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Mal tiempo
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Libro electrónico119 páginas2 horas

Mal tiempo

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En el metro de la ciudad un oficinista que acumula siete reportes de impuntualidad se percata de una incongruencia en el reloj del andén que da un vuelco a su vida; un cuidador intenta explicarle a un niño que no es un fantasma lo que perturba su sueño sino el reflejo de alguien que tiempo atrás vivió en el mismo espacio que ahora habitan; la inalterable cotidianidad de un editor veterano se ve interrumpida por un descubrimiento fatalmente previsible; un viajero en el espacio intenta descifrar por qué los sistemas de Argos, su nave, regresaron al estado cero mientras se hunde en reflexiones sobre su incierto destino. Doce cuentos que giran en torno al tiempo en los que personajes pertenecientes a distintas latitudes y momentos se enfrentan a sus dobleces, aperturas, ritmos y pulsaciones, y cuyos mundos alterados penden de las manos de un reloj omnipotente que los aprisiona. Algunos descubren que son poseedores de una mirada única para contemplar el tiempo; a otros se les revela la existencia de distintas líneas o dimensiones que conviven en un solo espacio, y a otros más se les muestra una comprensión nueva sobre el recuerdo y la memoria que les trae inesperadas sorpresas. Con una narrativa llena de matices y guiños a autores como Julio Cortázar, Jorge Luis Borges, Kurt Vonnegut o Stephen Hawking, el autor nos muestra los maleables visos del tiempo a través de estos relatos donde tenemos la sensación de permanecer en una espiral que nos invita a visitarlos una y otra vez.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 ago 2020
ISBN9786073031370
Mal tiempo
Autor

Antonio Malpica

Antonio Malpica es músico, dramaturgo y novelista, además es ingeniero en sistemas. Cuando ya había terminado la carrera de ingeniero, descubrió que le divertía más contar historias. Así que empezó a hacer teatro con su hermano Javier y, luego, a escribir novelas. Hoy tiene publicados más de veinte libros. En Océano El lado oscuro ha publicado: Siete esqueletos decapitados, Nocturno Belfegor, El llamado de la estirpe y El destino y la espada. Ha ganado, entre otros, los premios Barco de vapor y Gran Angular convocados por SM, México; Novela Breve Rosario Castellanos, y el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil Castillo de la Lectura. Antonio Malpica se convirtió, en 2015, en el primer autor mexicano en obtener el Premio Iberoamericano SM de Literatura Infantil y Juvenil.

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    Mal tiempo - Antonio Malpica

    MAL TIEMPO

    MAL TIEMPO

    Antonio Malpica
    Ilustraciones de Santiago Solís Montes de Oca

    Universidad Nacional Autónoma de México

    México 2020

    Contenido

    Santiago Vergara

    Por fuerza, una cesantía

    La hora en los ojos de los gatos

    Cierta aptitud incomprensible

    Ephemeroptera

    Taquiones y otras vainas

    De película

    Los Hijos de Saturno

    La vida, exactamente la misma

    Después de Adán

    Augusta cronología

    La barrera

    Aviso legal

    A mis amigos geeks (que son casi todos)

    A. M.

    La física ha dejado de constituir un devenir

    en el espacio de tres dimensiones, para convertirse

    en un ser en el universo de cuatro dimensiones.

    ALBERT EINSTEIN

    Über die spezielle und die allgemeine Relativitätstheorie

    —¡Ah! Ahora me lo explico —exclamó el Sombrerero—.

    Al Tiempo no le gusta que lo golpeen. Pero, si estuvieses en buenas relaciones con él, haría casi cualquier cosa que quisieses con el Reloj.

    LEWIS CARROLL

    Alice in Wonderland

    Están presente y pasado presentes tal vez en

    el futuro, y el futuro en el pasado contenido.

    Si está eternamente presente el tiempo

    todo, todo el tiempo es irredimible.

    T. S. ELIOT

    Burnt Norton (Four Quartets)

    Santiago Vergara

    In memoriam, j.l.b.

    No había vuelto a aquel pequeño café de la colonia Roma en por lo menos diecisiete años: el humor debe tener algo de predisposición meditada para obligarnos a hacer cosas como esa. Carlos Orrantia entraba por la puerta y en sus ojos adiviné un presagio; casi lamento haberlo reconocido y más el haberlo llamado a mi mesa. Tardamos en abandonar el cómodo terreno de la plática trivial más tiempo del que para mi gusto era necesario, pero el momento tenía cualidades de lugar común (café expreso, brisa suave, otoño) y descuidamos —probablemente a propósito— aquella antigua costumbre que teníamos de discutir las malévolas intenciones de algún filósofo de la época. Por fin, después de superar este inefable y excesivamente trabajado protocolo, me atreví a preguntar por Santiago. Alguna satisfacción pareció nacer en su rostro. Murió algo así como dos años después de que te fuiste. Un especial regocijo me invadió a mí también.

    A los dos días regresé a Salamanca, a mi plaza de maestro, a mi Quevedo y a mi Fray Luis de León, a mi poesía inédita y mi melodrama existencial. Y no hubiese pensado más en la fatalidad de aquellas tardes de hacía dos décadas si no hubiese recibido, tan imprevisible como inoportuno, el paquete amarillo con remitente de Orrantia. La única nota decía:

    PROBABLEMENTE A TI TE INTERESE MÁS ESTO QUE A MÍ. SON LOS ÚNICOS ESCRITOS DE MI TÍO SANTIAGO QUE SE SALVARON DE LAS LLAMAS.

