Mal tiempo
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Antonio Malpica
Antonio Malpica es músico, dramaturgo y novelista, además es ingeniero en sistemas. Cuando ya había terminado la carrera de ingeniero, descubrió que le divertía más contar historias. Así que empezó a hacer teatro con su hermano Javier y, luego, a escribir novelas. Hoy tiene publicados más de veinte libros. En Océano El lado oscuro ha publicado: Siete esqueletos decapitados, Nocturno Belfegor, El llamado de la estirpe y El destino y la espada. Ha ganado, entre otros, los premios Barco de vapor y Gran Angular convocados por SM, México; Novela Breve Rosario Castellanos, y el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil Castillo de la Lectura. Antonio Malpica se convirtió, en 2015, en el primer autor mexicano en obtener el Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil.
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Mal tiempo - Antonio Malpica
MAL TIEMPO
MAL TIEMPO
Antonio Malpica
Ilustraciones de Santiago Solís Montes de Oca
Universidad Nacional Autónoma de México
México 2020
Contenido
Santiago Vergara
Por fuerza, una cesantía
La hora en los ojos de los gatos
Cierta aptitud incomprensible
Ephemeroptera
Taquiones y otras vainas
De película
Los Hijos de Saturno
La vida, exactamente la misma
Después de Adán
Augusta cronología
La barrera
Aviso legal
A mis amigos geeks (que son casi todos)
A. M.
La física ha dejado de constituir un devenir
en el espacio de tres dimensiones, para convertirse
en un ser en el universo de cuatro dimensiones.
ALBERT EINSTEIN
Über die spezielle und die allgemeine Relativitätstheorie
—¡Ah! Ahora me lo explico —exclamó el Sombrerero—.
Al Tiempo no le gusta que lo golpeen. Pero, si estuvieses en buenas relaciones con él, haría casi cualquier cosa que quisieses con el Reloj.
LEWIS CARROLL
Alice in Wonderland
Están presente y pasado presentes tal vez en
el futuro, y el futuro en el pasado contenido.
Si está eternamente presente el tiempo
todo, todo el tiempo es irredimible.
T. S. ELIOT
Burnt Norton (Four Quartets)
Santiago Vergara
In memoriam, j.l.b.
No había vuelto a aquel pequeño café de la colonia Roma en por lo menos diecisiete años: el humor debe tener algo de predisposición meditada para obligarnos a hacer cosas como esa. Carlos Orrantia entraba por la puerta y en sus ojos adiviné un presagio; casi lamento haberlo reconocido y más el haberlo llamado a mi mesa. Tardamos en abandonar el cómodo terreno de la plática trivial más tiempo del que para mi gusto era necesario, pero el momento tenía cualidades de lugar común (café expreso, brisa suave, otoño) y descuidamos —probablemente a propósito— aquella antigua costumbre que teníamos de discutir las malévolas intenciones de algún filósofo de la época. Por fin, después de superar este inefable y excesivamente trabajado protocolo, me atreví a preguntar por Santiago. Alguna satisfacción pareció nacer en su rostro. Murió algo así como dos años después de que te fuiste
. Un especial regocijo me invadió a mí también.
A los dos días regresé a Salamanca, a mi plaza de maestro, a mi Quevedo y a mi Fray Luis de León, a mi poesía inédita y mi melodrama existencial. Y no hubiese pensado más en la fatalidad de aquellas tardes de hacía dos décadas si no hubiese recibido, tan imprevisible como inoportuno, el paquete amarillo con remitente de Orrantia. La única nota decía:
PROBABLEMENTE A TI TE INTERESE MÁS ESTO QUE A MÍ. SON LOS ÚNICOS ESCRITOS DE MI TÍO SANTIAGO QUE SE SALVARON DE LAS LLAMAS.
Miré y sopesé el paquete con angustiosa calma. En ese complejo atado de papeles se encontraba un fortuito compendio de la obra de Santiago Vergara.
Descompuse el paquete y miré superficialmente la meticulosa grafía del sabio. Sentí que pisaba tierra santa; como Moisés frente a la zarza luminosa. El alivio fue casi tan inmediato como el terror que lo precedía: los apuntes estaban compuestos por signos incomprensibles, aquellos signos mágicos de los que seguramente estaban plagados los sueños de Santiago. El silencio se tornó espeso y, ante la posibilidad de una insufrible y tormentosa reflexión vespertina, dispuse el fuego en la chimenea.
