El abismo: Asomos al terror hecho en México
Por Rodolfo J.M.
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Una muestra del amplio registro de la literatura de terror mexicana. Ficciones que van del terror gótico al psicológico sin descuidar la forma. Autores que se han hecho un nombre en otros géneros invitan a asomarse al borde del abismo, donde moran las más atemorizantes desviaciones de la conducta y las bestias negras que acuden a las pesadillas.
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El abismo - Rodolfo J.M.
C.V.
Presentación
SI TUVIÉRAMOS que señalar la emoción humana más profunda, y la más básica, tendríamos que decir que se trata del miedo. A lo desconocido, a la muerte, a la enfermedad, a la oscuridad y al dolor, a los demonios de este mundo y del sueño. Las primeras historias que se contaron alrededor de la hoguera, y que se reprodujeron en las paredes de cavernas, en pieles de animales y estatuas de arcilla, se encargaron de transmitir a generaciones el conocimiento. Fueron la principal herramienta con que contaron los pueblos para explicarse tanto el universo como su propio lugar en él. Y en el centro de esas historias, inconfundible, desvergonzado: el miedo. Mejor dicho: el terror, aquello concebido para provocar miedo. Un breve vistazo a las distintas religiones del mundo nos lo confirmará: en las historias que integran sus cimientos habita el terror, pero no como ficción o literatura, mucho menos como entretenimiento, sino como manifestación de algo más poderoso, algo a medio camino de este mundo y el otro, el mundo de lo sagrado y lo terrible, el mundo de lo sobrenatural.
La literatura fantástica, familia en la que por comodidad se ha incluido a los relatos de terror, es a decir de Roger Caillois una invención relativamente tardía de la literatura culta
. Vale la pena señalar que el periodo histórico al que se refiere esa invención
se ubica a finales del siglo XVIII, el siglo de las luces. Es en medio de este auge enciclopédico y del pensamiento científico que la novela gótica comienza a incorporar a la tradición literaria los elementos del terror sobrenatural, que en plena época de la razón representaba uno de los discursos del sinsentido, es decir, del mal. Así, el hombre bestia, la casa encantada, los fantasmas y los seres poseedores de conocimiento prohibido, como brujas y magos, no solo no fueron exorcizados ni explicados satisfactoriamente por la ilustración; al contrario, tomaron fuerza, se convirtieron en sus inseparables sombras. Si la realidad era el terreno iluminado por la razón, el continente que quedaba a oscuras se reveló más grande, amenazante, y poblado por monstruos.
En el siglo XX tuvieron lugar algunos de los acontecimientos más importantes y terribles que ha conocido la humanidad. Época rica en revoluciones y conflictos, también trajo consigo una nueva forma de imaginar el mal. Influidos por escritores como Arthur Machen, Lord Dunsany, Edgar Allan Poe, y las pulp magazines de la edad de oro de la ciencia ficción, un grupo de escritores comandados por Howard Phillips Lovecraft describió en Los mitos de Cthulhu no un mundo amenazado por lo sobrenatural sino un universo irracional, inhumano, y por lo tanto maligno. Los viajes en el tiempo, la posibilidad de vida alienígena, las dimensiones alternativas y los mundos paralelos, permitieron inaugurar el terror cósmico, o materialista, como le llamó el mismo Lovecraft. Cambiaba el nombre, pero el concepto no. Las nuevas tecnologías y el pensamiento moderno solo permitieron demostrar que el continente de lo desconocido era aún más grande de lo que se creía.
Resulta significativo pensar que el cuento contemporáneo, cuya estructura domina hasta nuestros días, haya nacido con la obra de Edgar Allan Poe y Horacio Quiroga, escritores considerados de terror
. También es significativo que la mitología inaugurada por Lovecraft sea una de las más atractivas e influyentes no s0lo de la literatura sino de la cultura popular.
