de la cuneta. Las dos se sujetaron de donde y como pudieron, con las dos manos, y el miedo reflejado en sus rostros. El coche acabó dando una vuelta sobre sus cuatro ruedas.

    No volcó.

    Pero sí se salió de la carretera.

    Tampoco hubo impacto, aunque vieron acercarse peligrosa y dramáticamente un árbol hasta que la inercia del vehículo cesó y quedaron varadas a menos de un metro de él, iluminándolo con la luz de los faros.

    Madre e hija se quedaron silenciosas, muy silenciosas, temblando, y con la sensación de que los latidos de sus corazones podían oírse como a 100 kilómetros de distancia.

    —¡Por poco! —suspiró la mujer.

    —¿Qué fue eso?

    —Un perro o algo así, ¡maldita sea! Debí haberlo atropellado. Mejor una abolladura que esto.

    Un rayo más, el enésimo. Sus rostros se llenaron de blancura al ser bañados por su resplandor.

    —Vámonos de aquí, mamá —dijo Diana, suplicante—. Arranca.

    La madre llevó la mano hasta la llave de encendido. Las dos observaron el movimiento con el alma en vilo. La mano se detuvo un segundo antes de hacer girar la llave. En ese segundo, pidieron lo mismo mentalmente.

    Vamos, no nos fastidies, coche, no nos dejes tiradas aquí. ¡Arranca, arranca por lo que más quieras!.

    La llave giró.

    Un esfuerzo inútil.

    Fue como si el sonido resbalara, como si allí dentro, en el cofre, nada estuviera ya dispuesto a trabajar como

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