Autopista Sanguijuela
Por Juan Villoro y Rafael
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Juan Villoro
Juan Villoro nació en México DF en 1956. Ha sido agregado cultural en la Embajada de México en la entonces República Democrática Alemana, colaborador en revistas y numerosos periódicos. Fue también jefe de redacción de Pauta y director de La Jornada Semanal, suplemento cultural del diario La Jornada, de 1995 a 1998. Actualmente es profesor de literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) e invitado en las de Princeton, Yale, Boston y Pompeu i Fabra de Barcelona. Colabora regularmente en los periódicos La Jornada (México), El País (España) y El Periódico (España), y en publicaciones como Letras Libres, Proceso, Nexos, Reforma y la italiana Internazionale. Premiado en sus múltiples facetas de narrador, ensayista, autor de libros infantiles y traductor de importantes obras en alemán y en inglés, Juan Villoro es cada vez más reconocido como uno de los principales escritores latinoamericanos contemporáneos.
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Este libro lo lei cuando era niña y me encantba, estoy muy feliz de encontrarlo aqui. recomendado 10/10
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Autopista Sanguijuela - Juan Villoro
JUAN VILLORO
ilustrado por
RAFAEL BARAJAS, EL FISGÓN
Primera edición, 2018
Primera edición en libro electrónico, 2018
© 2018, Juan Villoro, textos
© 2018, Rafael Barajas, El Fisgón, ilustraciones
D. R. © 2018, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios: librosparaninos@fondodeculturaeconomica.com
Tel. (55)5449-1871
Colección dirigida por Socorro Venegas
Edición: Angélica Antonio Monroy
Diseño: Miguel Venegas Geffroy
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-5980-4 (ePub)
ISBN 978-607-16-5889-0 (impreso)
Hecho en México - Made in Mexico
Índice
Terribles ronchas
Viajes Babylonia
Los otros pasajeros
Un invierno de cinco horas
Leche que sabe a mueble
Un dentista sin dientes y un letrero muy extraño
Los pies hinchados y el mosco más flaco del mundo
El dinero rojo
Tipos de sangre
Muchísimas agujas
Un traidor a bordo
El mantel comestible
La más rica sangre
La Ciudad de la Sangre
La entrada al corazón
El Máximo Piojo
Río Revuelto
La gran bienvenida
Terribles ronchas
Los hermanos Tere y Pepe Martínez Delgadillo vivían en una hermosa casa color limón. Dormían en una litera con colchones de la más alta tecnología, tenían un cuarto lleno de juguetes y en la cocina los esperaba un refrigerador con delicias, como las paletas de mantequilla de cacahuate y el sorbete de mandarina. Todo parecía perfecto en casa de la familia Martínez Delgadillo.
Sin embargo, había un pequeño problema: cada nueve minutos el metro pasaba por debajo de la sala. Las ventanas crujían, las lámparas temblaban, la televisión parecía a punto de estallar. El efecto era terrible, como si la casa estuviera en el lomo de una ballena acatarrada. La sopa se salía del plato y los cuadros se ladeaban.
—No se preocupen: a todo se acostumbra uno —decía el señor Martínez.
La verdad sea dicha, Pepe y Tere vivían contentos en la casa. Su papá tampoco estaba muy molesto, entre otras cosas porque llegaba muy tarde de la oficina, cuando el metro ya había dejado de circular.
¿Y la mamá? Encarnita Delgadillo de Martínez era una mujer nerviosa, pero muy nerviosa. Le tenía miedo a las hormigas rojas y a los ratones chicos, medianos y grandes. Cuando encontraba una telaraña había dos posibilidades: si estaba vacía, pegaba un grito; si estaba ocupada por una araña, se desmayaba hasta el día siguiente.
—¡Soy tan sensible! —suspiraba Encarnita Delgadillo de Martínez.
Su nariz respingada parecía hecha para descubrir olores apestosos. Dos veces al día, trapeaba el piso con alcohol y rociaba desodorante de eucalipto en los rincones de difícil acceso.
No podía ver la tele sin sollozar por emoción, por tristeza o tan sólo por costumbre.
—Todo me afecta. ¡Soy tan sensible! —y hundía su pequeña nariz en el pañuelo, húmedo de tanto llanto.
Aunque tomaba un té para relajarse, en las noches soñaba que la empanizaban como si fuera una milanesa.
—¡Siento cada migajita en mi piel! —gritaba a medianoche, y sus hijos bajaban de la litera a decirle que no, que todo estaba bien, que ella era su mamá y no una milanesa.