Algo similar sucede con la obra de Stephen King. Los miedos y deseos de la clase industrial trabajadora que vive en los suburbios estadounidenses, se alimenta de comida chatarra y melodías pop, son la materia prima de la cual abrevó King. El mal que acecha en su obra es sobrenatural muchas veces, cósmico en otras, pero en todos los casos se presenta mezclado con los horrores cotidianos: el crimen urbano, la guerra, el racismo, el desempleo. En las historias de King el monstruo puede ser un vampiro o un alienígena, pero vive en el mismo barrio que nuestros seres queridos. Peor aún, su apariencia es la de cualquier vecino. No es de extrañar que sea el escritor con mayor cantidad de obras adaptadas al cine, o que se le considere un fenómeno de masas como lo podría ser un grupo de rock o una serie de televisión.
Pero más importante que cualquier controversia o prejuicio, sobresale el interés de la gente por las historias de terror. Por conocerlas, contarlas y transmitirlas. Admitámoslo: de cuando en cuando nos gusta sentir miedo.
Si bien es posible distinguir con claridad una estirpe de autores que han cultivado exclusiva y constantemente la narrativa de terror, sobre todo en los países de habla inglesa, también es posible encontrar sus huellas en otras geografías. En México, un país donde históricamente los escritores se han caracterizado por su tendencia al costumbrismo, hay también una constante macabra que se refleja no solo en la narrativa sino en la poesía e incuso en la pintura. Tenemos a nuestros escritores excéntricos
, esa lista que incluye entre otros a Juan José Arreola, Amparo Dávila, Francisco Tario, y Guadalupe Dueñas. Todos ellos escribieron al menos un relato de terror. Pero también Carlos Fuen tes, José Emilio Pacheco, Elena Garro, Juan Rulfo, Sergio Pitol, Salvador Elizondo, e incluso Octavio Paz, escribieron obras que podrían enmarcarse dentro de la literatura de terror. Tal vez no tenemos un autor al que se identifique totalmente con el género, pero es difícil pensar en uno que no haya escrito un texto en el que la inminencia del mal —sobrenatural o cósmico—, de la sinrazón y la locura, no fuesen protagonistas.
En los autores nacidos a partir de 1960, como todos los incluidos en este libro, la práctica de narrar historias macabras se ha presentado con mayor constancia. Es, podría decirse, un signo de los tiempos: el cine, el cómic, los videojuegos, e incluso ciertos tipos de música (del rockabilly al rock gótico), han hecho del terror tanto su parque de juegos como su laboratorio de experimentación. El mejor ejemplo de esto lo encontramos en la figura del muerto viviente, ya sea zombie o vampiro, que el cine ha utilizado como metáfora ideal para expresar los males de la sociedad, desde el consumismo y las enfermedades de transmisión sexual hasta los diferentes tipos de depredación humana.
Ya no nos reunimos alrededor de la hoguera para contar historias, pero el ritual se conserva frente a la pantalla del cine, el televisor o la computadora. Ahí estamos, intercambiando historias en las que aparecen una y otra vez las siluetas de nuestros miedos y nuestros deseos, en especial los más oscuros.
Todos los escritores que participan en esta colección crecieron con un televisor en casa y al menos una vez vieron alguna adaptación de Don Juan Tenorio, pero también algún capítulo de Dimensión desconocida. Todos ellos conocen las películas de monstruos e insectos gigantes que pasaban en televisión las matinés de los domingos; también conocen las películas de John Carpenter, Wes Craven, Tobe Hopper y Carlos Enrique Taboada. Se trata de escritores que saben lo que es un Halloween, y quizá hasta hayan asistido en alguna ocasión a una fiesta de disfraces, pero sin duda también han montado una ofrenda de día de muertos y han comido calaveritas de azúcar; son autores que de una forma u otra han dedicado parte de su carrera a explorar el miedo, el terror.
Como en toda compilación, en esta hay ausencias lamentables; por ejemplo: Ricardo Bernal, José Luis Zárate o Mario Cruz. Auténticos outsiders y tres de los autores que con mayor consistencia han cultivado el género. La buena noticia es la inclusión de nuevos
autores que han apostado por la literatura de imaginación y que han sabido incorporar el terror en su caja de herramientas.
