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Los fantasmas de Fernando
Los fantasmas de Fernando
Los fantasmas de Fernando
Libro electrónico250 páginas3 horas

Los fantasmas de Fernando

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Fernando está convencido de que tiene la peor suerte del mundo: murió su perro, se quedó sin escuela, lo dejó su novia, se fracturó la mano y, para colmo, está por heredar un hotel abandonado que ha pertenecido a la familia de su padre, a quien no ha visto en años y quien se encuentra muy enfermo. Como no tiene nada que perder, decide acompañar a su tía Queta y a su primastra Catalina a Costaverde para recibir la herencia. En medio de aquel viaje, lleno de secretos, recuerdos e historias de fantasmas, Fer desarrollará una amistad que lo cambiará profundamente. Pero nada es lo que parece.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 mar 2019
ISBN9786071659866
Los fantasmas de Fernando

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    Los fantasmas de Fernando - Jaime Alfonso Sandoval

    Tres meses de suerte fatal

    A los quince años mi vida era un completo desastre. Murió mi perro, me quedé sin escuela, mi novia me dejó, me rompí una mano y, para colmo, heredé una propiedad embrujada. Sí, un lugar con todo y fantasmas, además de un catálogo de cosas paranormales. Maravilloso, ¿no? ¡Era lo único que me faltaba! Terminar mi vida como nini y cazafantasmas.

    Voy a explicar cómo llegué a este punto: todo sucedió en lo que yo llamo los tres meses de suerte fatal. Tres meses en los que mi vida perfecta se fue a la basura, completita. Las cosas iban bien cuando, a mediados de abril, se enfermó Domingo, mi perro, que se veía (y olía) igual que un tapete viejo. Era un perro de esos que esperas que siempre estén ahí. Mi papá me lo regaló en mi cumpleaños y luego salió a comprar el periódico. Creo que fue a buscarlo a un puesto de revistas de Novosibirisk, la capital de Siberia, porque no volví a verlo. Cuando sospeché que papá no volvería pronto, le dije al cachorro: Ni modo, te va a tocar ser mi figura paterna, y el perro lamió mi mano y se echó a dormir. Supuse que era su forma de decir: Bueno, pues ya qué.

    Mi papá regalaba cosas usadas, así que el perro también era usado (venía de un albergue), pero estaba bien. Le puse Domingo porque fue el día que desapareció mi papá. Hasta eso, no fue tan mala figura paterna. De Domingo aprendí muchas cosas prácticas, sus tres enseñanzas más grandes y útiles para la vida fueron:

    1) Si algo parece sospechoso, huélelo antes de comerlo.

    2) Si estás nervioso, búscate algo que mordisquear.

    3) Las siestas son indispensables para la vida.

    Domingo me acompañó, pero mientras yo crecía, él se volvía viejo y achacoso. Al final, lo único que hacía era salir de su colchoneta a pescar un rayito de sol en el patio, hasta que un día de lluvia lo que pescó fue una influenza perruna. Lo llevamos con el veterinario y nos dijo que, dada su avanzada edad, lo mejor era dormirlo.

    —De ninguna manera —dije muy firme—. Domingo no es la Bella Durmiente.

    —Pero está muy enfermo y sufre —dijo mi mamá, preocupada.

    —¿Y cuando yo me enferme también me vas a dormir?

    —Por favor, Fernando, ¡las cosas que dices! Esto es distinto.

    —Pues es mi perro y lo voy a cuidar hasta que esté bien —aseguré serio.

    Le di sus medicinas para la fiebre, le conseguí más cobijas y le dejé un calefactor cerca, pero el pobre Domingo nunca mejoró y, cuatro días después, se fue apagando como una velita a la que no le queda cera. La vida se le salió a trocitos en cada respiración y una mañana que volví de la escuela lo encontré muy quieto. Estaba ahí, pero también ya no.

    ¿Lloré? Digamos que todavía lo hago, así que me van a disculpar si dejo correr un velo en este asunto y seguimos adelante, porque ningún lector va a querer leer páginas y páginas sobre un muchacho que llora por su perro. Sólo el que conoce de amores y pérdidas perrunas me entiende.

