Las aldeas secretas de Europa
La vida cambia en un minuto.
Cuando tenía cuatro años vivíamos en los suburbios del Medio Oeste estadounidense, con casas de una planta y líneas rectas. El único aire de magia languidecía en el campo de minigolf que tenía tema de libro de cuentos, donde una pelota perdida le había sacado un ojo a Old Mother Hubbard. Pero a los cuatro y medio nos mudamos a los Países Bajos, al pueblo de Hindeloopen ( • ), y llegamos a otro mundo. De pronto las casas tenían gabletes de curvas suaves, como de fantasía. Mi vecina Janneke me contó que en los canales había sirenas y en los pastizales se escondían troles que esperaban probar mi carne. “Hoy están mordelones”, me decía Janneke, siempre alarmista, cada mañana. Y, encantado de sentirme asustado, me iba corriendo a la escuela abriéndome paso por los pastizales, los tulipanes y los borregos.
Este fue el comienzo de mi amor por los pueblos, que a su vez alimentó mi amor por viajar. En un intento por encontrar la magia de Hindeloopen, intercambiaba nombres de aldeas remotas y desconocidas con otros viajeros y alimentábamos nuestras listas de destinos. En mi adultez, a medida que recorría Europa, mi lista crecía y figuraban Firle y Fornaluch, Apeiranthos y Dozza.
El primer pueblo de mi lista, después de Hindeloopen, fue la aldea bávara de.
Estás leyendo una previsualización, suscríbete para leer más.
Comienza tus 30 días gratuitos