La presente selección es también prueba de que muchas de las propuestas más imaginativas e innovadoras de la literatura nacional contemporánea suelen alojarse allí, bajo la estorbosa etiqueta de subgénero
que ronda a quien se atreve a escribir historias de ciencia ficción o de terror. Estigma que, por cierto, cada vez importa menos. Nada tan lejano como la idea de copiar las historias, los personajes o las fórmulas de los autores extranjeros, y tropicalizarlos a un México del siglo XXI. Las historias que se narran aquí poseen la originalidad y calidad suficientes para demostrar que no estamos ante ninguna moda, sino ante una literatura de imaginación vigorosa, diversa, y de particular gusto por lo macabro.
Basta de preámbulos. Queda el lector en compañía de estas historias donde reina la penumbra. Que la seguridad de estar al otro lado de la hoja impresa le permita observar el abismo. Pero tenga cuidado. El abismo podría devolverle la mirada.
RODOLFO J. M.
Palabras oscuras
CARLOS ALVAHUANTE
De cuando en cuando en la literatura mexicana aparecen autores cuya obra se desmarca de los temas y estilos de sus contemporáneos. Carlos Alvahuante (Sonora, 1978) es uno de ellos. Escritor y guionista de cine, Carlos ha enfilado su camino por las rutas de la ciencia ficción y el terror sobrenatural. Su cuento Palabras oscuras
, una originalísima historia de amores desesperados y magia negra, obtuvo el Premio Nacional de Cuento Criaturas de la Noche en 2009. Ese mismo año obtuvo el Premio Nacional de Cuento de Ciencia Ficción Las Cuatro Esquinas del Universo, y su libro de cuentos La ciénaga de los sueños obtuvo mención honorífica en el Premio Nacional de Literatura Joven Salvador Gallardo Dávalos. Es guionista de 10:15
, multipremiado cortometraje que mezcla el terror y la ciencia ficción incluido en la colección del IMCINE La vida en corto, vol. 1. Palabras oscuras
se publicó por primera vez en 2009 por el Instituto Coahuliense de Cultura.
LAS NUBES negras habían surgido de la nada. Se extendieron por el cielo hasta hacer de la noche una nueva noche sin luna ni constelaciones. En las cien hectáreas del rancho, la atmósfera se cargó de electricidad.
Iván, boca arriba y con las cobijas hasta el pecho, movió la cabeza sobre la almohada. La casa, la única en aquellos parajes, se llenó de sombras. Iván apretó los párpados y dejó escapar un quejido inconsciente. Los relámpagos iluminaban los juguetes que había en la habitación.
—No —dijo Iván. Se llevó las manos al abdomen y se encogió sobre sí mismo.
Las gotas de lluvia comenzaron a escurrirse en la ventana formando una cortina de holanes transparentes.
—¡No! —gritó Iván mientras estiraba las piernas y los brazos solo para volverlos a flexionar segundos después. Su cara revelaba un sufrimiento terrible. Más de lo que cualquier niño de ocho años podía soportar.
Sobre la repisa, un soldado de juguete se fue hacia adelante. A los pocos momentos acabó en el piso. Iván se revolvió en la cama y pateó las cobijas hasta tirarlas. Los músculos de su cuello se encontraban tirantes, a punto del rompimiento. El sudor le empapaba la frente.
Alrededor de la casa de dos pisos, los árboles se volvían astillas ante el impacto de los rayos.
La cama empezó a vibrar. Las patas golpeteaban el suelo a una velocidad extraordinaria. La cabecera se azotaba contra la pared como en un terremoto de gran magnitud. Los juguetes de la repisa se cayeron por sí solos. Una cuarteadura recorrió la ventana simulando una gráfica ascendente. Los relámpagos se sucedieron cada vez más rápido. Más rápido. Más rápido. La ventana explotó: los cristales volaron en abanico y se diseminaron por la habitación al mismo tiempo que Iván despertaba con un movimiento brusco.
Se sentó en la cama.
Y todo quedó en silencio.
—¿Mamá?
La lluvia había amainado de repente.
—¿Papá?
Se había convertido en una llovizna, con unos cuantos relámpagos ocasionales.
—¿Mamá?