    Esos días fueron horribles, aunque al menos tenía a Berenice, mi novia de entonces, y un plan de vida: ser músico profesional. Pero ya habían comenzado los tres meses de suerte fatal y yo no lo sabía. Cuando llegó mayo presenté el examen en la Escuela de Iniciación Artística, mi mamá me recomendó que también hiciera el examen en otra prepa normal, para tener opciones, pero no le hice caso. ¡Si le hiciera caso a mi mamá cargaría siempre suéter y paraguas! Tal vez imagina que vivimos en Edimburgo y no en la colonia Escandón.

    No me salvé de la costumbre materna ni siquiera cuando fui a hacer el examen. Ese día llevaba un horrible suéter de Chiconcuac que picaba como si lo hubieran tejido con hormigas en lugar de lana. Pero estaba tan emocionado que ni lo sentí, llevaba un año tomando clases de bajo y guitarra, estaba seguro de que tenía un talento descomunal, el problema fue que había 840 muchachos y muchachas que pensaban lo mismo y todos queríamos uno de los 90 lugares disponibles en la escuela. Hice el examen y di mi audición ante diez profesores con cara de velorio constipado. Fue la mejor tocada de mi vida: Come together, de los Beatles. Terminé sudado (en parte, por el suéter de Chiconcuac) y seguro de que me iban a aceptar.

    Tres semanas después pusieron la lista de los elegidos en la ventana de las oficinas escolares. Desde que llegué vi a una multitud de adolescentes con facha de artistas, casi todos con ojos llorosos, debían ser los rechazados. Pobres, qué triste es no tener talento, pensé. Entre empujones llegué frente al listado. Del apellido Pedraza, saltaba al de Poza, pero no había Pérez. Se me hizo raro porque hay Pérez hasta debajo de las piedras. Leí la lista completa como cinco veces, pero mi nombre, Pérez de Arana Mendoza Fernando, no estaba por ningún lado.

    Imaginé que debía ser un error, tal vez estaba en otra lista de chicos superdotados, así que entré a las oficinas y me dirigí a una secretaria escolar, parecía muy ocupada escribiendo reportes a velocidad supersónica.

    —Buenos días —interrumpí, todavía molesto—. ¿Sabe dónde están las demás listas de los alumnos de nuevo ingreso?

    —La de la ventana es la única lista que hay —la secretaria ni siquiera me miró—. Si no estás ahí, no entraste a esta escuela.

    —¿Puedo hablar con algún maestro? —hice un esfuerzo para no levantar la voz—. Es que me parece que se equivocaron.

    —El resultado es inapelable —dijo ya un poco impaciente—. ¿Sabes qué significa inapelable?

    No sabía, pero imaginé que era largo de aquí y no molestes.

    —Es que no es posible que no me hayan aceptado —me inundó la lengua esa frustración que sabe a moneda vieja—. Tengo mucho talento y llevo un año estudiando guitarra y bajo.

    Por primera vez, la secretaria hizo una pausa y me miró con fijeza.

    —Aquí hay alumnos que empezaron a estudiar piano o violín desde los cinco años —dijo sin burla, pero dolió—, algunos han presentado el examen hasta tres veces. Mejor sigue practicando y vuelve el próximo año.

    Y volvió a teclear como robot, ¡en eso era superdotada!

    ¿Un año? ¡Era demasiado! Salí muy molesto y me entró un sentimiento de salvaje venganza: ¡se iban a arrepentir de haberme rechazado! ¡Iba a demostrar que era un genio!, me rogarían por que volviera. Esa sensación me duró hasta que me di cuenta de que tenía un problema, uno enorme: iba a salir de la secundaria y no tenía otra escuela adónde entrar. Con desesperación busqué en otras escuelas públicas, pero ya habían pasado las fechas de exámenes de ingreso. A todos mis amigos ya los habían aceptado en alguna, a mí no.