—¿Por qué no ves a un doctor especializado, Encarnita linda? —le preguntaba su esposo.
—¿Dónde voy a encontrar un especialista en mujeres empanizadas?
La verdad, parecía difícil encontrar un doctor de ese tipo.
Así, la familia Martínez Delgadillo se acostumbró a vivir con las sacudidas del metro cada nueve minutos y con los nervios de punta de la mamá.
Lo malo era cuando las dos catástrofes se juntaban. Imaginemos a Encarnita en la sala, bebiendo su té antinervios o fumándose un cigarrito. De repente, oye el rumor del metro, cierra los ojos, infla las mejillas y se tapa los oídos, como un astronauta rumbo a la Luna. Es difícil pensar en un astronauta con escoba, pantuflas y tubos en el pelo, pero el rostro de Encarnita era, inconfundiblemente, el de un astronauta en apuros.
Tarde o temprano, tanto nerviosismo iba a ocasionar consecuencias.
Una mañana la casa color limón se estremeció con un alarido:
—¡Dios mío! ¿Qué le ha pasado a mi piel sensible?
¿Encarnita había vuelto a soñar que la empanizaban como una milanesa?
Algo mucho más grave. La familia fue al baño y encontró a la mamá frente al espejo. Lo que vieron fue horrendo:
—¡Mi piel, mi piel sensible!
Encarnita tenía la cara llena de ronchas. De ronchas francamente rojas.
—¡No puede ser! ¡Si siempre he tenido cutis de porcelana, terso, suave, bastante mullido! —Encarnita empezó a llorar sobre su pañuelo—. ¡Mi cutis, mi fino cutis!
El señor Martínez se asustó con el aspecto de su esposa, pero fingió calma:
—Encarnita linda, te ves tan hermosa como siempre, yo te quiero aunque tengas la cara horriblemente picada de ronchas —se dio cuenta de que no iba por buen camino y agregó—: ¡Tenemos que ver a un médico especialista!
—Todo lo quieres solucionar con especialistas. ¿Quién puede devolverme mi rostro de princesa? —protestó Encarnita, y puso su cara de astronauta.
El señor Martínez buscó en internet y aunque no encontró a expertos en princesas, dio con un anuncio que le pareció conveniente:
Dr. Jerónimo Williams
Ronchas de toda clase.
El señor Martínez fue al piso de arriba para que nadie lo escuchara, marcó el número del médico y le comentó:
—¿Doctor Williams? Mi esposa parece un perro dálmata, sólo que sus manchas son color rojo.
—Debe ser un caso de alergia. Tráigala de inmediato —ordenó el doctor con voz fuerte y confiable.
Encarnita no creía tener curación; para ella, sus sufrimientos eran los peores en la historia de la humanidad.
—No puedo ir con un médico.
—¿Por qué? —preguntó su esposo.
—¿Y si me pide que le enseñe la panza?
—¿Qué tiene de malo?
—Es que… estoy un poco gordita —dijo ella con coquetería—, no soportaría que pensara que soy una de esas señoras que se la pasan tragando. No, de mi panza ni hablar.
—Basta con que te revise la cara, mi amor. Te lo prometo.
Así fue como Encarnita Delgadillo de Martínez aceptó ver al especialista en ronchas de toda clase. Sin embargo, al llegar al consultorio se puso nerviosa y le preguntó al doctor:
—Con todo respeto, ¿usted es médico de panza o médico de cara?
—Soy médico de la piel, señora, y como usted sabe, la piel abarca el cuerpo entero.
—¡¿El cuerpo entero?! ¡Jesús bendito! ¿Quiere decir que tiene que verme todo el cuerpo? ¿Todito?
—Bueno, en este caso no creo que sea necesario.
—Si desea puedo enseñarle mis pies. ¡Son tan hermosos! Tengo un cuello sutil, como habrá apreciado, y nariz pequeña. Pero a últimas fechas he engordado un poco, lo admito. Tal vez por soñar que soy una milanesa se me abre el apetito.
—¿Sueña que es una milanesa? —preguntó el doctor, muy asombrado.
—Sólo a veces, no se preocupe.
—¿Y qué otras molestias tiene?
—Para decirlo en pocas palabras: la casa, las travesuras de mis hijos, el metro que pasa por debajo de la sala, los olores de la calle, la vecina que me ve feo y la vecina que nunca me mira, los días de lluvia, las telarañas (incluso las deshabitadas), el ladrido de los perros, el carácter de mi marido…
—Creo que es suficiente —dijo el doctor.
—¡Soy tan sensible! —suspiró Encarnita.
El doctor acercó una lupa a