El comprador de vidas
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El comprador de vidas - José Antonio del Cañizo
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1. El potentado y
la farándula
Don Cunegundo era un magnate, un gran hombre de negocios, un auténtico potentado que poseía y dirigía cientos de empresas extendidas por muchos países.
Era ya viejo, gordote, barrigudo, calvorota, malhumorado, refunfuñón, con unas gafas de muchas dioptrías y con cuatro pelos largos con los que trataba inútilmente de cubrir su redonda y reluciente bóveda craneana.
Vivía en un castillo medieval que había hecho restaurar lujosamente y que estaba rodeado por un inmenso parque lleno de árboles, macizos de rosales, lagos y estanques, un riachuelo, unas cascaditas rumorosas y extensas praderas perpetuamente regadas con un sistema automático de riego por aspersión.
Pero él no paseaba jamás por su paraíso privado. Lo había hecho construir porque sabía que un potentado como él debía tener su mansión rodeada de cosas así.
El inmenso terreno estaba cercado por unas altísimas tapias coronadas por alambres de espino, para que nadie pudiera colarse dentro, ni siquiera asomarse.
Toda su vida, desde muy pequeño, se había dedicado a hacer negocios. El único recuerdo que guardaba de su ya lejana infancia ocurrió un glorioso día en que había conseguido comprarle a un compañero del colegio su vieja bicicleta en una cantidad, vendiéndosela inmediatamente a otro en otra cantidad cinco veces mayor.
Don Cunegundo dirigía todos sus negocios desde sus supermodernas oficinas, situadas en el más vetusto y truculento torreón de su castillo: precisamente el que se elevaba sobre las mazmorras subterráneas.
Allí, en sucesivos pisos llenos de ordenadores, teléfonos, telefax, teletipos, teletextos, video textos, calculadoras complicadísimas y mil modernos aparatos más, trabajaban afanosamente los diez miembros de su equipo. Diez economistas inteligentísimos, diez sagaces financieros.
Todos ellos iban correctamente vestidos, con idénticos e impecables trajes oscuros y corbatas azul marino. Y todos ellos llevaban unas amplias gafas de ejecutivo que realzaban sus frías miradas llenas de números con muchos ceros.
Desde su suntuoso despacho situado en todo lo alto del torreón, don Cunegundo dominaba una espléndida vista del valle. La dominaba como dominaba el castillo, los terrenos que lo rodeaban y sus cientos de empresas, pero no la disfrutaba. Ni siquiera reparaba en ella, hasta el punto de que había hecho cubrir las troneras por las que se divisaba el paisaje con cristales translúcidos pero no transparentes, para que nada lo distrajera de sus negocios.
Y allí pasaba el día, en su butacón giratorio dotado de ruedecillas y situado en medio de un semicírculo de ordenadores, en cuyas pantallas fosforescentes hervía el trepidante, complicadísimo y crematístico mundo de sus mil empresas.
Él miraba con ojos de águila las ristras de datos, los informes y balances que bullían en las pantallas, reflejando la vida y vicisitudes de cada una de sus empresas. Recibía en sus ávidas garras los télex, los telefax, telegramas y dossiers que le pasaban sus ejecutivos. Colgaba y descolgaba con sus dedos nerviosos e impacientes los múltiples teléfonos que lo rodeaban, hablando casi siempre por dos de ellos a la vez.
Y, según lo que veía, leía y oía, y sin dejar de masticar nerviosamente su inseparable cigarro, mascullaba tajante:
—¡Compre!
—¡Venda!
—¡Cómprenlo todo!
—¡Véndanla!
—¡Dupliquen la inversión!
—¡Retírense de ese negocio ahora mismo!
—¡Compren dos mil acciones más!
—¡Cierren esa fábrica!
—¡Despidan a todo el personal!
—¡Vendan!
—¡Compren!
—¡Vendan!
—¡Compren!
—¡Vendan!
Ésa era su vida.
Desde aquel torreón medieval extendía sus tentáculos por todo el mundo a través de cables y de ondas, y emitía órdenes terminantes que se cumplían al minuto siguiente en Nueva York y Londres, París y Hong-Kong, Tokio y Berlín.
Con un solo dedo, con una sola palabra, levantaba y hundía empresas, destrozaba competidores, arruinaba rivales, colocaba o dejaba sin empleo a miles de trabajadores.
Como aquello lo mantenía siempre en tensión, y además nunca salía de su castillo ni trataba con nadie, su carácter era cortante y huraño. Trataba agriamente a sus diez ejecutivos y tiránicamente a los diez miembros de su servidumbre.
Todos ellos se formaban cada mañana a ambos lados de su puerta, en dos filas, cuando él hacía su aparición, siempre a las ocho en punto. Ni un minuto más, ni un minuto menos.
A la izquierda lo aguardaban los diez ejecutivos, tiesos como palos, embutidos en sus ternos impecables, con sus carteras negras llenas de documentos en sus manos de nudillos blanquecinos y sus recién afeitados mentones apuntando al techo.
A su derecha sus diez servidores se cuadraban, también uniformados, cada cual según le correspondía: el chofer, con su gorra de plato, su uniforme gris de larga botonadura y sus ajustados guantes negros. El mayordomo, con su pantalón de planchado impecable y su chaleco a rayas. Las cocineras, con su uniforme blanco intentando vanamente ceñir sus voluminosas formas. Las doncellas, con sus vestidos almidonados y sus cofias como rígidas crestas de encaje. Y los jardineros, con sus monos azules y sus botas de goma.
En cuanto él hacía su aparición, las veinte voces lo saludaban a coro:
—¡Buenos días, don Cunegundo!
Él gruñía un saludo cortante que nunca se