La cuchara sabrosa del profesor Zíper
Por Juan Villoro
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Juan Villoro
Juan Villoro nació en México DF en 1956. Ha sido agregado cultural en la Embajada de México en la entonces República Democrática Alemana, colaborador en revistas y numerosos periódicos. Fue también jefe de redacción de Pauta y director de La Jornada Semanal, suplemento cultural del diario La Jornada, de 1995 a 1998. Actualmente es profesor de literatura en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) e invitado en las de Princeton, Yale, Boston y Pompeu i Fabra de Barcelona. Colabora regularmente en los periódicos La Jornada (México), El País (España) y El Periódico (España), y en publicaciones como Letras Libres, Proceso, Nexos, Reforma y la italiana Internazionale. Premiado en sus múltiples facetas de narrador, ensayista, autor de libros infantiles y traductor de importantes obras en alemán y en inglés, Juan Villoro es cada vez más reconocido como uno de los principales escritores latinoamericanos contemporáneos.
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La cuchara sabrosa del profesor Zíper - Juan Villoro
Las pecas son
independientes
El mundo puede dar muchas sorpresas. Una de las más asombrosas ocurrió el día en que Gonzo Luque, baterista del grupo de rock Nube Líquida, se puso a dieta.
La historia de esa peculiar decisión es un poco larga, pero vale la pena contarla.
El músico que aporreaba tambores chicos, medianos, grandes y colosales era famoso por dedicar todo su tiempo libre a comer.
¡Soy una máquina de convertir calorías en ritmo!
, decía para justificar las raciones de pizzas y pollos rostizados que le daban fuerza para golpear su instrumento.
Gonzo Luque tenía el poderoso pecho de un atleta de los redobles, los hombros anchos de quien acostumbra cargar una batería y la quijada decidida con que los grandes dibujantes trazan a los héroes de acción.
Una persona triste puede tocar la flauta, una persona aburrida puede tocar el triángulo, una persona nerviosa puede tocar el violín, pero sólo alguien con fabulosa energía puede tocar mis tambores
, explicaba, estableciendo una clara relación entre sus redobles y su consumo de comida chatarra.
Y es que a Gonzo no le gustaba otra cosa. Despreciaba las deprimentes ensaladas, recomendables para las vacas y otros rumiantes de mirada aburrida, y sólo comía frutas si estaban escondidas bajo una montaña de helado.
Pero al célebre rockero le pasó lo que a tantas personas a las que de pronto el corazón les late más rápido. Terminó el concierto con un solo de batería de veinte minutos, resopló como un búfalo y de repente sintió que tenía una liebre en el pecho.
Su primera reacción fue pensar que le estaba dando un infarto. Luego recuperó la respiración, se limpió el sudor que le empañaba la vista y descubrió la causa de su taquicardia: durante todo el concierto, una chica había estado cerca de sus tambores.
Se trataba de Cindy Buendía, amiga de infancia de los hermanos Ricky y Pablo Coyote, guitarristas de Nube Líquida.
La chica que respondía al peculiar nombre de Cindy había conseguido un pase especial para visitar los camerinos y oír el concierto desde el escenario. Nunca había mostrado afición por el rock, pero cada vez que veía a sus amigos Ricky y Pablo en la televisión, se quedaba fascinada por el corpulento baterista. Aquel músico de gran mostacho y brazos de atleta le recordaba algo muy especial, pero no sabía de qué se trataba. Era como si lo hubiese conocido en otra vida y de pronto volviera a verlo.
Como invitada especial, Cindy tenía derecho a comer del bufet de las cuatrocientas galletas, pero no probó ninguna. Durante las tres horas de música, no hizo otra cosa que contemplar al formidable Gonzo Luque.
Los ojos de Cindy delataban sus pensamientos: había descubierto que un hombre que le pega con fantástica pasión a sus tambores tenía que ser muy sincero, incapaz de decir mentiras. ¿A quién me recuerda?
, se preguntaba la chica, cada vez más cautivada por el músico.
En cuanto a Gonzo, como ya se dijo, el corazón habló por él. Después del último compás del concierto, un ayudante le aventó una toalla para que se secara el sudor y él advirtió que los redobles seguían, pero dentro de su cuerpo.
Cindy Buendía lo miraba con ojos castaños, de un brillo especial, en los que podían distinguirse cuatro palabras, dos por cada ojo: El amor es intenso
.
Una vieja fórmula científica asegura que los opuestos se atraen
. Esto no siempre es cierto. Si fuera así, todas las resfriadas tendrían novios sanos y todos los gigantes, novias enanas.
Pero a veces sucede que el caprichoso ser humano se enamora de una persona muy diferente de él. Todo esto lleva a una pregunta: ¿quién diablos era Cindy Buendía?
Además de conocer a Pablo y Ricky Coyote desde la infancia, la chica en cuestión tenía una belleza singular. Uno de los misterios de la humanidad es que hay lugares donde la gente es guapa del mismo modo: las chicas de Guadalajara tienen ojos hermosos; los hombres de Grecia, una nariz formidable; las eslovenas, piernas espléndidas; los italianos, sonrisa de adorables tramposos, y las polacas, un cabello dorado tan atractivo que hace olvidar su tremendo carácter.
Pero hay bellezas aún más regionales: en la Privada Eugenia de la calle Eugenia, número 25, colonia Del Valle, ciudad de México, código postal 03100, había ocho casas. Nadie sabía por qué, pero todas las chicas que nacían en las casas con números impares tenían una delicada piel color avena, el cabello ideal para hacer largas trenzas, las pecas más sutiles del mundo y una sonrisa que, definitivamente, mejoraba la vida.
Cindy Buendía había nacido en la casa 3 de la Privada Eugenia.
Gonzo Luque bajó de su banquillo de baterista y ella le dijo la frase más inesperada de la noche:
—Odio el rock, pero tu nariz es simpática.
—Se hace lo que se puede —contestó Gonzo, sin saber qué más decir.
—¿Te has fijado en las basuritas que flotan en la luz de los reflectores? —preguntó la chica.
La verdad sea dicha, Gonzo jamás se había fijado en eso. Tocaba con la mirada baja, concentrado en sus percusiones.
Alzó la vista y vio miles de corpúsculos flotar en el aire. Aquello parecía polvo de estrellas. Recordó la tarde en que su padre lo llevó al planetario y vio una reproducción de la bóveda celeste. Los astros del universo vinieron a su mente y estuvo a punto de llorar (Gonzo Luque era tan sentimental que no podía ver la sonrisa de un delfín sin que le saltaran las lágrimas).
Le costó trabajo contener el llanto ante el polvo luminoso que rodeaba los reflectores, suspendido en el aire como una galaxia, y dijo:
—¡Es tan bonito!
La frase no era muy inspirada.
—Debes estar cansado —contestó Cindy, muy comprensiva—. No te preocupes, no te preguntaré cuál es tu postura ante la situación política internacional.
Gonzo no tenía ninguna postura política.