Corría el año del setenta y siete, setenta y ocho tal vez. Las visitas a la casa de Orrantia habían sido motivadas, primero, por las caderas de su hermana Lourdes y, después (una vez que Lourdes se embarazó de un taxista), por el juego de dominó, el exquisito aroma de repostería que inundaba su casa y los dejos de trascendencia que embadurnaban nuestra plática de coca cola fría. Cuántas veces fingimos comprender la poesía de Villaurrutia, los pasajes entonces audaces de la música de la trova cubana; cuántas veces equivocamos citas, fechas y nombres de referencia. Cuántas veces nos enamoramos y decepcionamos ante las negras espaldas de las fichas girando sobre la mesa. Yo todavía estudiaba letras en la UNAM; él, soñaba con un Nobel de física y el posgrado en Alemania.
Algo en Santiago me consternó desde aquella primera vez que entramos al cuarto donde se alojaba; Carlos había olvidado ahí unos libros de Kurt Vonnegut y entramos intempestivamente. Mientras él se deshacía en elogios hacia el escritor —su último gran hallazgo: ya había devorado Desayuno de campeones y Matadero cinco— yo no podía retirar la mirada de aquel hombre en silla de ruedas con la respiración y el sueño apacibles de un santo. Orrantia reparó en mi turbación y explicó: Es mi tío Santiago, el paralítico del que te platiqué
. La cosa no dio para más y no volví a tener contacto con Santiago Vergara hasta la tarde, pocas semanas después, en que Carlos me citó en su casa y llegué antes que él; la madre de Carlos charló conmigo hasta que dieron las cinco y tuvo que marcharse a su clase de inglés. La creciente incomodidad que acompaña al extraño que, abandonado en casa ajena, se ve obligado a estudiar el tapiz de los muebles, la disposición de las persianas y la ilegible firma en cada cuadro de la estancia, fue la que me motivó a entrar al cuarto del tío Santiago y atisbar.
Sus ojos estaban enormemente abiertos y fijos en el punto exacto en que yo aparecí. La falta de previsión ante tal suceso me hizo brincar, asustado. El miedo, no la educación, hizo que me disculpara y traté de desaparecer de espaldas. Su voz, hermética, nasal, me llamó con cortesía. Acércate
, dijo, como si agregar más hubiese sido innecesario. Sus ojos eran de un azul profundo y brillante; todo en él estaba quieto, excepto la boca —que, apretada, aventuraba regulares movimientos circulares— y los ojos, que apartó de mí inmediatamente, cerrándolos con exagerada delicadeza. Me senté frente a él y traté de distender la calma con lo más evidente: Qué tal, me llamo…
Cuando apareció Carlos en la puerta, se dio entre nosotros un intercambio mudo de miradas; en mi cara no había interrogante alguna y seguramente pensó que estaba yo a salvo. Me condujo al comedor y reiniciamos nuestra falaz rutina intelectualoide de todos los días. En mi memoria puedo revisar lo siguiente respecto a esa primera entrevista con Santiago: que sólo me sorprendió su impecable elocuencia. Cualquiera hubiese dicho que leía mientras hablaba. Se lo hice notar a Carlos pero él no quiso agregar nada. La voz de Pablo Milanés agotó la tarde y yo no me volví a acordar del paralítico.
Fue al día siguiente, cuando fui a saludar a Santiago, antes de que Carlos, Felipe y yo nos entregáramos a la sesión de café, dominó y Kierkegaard, en que se me reveló la tragedia del minusválido. Felipe Covarrubias había llevado un libro de Emerson, y Orrantia tenía intenciones de aplastarlo con su más pesado Schopenhauer, así que no me importó perder unos minutos con Santiago. Si hubiese sabido lo espantosamente relativos que serían esos minutos
, probablemente jamás habría osado siquiera saludar a Santiago. Una suerte de trance extático se dibujaba en sus ojos y temí interrumpir alguna cavilación importante, por lo que no entré del todo al cuarto. Giró la cabeza y me invitó a entrar, al igual que el día anterior. Me llamó Arturo
y lo corregí; él culpó a su mala memoria y no creí que tuviera mayor importancia, hasta que casi de inmediato me volvió a llamar Arturo y pensé que podría estarse burlando. Estoy maldito
, fue lo que dijo, poco después, sin emoción alguna en las palabras.
Santiago Vergara cargaba con el anatema de la desmedida apreciación del paso del tiempo. Con una pausa en la voz que cada vez me parecía menos producto del histrionismo que del esfuerzo desmesurado, me contó que aproximadamente cuando tenía diecinueve años (mi edad, pensé) se dio cuenta de que tenía una noción muy peculiar del paso del tiempo; no