Frecuencia Júpiter
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Comentarios para Frecuencia Júpiter
7 clasificaciones1 comentario
- Calificación: 1 de 5 estrellas1/5¡Vaya historia basura! Sorprendente que haya ganado un premio, si esto era lo menos peor... ??
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Frecuencia Júpiter - Martha Riva Palacio Obón
1
HE VISTO TRES SIMULACROS del fin del mundo.
El primero fue cuando se abrió uno de los siete sellos del apocalipsis y los elefantes del circo dejaron de hablarme. Tal y como Eva había vaticinado que sucedería mientras rezábamos junto a su cama.
Dicen que cuando estás en coma puedes escuchar todo lo que sucede a tu alrededor. Al principio, en la ambulancia, así era. Veía un remolino de caras. Caras rojas y blancas de paramédicos que gritaban que alguien estaba perdiendo mucha sangre. Tal vez yo no estaba realmente en coma. Tal vez aún no. Pero luego la luz neón en el techo del hospital explotó y me succionó hacia arriba.
Ahora, en esta zona, en esta réplica de una ciudad desierta solo me llega un rumor ronco que se filtra por la entrada de las estaciones del metro. Distrito Federal de fayuca. ¡Qué poca imaginación tengo! Cada vez me cuesta más recordar que mi cuerpo está allá abajo, en una camilla, sumergido en el caos de una sala de urgencias. Abajo, en el frenesí de la ciudad real. Aquí lo único que escucho es el zumbido de la sirena de niebla de la UVB-76 que rebota contra los edificios vacíos de mi versión personal de calzada de Tlalpan. UVB-76. Buzzer, zumbador. Las trompetas del apocalipsis han sido reemplazadas por la transmisión en línea de una estación soviética en medio de la nada. Sirena de niebla contra nubes radioactivas. Suena a Guerra Fría.
—¿No que ibas a buscar universidades?
Me quito los audífonos y miro con enojo a Irene, que está parada junto a mi mesa.
—Estoy descansando. —¿Por qué últimamente todos necesitan que les recuerde que tengo derecho a hacer lo que se me dé la gana con mi tiempo? Irene insiste:
—Te dejé conectarte porque dijiste que ibas a investigar… —No la dejo seguir. Hoy no estoy de ánimo.
—Me dejaste conectarme porque te compré un café, soy tu cliente.
—La neta, Emilia, ¿por qué no buscas chamba?
—Ya tengo chamba.
—Traducir artículos para tu papá no cuenta.
—Me paga, ¿no?
—Sigue sin contar.
—¿Puedo trabajar contigo?
—No.
—¿Por qué no?
—No me alcanza.
—¿No te alcanza o no quieres que Esteban se enoje contigo?
Vuelvo a ponerme los audífonos. Irene se acomoda el fleco morado detrás de la oreja y mira la pantalla de la compu por encima de mi hombro.
—¿No te hartas de oír esa madre?
—¿No tienes que ir a preparar un capuchino o algo?
—Si extrañas a Matías, mejor háblale. Así no se va a dar cuenta.
—No chingues.
Subo el volumen. Intento concentrarme en la transmisión del zumbador pero no puedo. Suena el teléfono. Miro de reojo que Irene contesta y toma una orden. No debería enojarme con ella. Después de todo es mi mejor amiga. Mi única amiga en realidad. Pero alucino que siempre me haga sentir como una idiota. Solo porque tiene veinte, y yo, diecisiete cree que puede decirme qué debo hacer. Si no fuera porque Esteban está en uno de sus días malos, me largaría a mi departamento.
Tengo un papá bueno y un papá malo.
Cambia según las fases de la luna y según cómo salga del Salón Corona. Pero no es porque bebe, es otra cosa. Si las mejores pláticas nos las hemos echado en el momento culminante de algunas de sus borracheras. Cuando sus ojos y sus mejillas brillan y en verdad parece el profeta que pensé que era cuando tenía nueve años. Parece, nada más.
Papá-falso-profeta.
Hoy no se ilumina. Hoy se siente frustrado; le pidieron que despidiera a uno de los reporteros de su sección. Y tuvo que hacerlo. No porque estuviera de acuerdo sino porque le da miedo que también lo corran. No quiere que yo busque un trabajo de tiempo completo. Quiere que me concentre en entrar a la universidad. No entiende que todavía no sé qué quiero. Es nefasto que te exijan decidir en menos de un año lo que quieres ser para el resto de tu vida. Si ni siquiera sé quién soy en este momento. Esteban, no me uses de pretexto. No quieres moverte de tu trabajo porque tampoco tienes a donde ir. Yo no soy tu único lastre.
Ya no quiero pensar en esto. Ahorita sigo en la calle de Regina, en la cafetería instalada en el patio de nuestro edificio, y todavía tengo todo el verano por delante. Intento fingir que no me importa pelear con mi amiga mientras continúo escuchando la UVB-76. Ahora están transmitiendo en código morse. ¿Por qué Irene tenía que recordarme a Matías? Él está en Chile, con su novia. Ni siquiera se acuerda de que nos besamos. Ni de que escuchamos juntos a Júpiter.
Sonrío.
Tampoco es que yo me quedara esperándolo. Bajo la mesa, algo papalotea entre mis piernas. Sube hasta mi mano izquierda. Mi pelo se eriza. Al voltear descubro que una mariposa negra aletea en mi regazo. Es muy grande. Se lanza contra mí. La laptop cae al piso. Grito. Me refugio tras la barra. Grito. Irene me dice que ya se fue. La mariposa. Vuela hacia arriba. Quizá se mete en uno de los departamentos. Puede ser el mío. Grito. Me lavo las manos. Sigo sintiendo que la traigo pegada. Rastro indeleble de escamas diminutas. Grito. Me pasan un vaso de agua. Dejo de gritar. Irene me acaricia el pelo, lo acomoda.
Ella siempre se ríe de que escuche el zumbador. No entiende por qué es tan importante para mí. Tampoco sabe que tiene que ver con más cosas que con Matías. Pero nunca se ha burlado cuando me pongo mal con las mariposas. No debí molestarme con ella. Después del caos, reviso mi laptop. Por fortuna está bien. Si no, Esteban me mataría. Solo tiene un rayón en una orilla.
Dos mujeres entran a la cafetería. Una de ellas, morena, alta, guapa, viene hacia mí. Es Lía. Una de las amigas de Esteban. Trabaja para una ONG de Derechos Humanos. Si Foucault y una top model hubieran tenido una hija, esa sería Lía. Es la única persona que conozco que puede tuitear sobre el dispositivo Panóptico al mismo tiempo que platica de lo que vendrá para la temporada Otoño-Invierno del 2045. Mi papá siempre la está molestando porque el armazón de sus lentes es de marca. A Lía le vale, solo se encoge de hombros.
Me gustan mis lentes.
Miro a la otra mujer. No la conozco. Está vestida de negro. Debe de tener como cincuenta años o más. Su mirada es dura. Nos atraviesa como si fuéramos espectros. ¿Qué le habrá pasado? Mi pelo sigue erizado. Ya no sé si es por la mujer o por la mariposa. Lía nos saluda. Se oyen pasos y voces. Ella voltea tensa hacia el portón que da a la calle. Una pareja entra y se sienta en una de las mesas de la cafetería.