Respirando con agitación, miró los juguetes caídos. La ventana rota. Las semipenumbras. Se le contrajo el estómago. Algo no andaba bien. Lo que le pareció más alarmante fue que sus padres no estuvieran ahí, junto a él, para explicarle qué había pasado. Para protegerlo.
—¿Papá?
Se bajó de la cama, pero en cuanto sus pies tocaron el piso sintió un ramalazo de dolor en la planta del pie izquierdo. Haciendo equilibrio, levantó el pie apenas lo suficiente como para alcanzar a ver el triángulo de vidrio que se le había incrustado muy cerca del talón. Intentó retirarlo, pero el dolor lo obligó a desistir.
Cojeó hasta el apagador de la luz. Insistió durante varios segundos, los necesarios para convencerse de que sus intentos eran inútiles: no había corriente eléctrica. Se fue apoyando en la pared hasta llegar a la puerta. La abrió despacio, temeroso de lo que pudiera haber en el pasillo.
—¿Mamá?
Era una casa antigua. El pasillo iba de un extremo a otro de la planta alta como una arteria principal, en la que desembocaban pasillos menores y la entrada hacia cada uno de los seis cuartos. Había un par de tragaluces por donde los relámpagos, como un estroboscopio, iluminaban el pasillo y le daban un aire terrorífico: telarañas, manchas de humedad en las paredes, los cuadros ladeados, las lámparas de techo apagadas y oscilantes ante el impulso del viento.
Iván avanzaba a tientas, a la espera del siguiente relámpago que le indicara el camino a seguir.
—¿Mamá, papá, dónde están? —gritó con un tono de voz muy cercano a la histeria.
No hubo respuesta, solo el tamborileo de la llovizna en los tragaluces. Aprovechó la luz de un nuevo relámpago para cojear aprisa. De pronto oyó algo. Se paró en seco.
—¿Mamá?
De nuevo lo oyó: un alarido. Era de una mujer. La intensidad con la que gritaba era tal que parecía que le estuvieran arrancando las piernas.
—¿Ma… má? —preguntó, mientras la boca se le secaba: creyó haber reconocido la voz de su madre.
—¡No, por favor! ¡Ya no! —esta vez el alarido era una mezcla inteligible de agonía y llanto.
Sintió un vacío en el pecho. Estaba seguro de que era su madre quien había gritado de esa manera. La idea de que alguien pudiera estarla torturando le provocó náuseas.
—¿Mamá?
Corrió por el pasillo sin que le importara la oscuridad, la herida en el pie o el no saber a qué se estaba enfrentando.
Abrió la puerta con tanta fuerza que la chapa dio un golpe contra la pared. Se internó unos cuantos pasos en la recámara de sus padres e hizo un recorrido visual: la ventana rota, la cama vacía, las sábanas y las cobijas en el suelo, la lámpara de buró colgando del cable como un hueso desprendido del mobiliario.
—Iván —el susurro procedía del hueco entre el tocador y el clóset. El susurro lloraba.
Cojeó hacia allá con los músculos tensos, listo para emprender la huida de ser necesario.
—Iván —volvió a escucharse el susurro.
Gracias a la luz de un relámpago, descubrió a su madre sentada en el suelo, con la espalda contra la pared. Vestía un camisón blanco. Se abrazaba las piernas y miraba enloquecida hacia todos lados.
—Mamá, ¿qué tienes?
El cabello enmarañado le ocultaba parte de la cara.
—Tu papá…
—¿Qué, mi papá qué?
La mujer lo miró y tragó saliva.
—Ya no… ya no puedo más.
La mujer gritó. Se contorsionaba como si hubiera pasado una descarga eléctrica por su cuerpo. Iván no supo qué hacer. Lo único que se le ocurrió fue extender una mano. Justo en ese momento un relámpago le permitió ver con mayor detalle lo que sucedía: su madre tenía una capa blanca sobre los ojos. Sus brazos y piernas se movían de una forma antinatural creando ángulos imposibles. Horrorizado, Iván abrió mucho los ojos. Retiró la mano y comenzó a retroceder en busca de la salida.
—¡Por favor… ya no! —gritó la mujer. Luego echó la cabeza hacia atrás hasta adquirir