    Pero todavía faltaba lo peor: ya estábamos en junio. Yo tenía un montón de problemas que ocultaba en mi casa y un pésimo humor. No sé qué pasó, pero un pequeño pleito con Bere terminó en pelea épica, y al final rompimos. Si algún lector quiere saber detalles de este triste episodio de mi vida amorosa, advierto que tendrá que esperar, ¡estoy en el primer capítulo de este libro! Más adelante, si siguen acompañándome en mis desgracias, prometo que ya con más confianza contaré todo.

    Pero estaba todavía en medio de los tres meses de suerte fatal y las desgracias seguían. El mismo día que rompí con Bere, me caí de la bici y me fracturé la mano izquierda, dos nudillos y la base de la muñeca y, con eso, mis sueños de la salvaje venganza de ser guitarrista exitoso y hasta de repetir el examen dentro de un año en la Escuela de Iniciación Artística se fueron por el pavimento.

    No asistí a mi graduación de fin de cursos; ese día me estaban colocando una férula en la mano (fractura metacarpiana, explicó el doctor en el hospital). Y de regreso a la casa, en el coche, estalló otro problema. Mi madre supo del secreto que ocultaba.

    —¿No estás inscrito en ninguna escuela? —me miró incrédula—. ¡Pero te advertí que vieras otras opciones!

    —Puedo entrar a una prepa particular —sugerí.

    —¿Con qué dinero? ¡No tenemos para una colegiatura! —mi mamá se puso como gris, hasta pensé que se desmayaría y chocaríamos—. Con tus calificaciones no alcanzas para pedir beca. Tu promedio es de siete. Fernando, no puedo creer que seas tan irresponsable…

    En el camino siguió hablando un rato más, quejándose de mí, pero ni siquiera me ofendí, ya no me importaba, ¿qué más podía pasarme? Me había quedado sin perro (mi figura paterna), sin escuela (ni artística ni normal), sin novia (¡la hermosa Bere!), con la mano rota (el mundo de la música había perdido una estrella).

    ¿Deprimido? Digamos que ese día entré a mi cuarto decidido a quedarme en la cama hasta que germinara una nueva especie de hongos entre mis sábanas o un meteorito despistado se estrellara contra la Tierra, lo primero que sucediera.

    Tenía 15 años y todo había terminado para mí… aunque los lectores atentos recordarán que mencioné un sitio encantado, pues bien, eso lo voy a explicar más adelante: fue el colmo de la suerte fatal.

    Adolescencia

    Los japoneses son expertos en inventar y clasificar cosas. Tienen hasta un término para los muchachos (en general son hombres) que deciden encerrarse en su habitación y no salir por meses o incluso por años. Les dicen hikokomori, y sus padres deben mantenerlos, llevarles comida y lo que necesiten. Estos jóvenes permanecen encerrados por voluntad propia y se conectan al mundo por computadora o celular. Pues bien, ese mes yo decidí ser el hikokomori oficial de la colonia Escandón. Tenía todo listo: mi compu, mi teléfono desde donde enviaba un promedio de cinco mensajes por hora a Bere suplicando que volviéramos y un montón de pañuelos desechables para llorar a gusto por mis desgracias. Calculé que iba a estar encerrado el resto de mi vida.

    Llevaba sólo cinco días como hikokomori cuando mi mamá entró a hablar conmigo. Era la primera vez que me dirigía la palabra después de nuestra discusión cuando salimos del hospital.

    —Fernando, no puedes estar aquí todo el día —abrió la ventana para despejar los olores hikokomorescos.

    —Sí puedo… no tengo nada qué hacer —gemí envuelto entre las cobijas—. Voy a quedarme encerrado hasta que muera de hambre.

    —Eso va a estar difícil porque comes papitas todo el día —recogió algunas envolturas—. Si sigues comiendo chatarra te vas a poner gordo.

    Tuve un chispazo de ilusión: ¿y si me volvía gordo como un fenómeno de circo? Tal vez si me esforzaba en comer papitas podría llegar a los 300 kilos, entonces sería imposible salir por el marco de la puerta y quedaría atrapado en el cuarto, la excusa perfecta para una vida de encierro. Podría mantenerme vendiendo entrevistas o ser un youtuber que da consejos a otros gordos.

    —¿Esto es sangre? —mi mamá levantó un pañuelo desechable.

