Orfeo
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Orfeo - Martha Riva Palacio Obón
uno.
DONDE DESCUBRO EL INFINITO
El sonido de los campos de ki en Marte.
Las canciones que me enseñaron los viejos de la caravana mientras cruzábamos por el Paso de Tharsis. Nuestras dos lunas, la noche que vi el fuego y los biodomos que apenas consiguen protegernos de las tormentas de arena. Hay días en el Magreb Rojo en los que el horizonte se borra y no es posible distinguir entre arriba y abajo. También allá nos da vértigo, lo llamamos el Gran Mal: un día tu mente se quiebra y caminas sin rumbo hasta que se te acaba el oxígeno. El horror de lo homogéneo. Lo que nos angustia no es que las dunas sean iguales sino que parecen no tener límite.
Debí hablarte sobre esto, Eurídice, pero era la primera vez que venías a verme y, cuando me preguntaste en qué estaba pensando, me dio pena decirte que extrañaba el desierto. ¿Quién podría extrañar el desierto cuando nos encontramos navegando hacia la Tierra del Sol?
Preferí hablarte sobre los vórtices de plasma y de cómo estudiamos la estructura de nuestra estrella traduciendo en sonido las ondas que sacuden su superficie.
Tú te acurrucaste en mi saco de dormir y me pediste que te compartiera algunas de mis grabaciones. Estabas exhausta. Habías pasado casi todo el turno trabajando afuera con tu equipo de mantenimiento y aún te sentías suspendida en medio de esta inmensidad en la que ya ni siquiera es posible distinguir claramente nuestro mundo. Todo lo que conocemos se encuentra a millones de kilómetros de nosotros.
Debí hablarte sobre el vértigo pero no quería ahuyentarte.
Tú querías que te llenara la cabeza de ruido y a mí no me importó guardar silencio mientras escuchabas mis grabaciones. Antes de que llegaras a verme al final de ese turno, lo único que quería era estar de vuelta en el Magreb. Hemos crecido en confinamiento y no importa qué tan grandes sean los biodomos que construimos, nunca podremos quitarnos de encima la sensación de encierro. Cruzamos con nuestras caravanas por valles y cañones tan grandes que no es posible abarcarlos con la vista, pero aun así nunca podremos apreciarlos de cerca. Dices que hubo una época en la que podíamos respirar directamente la atmósfera del mundo en el que habitábamos, aunque yo sólo recuerdo haber vivido siempre dentro de un paréntesis de aire en medio del vacío. Pero tenemos un mundo, y el saber que es nuestro nos ayuda a combatir la claustrofobia.
Aquí no hay nada a lo que uno pueda anclarse.
El Sol brilla rodeado de materia oscura y no tiene sentido medir nuestro tiempo en función del día y de la noche. Aquí es fácil olvidarse del tiempo y perderse en un ciclo infinito en el que un turno sucede a otro sin que recuerdes ya cuál es el sentido de todo.
Así fue como nos encontramos, atrapados en este capullo de metal en medio de la nada. Primero tu cabello, después tu voz y por último tus manos recargadas sobre la mesa del comedor. También era la primera vez que salías de Marte. Que ese turno aparecieras en mi cabina evitó que me fuera a la deriva.
Cuando se terminó la lista de reproducción, me pediste que la pusiera de nuevo y volviste a cerrar los ojos. Me acosté a tu lado y nos arrullamos con la sinfonía de los millones de partículas de viento solar que se degradaban entre las velas magnéticas del Argos. Aquí he escuchado tempestades que parecen haber sido creadas por genios tan antiguos como los que dices que habitan en Gea.
Después de esa primera vez que dormimos juntos, se volvió costumbre que aparecieras en mi cabina al final del turno. Te metías en mi saco de dormir y me pedías que te mostrara las grabaciones que había realizado en el observatorio. Escuchar al Sol cobró para nosotros un nuevo sentido.
Nunca imaginé que el estruendo de nuestra estrella alimentaría tu vértigo a tal grado que lo único en lo que podrías pensar sería en el abismo y en lo frágiles que te parecían los muros de nuestra nave. En tus pesadillas, el casco del Argos se desgarraba expulsando todo nuestro