    Miré y sopesé el paquete con angustiosa calma. En ese complejo atado de papeles se encontraba un fortuito compendio de la obra de Santiago Vergara.

    Descompuse el paquete y miré superficialmente la meticulosa grafía del sabio. Sentí que pisaba tierra santa; como Moisés frente a la zarza luminosa. El alivio fue casi tan inmediato como el terror que lo precedía: los apuntes estaban compuestos por signos incomprensibles, aquellos signos mágicos de los que seguramente estaban plagados los sueños de Santiago. El silencio se tornó espeso y, ante la posibilidad de una insufrible y tormentosa reflexión vespertina, dispuse el fuego en la chimenea.

    Corría el año del setenta y siete, setenta y ocho tal vez. Las visitas a la casa de Orrantia habían sido motivadas, primero, por las caderas de su hermana Lourdes y, después (una vez que Lourdes se embarazó de un taxista), por el juego de dominó, el exquisito aroma de repostería que inundaba su casa y los dejos de trascendencia que embadurnaban nuestra plática de coca cola fría. Cuántas veces fingimos comprender la poesía de Villaurrutia, los pasajes entonces audaces de la música de la trova cubana; cuántas veces equivocamos citas, fechas y nombres de referencia. Cuántas veces nos enamoramos y decepcionamos ante las negras espaldas de las fichas girando sobre la mesa. Yo todavía estudiaba letras en la UNAM; él, soñaba con un Nobel de física y el posgrado en Alemania.

    Algo en Santiago me consternó desde aquella primera vez que entramos al cuarto donde se alojaba; Carlos había olvidado ahí unos libros de Kurt Vonnegut y entramos intempestivamente. Mientras él se deshacía en elogios hacia el escritor —su último gran hallazgo: ya había devorado Desayuno de campeones y Matadero cinco— yo no podía retirar la mirada de aquel hombre en silla de ruedas con la respiración y el sueño apacibles de un santo. Orrantia reparó en mi turbación y explicó: Es mi tío Santiago, el paralítico del que te platiqué. La cosa no dio para más y no volví a tener contacto con Santiago Vergara hasta la tarde, pocas semanas después, en que Carlos me citó en su casa y llegué antes que él; la madre de Carlos charló conmigo hasta que dieron las cinco y tuvo que marcharse a su clase de inglés. La creciente incomodidad que acompaña al extraño que, abandonado en casa ajena, se ve obligado a estudiar el tapiz de los muebles, la disposición de las persianas y la ilegible firma en cada cuadro de la estancia, fue la que me motivó a entrar al cuarto del tío Santiago y atisbar.

    Sus ojos estaban enormemente abiertos y fijos en el punto exacto en que yo aparecí. La falta de previsión ante tal suceso me hizo brincar, asustado. El miedo, no la educación, hizo que me disculpara y traté de desaparecer de espaldas. Su voz, hermética, nasal, me llamó con cortesía. Acércate, dijo, como si agregar más hubiese sido innecesario. Sus ojos eran de un azul profundo y brillante; todo en él estaba quieto, excepto la boca —que, apretada, aventuraba regulares movimientos circulares— y los ojos, que apartó de mí inmediatamente, cerrándolos con exagerada delicadeza. Me senté frente a él y traté de distender la calma con lo más evidente: Qué tal, me llamo…

    Cuando apareció Carlos en la puerta, se dio entre nosotros un intercambio mudo de miradas; en mi cara no había interrogante alguna y seguramente pensó que estaba yo a salvo. Me condujo al comedor y reiniciamos nuestra falaz rutina intelectualoide de todos los días. En mi memoria puedo revisar lo siguiente respecto a esa primera entrevista con Santiago: que sólo me sorprendió su impecable elocuencia. Cualquiera hubiese dicho que leía mientras hablaba. Se lo hice notar a Carlos pero él no quiso agregar nada. La voz de Pablo Milanés agotó la tarde y yo no me volví a acordar del paralítico.

    Fue al día siguiente, cuando fui a saludar a Santiago, antes de que Carlos, Felipe y yo nos entregáramos a la sesión de café, dominó y Kierkegaard, en que se me reveló la tragedia del minusválido. Felipe Covarrubias había llevado un libro de Emerson, y Orrantia tenía intenciones de aplastarlo con su más pesado Schopenhauer, así que no me importó perder unos minutos con Santiago. Si hubiese sabido lo espantosamente relativos que serían esos minutos, probablemente jamás habría osado siquiera saludar a Santiago. Una suerte de trance extático se dibujaba en sus ojos y temí interrumpir alguna cavilación importante, por lo que no entré del todo al cuarto. Giró la cabeza y me invitó a entrar, al igual que el día anterior. Me llamó Arturo y lo corregí; él culpó a su mala memoria y no creí que tuviera mayor importancia, hasta que casi de inmediato me volvió a llamar Arturo y pensé que podría estarse burlando. Estoy maldito, fue lo que dijo, poco después, sin emoción alguna en las palabras.

    Santiago Vergara cargaba con el anatema de la desmedida apreciación del paso del tiempo. Con una pausa en la voz que cada vez me parecía menos producto del histrionismo que del esfuerzo desmesurado, me contó que aproximadamente cuando tenía diecinueve años (mi edad, pensé) se dio cuenta de que tenía una noción muy peculiar del paso del tiempo; no

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