    —De la nariz —expliqué de inmediato—. A veces me pasa, ojalá me hubiera desangrado hasta morir.

    Mi mamá suspiró, apartó mi ropa sucia de una silla para poder sentarse. En el piso estaba mi guitarra eléctrica (que nunca volvería a tocar) y varios tenis amontonados.

    —Hijo, tienes que poner de tu parte. Si sigues así nunca te vas a sentir mejor. A ver, ¿hace cuánto que no te bañas?

    Me encogí de hombros. Era lo que menos me importaba. Por mí, ojalá me diera lepra, sarampión y moquillo al mismo tiempo.

    —Si te ves bien, te vas a sentir bien, aunque sea un poquito —explicó mi mamá—. También necesitas cortarte el pelo, mira esta mata, pareces limosnero.

    —Al menos ellos ganan dinero —dije hasta con envidia—. Yo soy un inútil.

    —Hijo, por favor —tomó mucho aire, como si hubiera partículas de paciencia flotando por ahí—. Sólo estás pasando por un mal momento. Además, adivina, te tengo una muy buena noticia.

    —¿Habló Bere? —me incorporé en la cama con repentina emoción—. ¿Vino a verme? ¿Bere está aquí? ¿Qué dijo?

    —No… es… otra cosa, pero te va a gustar, es algo muy útil —sacó algo del bolsillo.

    De inmediato desconfié, cuando las mamás dicen que algo es útil, están pensando en ellas mismas o es algo muy, pero muy aburrido. Me pasó el folleto de una escuela llamada English Forever!, se veía la torre del Big Ben y la estatua de la Libertad y la cara de la reina de Inglaterra.

    —Creo que puedo pagarte esto —explicó—. Podrías tomar clases mientras consigues inscribirte en alguna prepa oficial. Además el inglés sirve para todo. ¿Cómo ves?

    —No pienso salir de mi retiro para estudiar pollito-chicken —volví a meterme entre las cobijas—. Olvídalo, no inviertas en un hijo fracasado.

    Mi mamá parpadeó con la velocidad de un aleteo de colibrí nervioso; hace eso cuando ya se le acabó la paciencia.

    —Bien, como quieras —dijo ya molesta—. Pero ni creas que voy a recoger tu basura o tu ropa sucia, ¡a ver cuánto tiempo aguantas oliendo a chiquero! Y tampoco voy a traerte comida hasta que salgas. ¿Me oyes, Fernando?

    —Ya oí… piensas matarme de hambre, eres una madre sin corazón.

    —Si quieres comer, ve a la cocina, como cualquier persona —suspiró.

    No respondí. Estaba de malas.

    —¡Estos muchachitos de hoy! —salió del cuarto—. Tienen una dificultad y se les acaba el mundo, ¡todo es drama!

    Pues muy mi drama, pensé, no estaba invitando a nadie a que lo compartiera. Sólo existía alguien que me hubiera ayudado en ese momento… Bere. De todas las desgracias que me habían pasado en los tres meses de suerte fatal, la peor fue quedarme sin novia. Nunca había sentido tanto dolor, era como si mi corazón lo llenaran de chilito y limón y luego un ejército de pirañas lo masticara. Sé que no fui buen novio, pero al menos merecía una llamada.

    Bere, Bere, Bere. No dejaba de repetir su nombre y de enviarle mensajes de texto, pero no respondía. ¿Me habría bloqueado? Era lo más seguro. Con la mano inmóvil e hinchada dentro de la férula, me tapé la cabeza con la cobija y escuché cómo caían al suelo los folletos de English Forever! Ahí los dejaría… forever.

    Pero mi madre no era tan mala como para dejarme sin comer. En los días siguientes apareció en la puerta una charola con un sándwich, ensalada, verduras cocidas y agua, nada de refresco ni pastel o más papitas, fue su venganza: si no quería salir del cuarto, comería lo que ella decidiera.

    A veces oía conversaciones detrás de la puerta.

    —… es que dile algo —dijo mi madre entre murmullos.

    —Pero, Lulú, ¿qué quieres que le diga? —respondió la

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